Establecer el temario de una asignatura de educación ciudadana no es tarea fácil y contraría las habituales pautas de la pereza suicida («todas las opiniones son igualmente respetables»), los prejuicios que conspiran contra cualquier diseño unitario del país que compartimos y el pánico a establecer criterios opuestos al sacrosanto «cada cual a su bola».
Como cada cual aprende cuando puede y por lo general a su costa, vivo últimamente maravillado al descubrir con motivo de nuestro informe sobre la reforma de los medios públicos audiovisuales cómo se fabrican algunas grandes noticias. En este caso, por los titulares habidos alguien diría que nuestra conclusión más importante ha sido exigir al Estado que pague la deuda acumulada por TVE. ¡Ahí es nada, zarandear a la Administración para que afloje varios miles de millones! Desde los tiempos pueriles en que me identificaba con las hazañas de Super Ratón, héroe predilecto de aquellos tebeos compensatorios, nunca había vuelto a sentirme tan poderoso. Lástima que, como es lógico, nadie nos haya preguntado jamás si el Estado debe pagar o no las deudas que avala: hubiera sido una estupenda ocasión para proclamar que no, que no debe soltar ni un duro por mucho compromiso que tenga y que se j… que se fastidien los morosos que confiaron en su respaldo. ¡Mueran Sansón y todos los filisteos! Como suele pasar, la realidad es menos heroica y nuestras auténticas recomendaciones en el informe sólo apuntan, por el contrario, vías alternativas a la prolongación indefinida de tales endeudamientos…
Escarmentado por esa experiencia en carne propia, no menos que de las grandes noticias inexistentes, me asombro ahora también de los asuntos relevantes pasados por alto o que sólo se mencionan en letra pequeña y como de paso. Tomemos como caso práctico ejemplar el informe recientemente emitido por el Consejo Escolar del Estado. Me apresuro a confesar que de tal documento sólo conozco las informaciones que han aparecido en media docena de periódicos, por lo que puede que mi alarma -de la que enseguida hablaré- se deba a un conocimiento insuficiente de lo acordado. Del informe en cuestión, no vinculante, pero de obvia relevancia como orientación pedagógica a los legisladores, se ha destacado sobre todo el dictamen acerca de la asignatura de religión, al que se llegó tras una reñida votación sólo dirimida por el voto de calidad de la presidenta del consejo. Según lo concluido, el consejo pide al Gobierno que la asignatura de religión salga del currículo escolar, que no sea evaluable a efectos académicos y que no tenga por tanto alternativa en el horario lectivo. Además este organismo consultivo, el más alto de la comunidad educativa no universitaria, aprobó una enmienda solicitando (si se dan determinadas circunstancias) la ruptura del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede de 1979, fundamento argumental del mantenimiento de la asignatura de religión confesionalmente enfocada en nuestro ordenamiento de enseñanza básica y secundaria.
A mi entender, este dictamen del Consejo Escolar es perfectamente razonable y lo único notable es que haya sido alcanzado con tanta oposición y por tan estrecho margen. No se pone en cuestión el derecho que tienen los padres que lo deseen de dar a sus hijos instrucción religiosa, sino la conveniencia de convertir el adoctrinamiento confesional en un rubro más de la preparación académica de los alumnos. Y de que tal labor catequística -añado yo- deba ser financiada por el Estado, pero gestionada por las autoridades religiosas correspondientes. Lo más chocante de todo resulta que, en el caso de la religión católica, esta inclusión en el currículo de una variante más o menos científicamente barnizada del catecismo venga obligada por el Concordato con la Santa Sede, de inequívoca raigambre franquista. ¿Por qué un Estado moderno debe organizar aspectos de su enseñanza según tratados firmados con otro Estado? ¿No sería pintoresco, por ejemplo, que un acuerdo firmado con Cuba nos obligara a redefinir nuestro ordenamiento sindical? Se trata de una cuestión de principio que afecta al sentido mismo de la enseñanza pública y que, por tanto, nada tiene que ver con el debido respeto a las creencias de cada cual garantizadas constitucionalmente. Tampoco depende de que se recojan más o menos firmas en apoyo del adoctrinamiento confesional, de igual modo que millones de firmas contra la libertad de culto religioso no serían democráticamente aceptables para abolirlo.
Hacer comprender tales principios debería ser precisamente una de las tareas de la imprescindible educación cívica de nuestros escolares. Y aquí precisamente llega la noticia del acuerdo más alarmante tomado por el Consejo Escolar, que no ha merecido titulares tan destacados ni comentarios editoriales tan acerbos como la decisión que atañe a la asignatura de religión. Según lo informado por la prensa, en algunos casos sólo de pasada, el consejo ha aprobado una enmienda propuesta por CC OO, a partir de la cual manifiesta su opinión contraria a la existencia de un área específica de educación para la ciudadanía (como propone el Ministerio de Educación) y establece que el tratamiento de los valores deberá llevarse a cabo de forma transversal en todos los niveles y etapas del proyecto educativo. A mi juicio, este dictamen -aprobado por una mayoría más amplia- es de mucha mayor trascendencia que el anteriormente comentado y, desde luego, merecedor de un debate de más serio calado. Sin embargo, salvo error por mi parte, ha pasado sin despertar polémica por nuestros medios de comunicación, tan voluntariosa y meritoriamente propensos a ella.
¿Qué es eso de una educación cívica «transversal» y no específicamente tematizada y argumentalmente reflexiva? Perdónenme lo tajante, pero es un cuento chino. Me temo que la medida supone diluir esta dimensión esencial de la formación democrática en atisbos inconcretos y comportamientos ejemplarizantes difuminados a través de la práctica escolar, al albur de la indudable buena voluntad de profesores no específicamente preparados para esa tarea y cuya principal preocupación es desarrollar con bien el programa que les corresponde en otras materias. Sin duda, que en la escuela reine un clima general de respeto y ahínco de los valores constitucionales es algo educativamente importante (y lógico, ¿no?) pero que en modo alguno sustituye la trasmisión concreta de su fundamento, desarrollo histórico e implicaciones actuales. La educación ciudadana no consiste en mostrar los comportamientos sociales adecuados -algo así como un «Manual de urbanidad para demócratas»-, sino en explicar y debatir las razones por las que deben ser precisamente ésos.
Establecer el temario de una asignatura de educación ciudadana o de un área en el currículo que la desarrolle no es tarea fácil y contraría las habituales pautas de la pereza suicida («todas las opiniones son igualmente respetables»), los prejuicios que conspiran contra cualquier diseño unitario del país que compartimos y el pánico a establecer criterios opuestos al sacrosanto «cada cual a su bola», que es, por el momento, la única fórmula aceptada contra la visión totalitaria e integrista de la sociedad. Planea ominosa sobre los educadores la sombra de la «Formación del Espíritu Nacional» franquista, tan aborrecida como acatadas son las formaciones de espíritus nacionales que se profesan en no pocas autonomías. Sin embargo, sólo mediante una educación cívica puede justificarse, por ejemplo, la exclusión del currículo escolar de la asignatura confesional de religión, que nada tiene que ver con la hostilidad hacia las creencias, sino con el papel de éstas en una comunidad democrática. Porque en ésta la religión no es algo meramente íntimo y secreto, sino que puede ser manifestada y reivindicada en el espacio público; pero se inscribe en tal espacio público a título privado, aceptando el pluralismo y su desvinculación del ordenamiento político neutralmente laico. También esa educación cívica puede servir para justificar racionalmente que sostener unos medios de comunicación públicos no es una falta de respeto al contribuyente, sino darle la oportunidad de que sea propietario, junto a los demás, de cadenas de televisión o radio como ésas que, según la iniciativa privada, sólo pueden poseer los plutócratas. En fin, cosas así… en las que consiste la democracia contemporánea.
Uno se pasa la vida oyendo diatribas, no muy bien argumentadas, contra el nocivo «individualismo» juvenil. Los mismos teólogos e ideólogos que las propalan son, por lo visto, contrarios a intentar remedios escolares que distingan la autonomía moral de las personas de la insolidaridad o la despreocupación por lo social que nos vincula. Como dijo hace tiempo Marcel Gauchet, «nuestros modos de educación y de escolarización, ciegamente, fabrican individuos cada vez más indiferentes a lo colectivo, y por tanto, a lo político. (…) La verdad de la pedagogía hoy es que tiende a fabricar ciudadanos incívicos». No veo que tal perspectiva preocupe radicalmente ni siquiera a quienes con mayor truculencia suelen deplorar sus efectos cotidianos.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Fernando Savater, EL PAÍS, 1/3/2005