Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 6/10/12
La guerra de 1870 entre Francia y Alemania, que terminó integrando Alsacia-Lorena en el país de Bismarck, provocó también una pugna intelectual entre los que justificaban la anexión y los que denunciaban con pasión la ilicitud de la misma, franceses y alemanes perfectamente alineados con sus respectivas causas. Los primeros esgrimían la voluntad de los habitantes de la región causa del litigio, los germanos alegaban la historia y la lengua como justificación de sus reivindicaciones. Unos, el acuerdo roto por la guerra, los otros el pasado; los franceses el sentimiento de la población, los alemanes una especie de derecho natural, arraigado en lo más profundo de sus orígenes. Los dos defendían sus intereses, pero mientras los franceses alegaban el derecho positivo como última expresión de la voluntad de los ciudadanos alsacianos, sus adversarios blandían un espíritu de nación que consideraban imperecedero e ineluctable; los franceses en el contrato, producto siempre artificial de la razón, los alemanes en el espíritu siempre inaprensible de la nación germana.
El jefe del Gobierno autonómico catalán, dos años después de aprobarse un estatuto nuevo que contó con su entusiasta apoyo, ha iniciado, aunque de manera confusa y medrosa, un camino hacia la secesión, planteándonos a quienes no pensamos como él en Cataluña y en el resto de España, unos debates extemporáneos que debemos encarar inevitablemente. Al enfrentarnos a la secesión nos plantea, probablemente sin quererlo, cuestiones de fundamental importancia: Nosotros, los que estamos en contra de su posición, ¿consideramos que España es una nación? ¿En qué nos basamos para mantener nuestra creencia? Y si consideramos que efectivamente España es una nación, ¿existe otro modelo de organizarnos, que sin suponer una afrenta para el resto de los españoles, otorgue una mayor satisfacción a los nacionalistas catalanes y vascos? Tampoco sería menor la importancia de saber hasta qué punto y cómo, desde la política y el derecho, estamos dispuestos a defender la nación española. Siendo estas interrogantes de naturaleza vital para nosotros, el modo y las maneras de proceder de Mas nos plantea una previa, que parece procesal, pero que afecta directamente a la percepción que tenemos todos sobre la democracia.
Artur Mas, como todos los nacionalistas, encuentra sus orígenes en el romanticismo político y tiene una visión de la democracia rousseauniana, prevalece en ellos el espíritu de pequeño salvaje, en el que las normas, el derecho están supeditados a una voluntad previa e incontrolable por la razón. Así el presidente catalán amenaza, -con ese tono cansino y solemne, que nunca presagia nada bueno, pues es la expresión de una estulticia supina o el anuncio de noticias indeseadas- con llevar adelante su pretensión visionaria, con la pasión de los que se caen del caballo, con arreglo a las leyes o de espaldas a las mismas, según convenga, atrincherándose para ello en la voluntad de los catalanes que él ve cabalmente representada en la manifestación independentista convocada el pasado 11 septiembre. Porque ha reducido la sociedad catalana, tan rica, tan plural y con conflictos variados, al pueblo que le sigue y más concretamente a quienes acudieron a la manifestación impulsada por todos los resortes institucionales del Gobierno autonómico. Así suele ser, los gobiernos de estas características no se sonrojan cuando convocan manifestaciones en apoyo de sus tesis.
Sin embargo, las democracias occidentales, sean las anglosajonas o las continentales, se basan en la libertad individual, alejada de los pueblos en marcha hacia ninguna parte, y en el respeto a la ley. No hay democracia sin normas, sin leyes, y éstas no se ven como una amenaza, sino como la defensa y cauce de los derechos individuales y colectivos de los ciudadanos. Desde esa premisa indiscutible en las democracias representativas, se define un comportamiento al que repugna que los gobiernos impulsen manifestaciones, práctica habitual en los Estados autoritarios. En España tenemos el triste recuerdo de la plaza de Oriente. Los gobernantes democráticos no confunden las reivindicaciones de una huelga o de una manifestación con los intereses generales y se sienten más a gusto cuando se habla de los retos de la sociedad que invocando los deseos de un pueblo en marcha.
Nicolás Redondo, presidente de la Fundación para la Libertad.
Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 6/10/12