El Gobierno ha hecho un cálculo erróneo de las propias fuerzas y olvidado lo difícil que es llevar un proceso de concesiones con media sociedad en contra. Hay que decir a socialistas y populares que analizar este último episodio en términos de victoria o derrota (del juez, del Gobierno, del fiscal, de los radicales o de ETA) es simplemente estúpido, añade un error a otro.
Que el proceso de paz en Euskadi iniciado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero iba a tener sus costes era algo evidente, por mucho que las frases ingeniosas de cuya invención presume Rubalcaba («la paz no tiene un coste político, pero la política puede ayudar a la paz») proclamasen lo contrario de cara a la galería. Sólo en las ensoñaciones utópicas es posible resolver los problemas sin costes, y sólo en las aturdidas ilusiones del ciudadano bienpensante cabe pensar que la convivencia democrática es gratis. Que ETA desaparezca y que Batasuna vuelva al universo de la política normalizada en un proceso como el iniciado son logros que exigen contrapartidas (llamémosles piadosamente ‘ayudas’) por parte del sistema democrático. No se trata, entonces, de discutir sobre este hecho obvio, sino de poner un poco de prudencia inteligente en el cómo, cuándo y quién abona esas contrapartidas. Y es en este punto donde, visto lo sucedido estos últimos días con la asamblea-congreso de Batasuna, podemos decir: empezamos muy mal.
Una primera constatación: lo que se disputaba en torno a la convocatoria de la reunión pública multitudinaria era una cuestión de pura imagen, para nada sustantiva o estructural. El objetivo de los extremistas no era efectuar en ella un cambio de rumbo político (para eso no precisan de un acto así), sino exteriorizar una imagen de prepotencia triunfante: estamos aquí y podemos hacer lo que hacemos, porque de alguna forma hemos ganado ya el proceso de paz. Se trata de construir imágenes simbólicas que den un determinado sentido al proceso, que lo interpreten como una victoria del radicalismo. Porque tan importante como el contenido y resultado tangible es la forma en que se construya el proceso en el imaginario social.
Pues bien, en esa primera batalla por la imagen se detecta una preocupante insuficiencia analítica por parte de los líderes radicales, un cierto apresuramiento poco meditado. Un acto como el que pretendían era un paso a todas luces excesivo, era tanto como tratar de imponer a la sociedad un coste exorbitante a cambio de nada tangible. Otegi y sus compañeros se han precipitado en sus pasos, lo cual es muy preocupante de cara al futuro del proceso porque revela serios errores de cálculo. Con sus urgencias y su desmesura han provocado un retraso judicial de cualquier posibilidad de legalización de su organización y han puesto en serias dificultades a su único interlocutor válido, que es el Gobierno español. Más aún: ¿han leído las referencias que de pasada hace el auto judicial a las diligencias iniciadas contra los comunistas de las tierras vascas y que auguran su ilegalización en vía penal? Naturalmente, ahora harán de la necesidad virtud y clamarán por la necesidad de que los socialistas se emancipen de los populares. Pero eso no es sino un recurso dialéctico para ocultar un error de cálculo: no podían seriamente esperar que el Gobierno se emancipase, no ya de los populares, sino de la mitad de la sociedad española, ni que el Estado (que es mucho más que el Gobierno) pusiese entre paréntesis su propia legalidad.
Lo que nos lleva a las insuficiencias demostradas por el otro actor de este chusco episodio, es decir, el Gobierno socialista. Para éste, el problema esencial ha nacido de su decisión de afrontar él solo, aun en contra de los populares, un proceso de paz. Las cesiones son difíciles en todo caso, pero cuando son la entera sociedad civil y sus políticos los que de manera cómplice las deciden y avalan, resultan asumibles sin traumas excesivos. Pero cuando es sólo un sector de esa sociedad y clase política el que las intenta, por mucho que ocupe el Gobierno, resulta muy difícil hacerlas operativas sin desgarros importantes tanto del principio de legalidad como de la confianza ciudadana en la democracia. Lo demuestra el torpe proceder del Ejecutivo socialista en este caso.
En efecto, el Gobierno ha intentado disimular su propio comportamiento permisivo con una caterva de sonrojantes argumentos leguleyos. No se ha atrevido a asumir con gallardía su propia decisión por los costes electorales y de imagen prohibitivos que ello supondría, y ha preferido practicar el pensamiento flácido y el decir borroso, intentando escurrir el bulto de su propia responsabilidad como Gobierno. Hemos llegado a oír afirmación tan peregrina como que el orden público no es cuestión del Gobierno sino de los jueces, que las leyes aprobadas ayer son muy restrictivas hoy, que la interpretación puede convertirlas en plastilina. Intentando salvar la cara, el Gobierno socialista arriesga perjudicar gravemente el Estado de Derecho, al tiempo que dejar desconcertada y desarmada a buena parte de la opinión pública española (y desde luego a la vasca no nacionalista, aunque ésta sea cada vez más reducida). Y es que no basta con que el designio final (lograr la paz en un proceso de diálogo) sea noble, incluso que sea acertado, sino que es necesario que los modos de implementarlo no sean más dañinos para la democracia que el mismo mal que se pretende superar.
Mal hemos empezado, repito. Ambos actores han equivocado gravemente su estrategia. Por un lado, desmesura y apresuramiento, triunfalismo barato y exceso de chuleo a la sociedad (¿a qué viene lo de Esculapio?). Por otro, cálculo erróneo de las propias fuerzas y voluntarioso olvido de lo difícil que es llevar a cabo un proceso de concesiones con media sociedad en contra. Consecuencia: parón y retroceso. ¿Aprenderán de los errores cometidos? Es más que dudoso. No me siento capaz de dar consejos a los extremistas, así que ni lo intento. A socialistas y populares (y a los medios de opinión que han decidido militar descaradamente en su mismo sectarismo) les deberíamos decir los ciudadanos que es estéril y dañino no ponerse de acuerdo en materia tan sensible. Que la pólvora que con tanta alegría gastan en andanadas contra sus respectivas líneas de flotación la pagamos todos nosotros, y que el único buque que recibe los cañonazos es el de la sociedad civil y nuestra democracia. Que analizar este episodio en términos de victoria o derrota (del juez, del Gobierno, del fiscal, de los radicales o de ETA) es simplemente estúpido, porque no es sino añadir un error a otro.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 20/1/2006