Alfredo Tamayo, 4/5/07
Intervención de Alfredo Tamayo al recibir el Premio José Luis López de Lacalle 2007, que otorga la Fundación del mismo nombre, el 4 de mayo en San Sebastián.
Amigos y amigas, mi intervención va a ser breve y comprenderá tres puntos:
1° Una acción de gracias a la Fundación López de Lacalle, a su esposa a su familia.
Cuando me llamó Ignacio Latierro por teléfono proponiéndome el premio, no dude un solo momento en aceptarlo. Esta distinción me resulta en extremo gratificante. Me hace mayor ilusión que si hubiera recibido hipotéticamente el premio Cervantes o la gran cruz de Alfonso X el Sabio. Sencillamente porque el premio procede de una asociación de victimas del terrorismo con quienes me siento cada vez mas identificado.
2° El segundo punto es una confesión.
En los días ya lejanos del régimen de Franco no dudé en ponerme del lado de aquellos que sufrían mengua en sus derechos civiles (libertad de opinión, de asociación) y en sus derechos sociales (libre sindicación, derecho de huelga). Y acepté las consecuencias de mi actitud: llamamiento a comisaría, privación de pasaporte, multa, enfado del obispo y alguna amenaza de muerte. No me arrepiento de ninguna forma de haberme puesto del lado de aquellos a quienes no les eran reconocidos sus derechos y libertades.
Pero esta actitud traía consigo una inercia maligna, a saber: una vergonzosa tibieza frente a la primera criminalidad etarra. Olvidamos entonces en alguna forma aquello de que matar a un hombre es antes que nada matar a un hombre y no defender una causa. El recuerdo de ello me produce pesar y sonrojo. Y me siento obligado a pedir perdón.
Pronto sobrevino en mi, sin embargo, una progresiva toma de conciencia de la intolerabilidad del crimen, una ruptura creciente con cualquier insensibilidad, una dinámica de proximidad y de hermandad con las victimas del terror etarra. Me siento inmensamente satisfecho de mi conversión y de seguir teniendo abiertos los ojos y el corazón a la terrible realidad de nuestro país de cientos de asesinados, extorsionados, amenazados, obligados a llevar escolta, a la dolorosa realidad de aquellos que tienen para siempre rotas sus vidas.
Y soy consciente de ser, junto con un puñado de colegas, una «rara avis» en el conjunto del clero vasco, en especial del guipuzcoano, en una buena parte insensible, mudo, indiferente frente a las victimas. Me duele que un lehendakari haya sido capaz de formular una petición de perdón y que cientos de miembros del clero, de religiosos y religiosas de nuestra diócesis no hayan sido hasta hoy capaces de firmar un documento en el que dejen constancia de su arrepentimiento por su silencio y su frialdad frente a las victimas de la criminalidad etarra. Y, en cambio, hayan clamado por los presos etarras y sus familias y por los supuestos agravios inferidos al euskera. Una muestra más de la degradación moral en que está sumido ya desde hace años este nuestro país. Como lo es que existan grandes sectores de la población para los cuales todavía criminales múltiples y empedernidos gozan de consideración, si es que no son recibidos como héroes al regresar a sus pueblos. Nada urge más en este país enfermo que una reparación de su tejido moral gravemente deteriorado.
3° El tercero y ultimo punto lo constituyen unas palabras de despedida que dediqué a José Luis López de Lacalle en las páginas de EL DIARIO VASCO, días después de su asesinato.
¡Adiós, buen José Luis!
No pensaba yo que ibas a ser acribillado a balazos ante el portal de tu propia casa en un domingo IIuvioso, pocos días después de que, al entrar a oír una conferencia mía sobre la presencia de Federico Nietzsche en Miguel de Unamuno, yo te preguntara si te guardabas bien de tus enemigos y tú me respondieras que así lo hacías. Me resultaba increíble tu muerte, aunque en esta triste tierra nuestra hoy todo es creíble. Estuve en tu funeral en la iglesia de San Martín de tu pueblo de Andoain. Me emocionaron el órgano y sobre todo el canto multitudinario del pueblo, y tú allí de cuerpo presente. Tuviste una despedida amplia y hermosa, digna de ti, no la despedida de trámite que por desgracia han tenido aquí otras víctimas del terrorismo, funerales rápidos y de mero cumplimiento.
Al salir de la iglesia marchamos en manifestación hasta tu casa y celebramos tu despedida con un aplauso ferviente y prolongado. En medio del dolor y del absurdo de tu muerte, esto resultaba reconfortante y era difícil contener las lágrimas. No sé si contabas con un posible o probable final asesino a manos de los únicos que se arrogan la demasía de decretar y ejecutar la pena de muerte en España contra toda justicia. No se si medías la vesanía de aquellos que repiten la consigna de un fascista de los años treinta: «Las urnas están para romperlas», la paranoia de los que en vez de romperlas prefieren ignorarlas y romper las urnas sagradas que son las vidas de aquellos que se niegan a doblar la rodilla ante su descomunal pretensión totalitaria. Tu cabeza y tu pecho rotos sobre el asfalto en esa mañana del domingo me sume en profunda tristeza.
Tú eras ante todo un hombre cabal y bueno, un hombre que creía en los grandes ideales de justicia y libertad de un socialismo de rostro humano. Tú combatías por ellos con las armas del espíritu desde las filas del sindicato y del partido. Tú hacías tuya fa frase de Albert Camus: «Nos rebelamos, luego existimos». Te has ido, te han hecho marchar, has muerto, como decía Bartolomé de las Casas de los indios, antes de tiempo.
Yo no sé si eras creyente. La verdad es que eso es a veces algo difícil de saber. Hay los que parecen creyentes y no lo son, y los que no lo parecen y lo son. Abrigo la esperanza de que como buen socialista que combatió hasta la muerte por la libertad y la justicia hayas sido acogido en el misterio calido de Dios. ¡Adiós, buen José Luis!
Alfredo Tamayo, 4/5/07