J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 4/7/12
El filósofo ginebrino pasó a la historia de las ideas, entre otros méritos, por ser quien descubrió la posibilidad paradójica de llamar libertad a la imposición. Rousseau, en efecto, estableció que una vez que el ser humano se ha enajenado por completo a la sociedad a través del pacto social, cuando obedece a la voluntad general de la sociedad no hace sino obedecer a su propia voluntad. Por eso, dijo con palabras memorables, al hombre se le puede y debe obligar a ser libre, porque coaccionarle para que cumpla con la voluntad general no es sino hacerle realizar su propia voluntad.
La magia de Rousseau estaba en su reconversión del significado de las palabras: muchos pensadores habían ya convenido que al hombre se le puede obligar a cumplir y respetar ciertos mandatos sociales. Pero esta obligación era una limitación para su voluntad individual. Nadie hasta que llegó Rousseau imaginó que a esa limitación se le podía también llamar libertad. Desde entonces, generaciones enteras de hegelianos, leninistas y otros magos de la política han bebido fértilmente de su descubrimiento: libertad no es hacer lo que usted quiere, amigo lector, esa es una falsa o ilusoria libertad. Libertad, su propia libertad, es que usted haga lo que quiere la sociedad, o la voluntad general, o la razón histórica, o la clase, o el partido.
Bueno, pues resulta que Patxi Baztarrika se nos ha revelado como un digno aprendiz de la magia rousseauniana y dedica así sus mejores esfuerzos en ‘Más euskera es más libertad’ (EL CORREO 30.06.12) a convencer a la ciudadanía vasca (por si no era consciente de ello) de que es su propia libertad la que la lleva entusiasta a aprender el idioma vernáculo. Que no hay ni ha habido nada de coerción en la política lingüística, ni siquiera un atisbo de imposición u obligación, que si el euskera avanza es porque los ciudadanos lo deciden y aceptan libremente. Que si los padres deciden educar a sus hijos en euskera, la suya es una decisión tan libre como ejemplar. Y si alguien se atreve a poner en duda que es la libertad y sólo la libertad la que lleva a los ciudadanos al bilingüismo, lo hace porque es un partidista o un ignorante.
¡Vaya por Dios! ¡Y yo sin enterarme! ¡Y como yo, un montón de conocidos! Todos esos que decidieron educar en euskera a sus hijos porque si no lo hacían así tenían garantizado para ellos el desempleo. Todos esos profesores que aprendieron euskera, en lugar de dedicar sus esfuerzos a otras tareas o aprendizajes que les interesaban más, porque si no lo hacían podían dar por terminada su carrera docente. Todo ese empleo público reservado a los bilingües y vedado a los monolingües, todo eso no era imposición ni coacción, era nuestra libertad, nuestra verdadera libertad. Por eso nos obligaban, para hacernos libres, y por eso nos anuncia Baztarrika todavía más dosis de esa mixtura de ‘coacción-libertad’: cuanto más euskera sepamos, más libres seremos. ‘Euskera macht frei’.
Y es que, como con sublime seriedad afirma Baztarrika una y otra vez, «ser monolingüe no es un derecho, sino una limitación», lo cual en su pensamiento parece funcionar como una especie de legitimación del paternalismo bienhechor del poder público, que al imponernos una segunda lengua no estaría coartando nuestra libertad sino corrigiendo nuestras limitaciones personales. Pero sucede que, en primer lugar, la cuestión a debate no es la caracterización del monolingüe (como derecho o como limitación), sino que la cuestión a debate para cualquier política intervencionista es: ¿tiene el poder público legitimación para corregir lo que considera como limitaciones de sus súbditos? ¿Puede el Estado hacer mejores a los ciudadanos aunque ellos no lo deseen y aunque tengan una noción diversa de lo que es bueno para ellos? Para ser más claro, un ejemplo parafraseado: ‘ser calvo no es un derecho, sino una limitación’. Obvio, claro está. Pero, ¿legitima ello al Estado para obligar a los calvos a hacerse implantes capilares por mor de la estética de la mayoría? Más bien no, supongo.
El poder público puede imponer a los individuos ciertos deberes de perfeccionamiento, por ejemplo todos aquellos que le permiten constituirse como una persona autónoma en lo intelectual (la instrucción) o en lo económico (la seguridad social). Lo que no puede lícitamente (en una perspectiva democrático liberal) es imponerle obligaciones para que cumple con el tipo de ciudadano perfecto que ese poder sueña o imagina como desiderátum. El nacionalismo sueña con unos ciudadanos tipo que, entre otras cosas, hablen todos el idioma vernáculo. Y tiene derecho a su sueño, como cualquier otra ideología tiene derecho al suyo. Pero a lo que no tiene derecho es a imponer su sueño a las personas diciéndoles algo así como «es por vuestro bien», «lo hago para perfeccionaros, para suprimir vuestras limitaciones». Cada uno es dueño de sus propias limitaciones y ningún poder superior de tipo benevolente puede obligar a una persona a ‘ser mejor’. Eso sería, dijo Immanuel Kant, la peor clase de despotismo posible. O, como dijo Stuart Mill, la única legitimación del poder social para obligar a las personas a hacer o no hacer algo es el evitar que puedan causar daño a los demás, pero nunca lo es, nunca, el procurarles su propio bien. Cada uno es el juez inapelable de lo que es su propio interés.
A no ser, claro está, que ese poder (o los aprendices del gran poder) diga: «Pero es que nosotros no obligamos a nadie; al revés, son los ciudadanos los que nos exigen mejorarles». Entonces cabe todo. Es la magia de las palabras, esa magia que inventó Rousseau y que convirtió a la palabra libertad en un término que ha valido para todo, hasta para hacer esclavos a los seres humanos.
J. M. Ruiz Soroa, EL CORREO, 4/7/12