La imprescindible regeneración democrática y ética que necesita la sociedad vasca debe partir, de nuevo, de Gernika, como símbolo de reconciliación y consenso. Si la clase dirigente nacionalista no quiere hacerlo, hagámoslo los demás. Recuperemos la movilización de la sociedad civil, infundamos moral a las víctimas y moralicemos a la sociedad vasca.
Gernika es una referencia histórica y simbólica para todos los vascos, aunque no sólo para nosotros. También lo es para todos los españoles y para muchos demócratas de todo el mundo. Y esto, por muy diversas razones que la memoria histórica ha ido sedimentando sobre este solar vasco: centro de la forma política del señorío estamental de la sociedad tradicional, receptáculo de los privilegios de la foralidad o símbolo de la resistencia y el martirio de los demócratas por la barbarie totalitaria, que el gran Picasso inmortalizaría para la historia por encargo de la II República. Muy particularmente, es el lugar de celebración y conmemoración de todo lo relacionado con el autogobierno vasco y, más recientemente, de la pelea universal por una humanidad en paz. Autogobierno y reconciliación son, precisamente, los pilares fundamentales del binomio sobre el que se tejió hace un cuarto de siglo la actual ley fundamental vasca, el Estatuto de Autonomía de Euskadi, que lleva su nombre y que dio a luz a la ciudadanía vasca democrática por primera vez en la historia. Autogobierno y reconciliación en una sociedad democráticamente constituida y dispuesta a liquidar todos sus contenciosos y fracturas históricas. Nacido del pacto constitucional, el Estatuto de Gernika proyectaba hacia el futuro un consenso basado en la garantía de los derechos fundamentales, la igualdad de todos ante la ley, el respeto y la valoración del pluralismo democrático como una riqueza constitutiva y no accidental, el derecho a la diferencia, la garantía de la pluralidad nacional y el autogobierno territorial, la búsqueda de la cohesión social y nacional y, finalmente, la lealtad a las reglas constitucionales del juego democrático, entre las que destaca, como ninguna, el consenso como método de revisión constitucional y estatutaria del pacto fundacional. Hace ya un cuarto de siglo que Constitución y Estatuto, conjuntamente e indisolublemente unidos, nos han constituido y aglutinado a los vascos como una sociedad democrática. Ha sido el periodo más largo de estabilidad democrática que ha vivido la sociedad vasca, a pesar de las limitaciones impuestas por la lacra de la violencia nacionalista. El camino no lo ha sido de rosas, pero los resultados positivos son evidentes, salvo para quienes han sido sus mayores beneficiarios y administradores casi únicos: la clase dirigente nacionalista, obcecada ideológicamente y moralmente corrompida. Es posible el desengaño y que, en realidad, nos hayamos cegado en un espejismo.
Que el camino no ha sido y no está siendo de rosas lo proclaman los casi ochocientos muertos, los miles de heridos, secuestrados, extorsionados, exiliados o «emigrados», perseguidos, linchados, mermados en sus oportunidades, expectativas y libertades o la mitad, al menos, de los dos millones de vascos que no se sienten libres para expresarse políticamente o, simplemente, tienen miedo y lo dicen… Frente a esta realidad dramática, que no ha sido causada por ninguna opresión o agente externo o extraño a la propia sociedad vasca, sino por la versión terrorista y totalitaria del nacionalismo, nos encontramos con una sociedad mayoritariamente satisfecha. Satisfacción derivada, sobre todo, de un bienestar material, en parte producido por la laboriosidad de una sociedad desarrollada, pero también por los rendimientos evidentes de un autogobierno financiado privilegiadamente. Llama la atención, y hasta debería escandalizar, que tal sensación de sociedad satisfecha pueda ser compatible con tanto drama individual y colectivo. Podríamos hablar de un bienestar material compensatorio, tanto del estrés político de la victimización como de la miseria moral de quienes no se sienten o tratan de evitar convertirse en víctimas potenciales. El escándalo, el cinismo y la perversión son antológicos cuando miramos, escuchamos y sufrimos a la clase política nacionalista, que es quien controla las instituciones de la sociedad vasca. La misma clase, beneficiaria neta del autogobierno, es la que lo deslegitima irresponsablemente al dar por muerto el Estatuto, sobre el que se asienta, paradójicamente, la legitimidad de su poder, reniega del pluralismo democrático de la sociedad vasca al excluir por «extraños» (o peor aún, «enemigos»), de acuerdo con los terroristas, a los representantes de, al menos, la mitad de los vascos, se niega a concertarse e implicarse de verdad en la eliminación de los violentos y totalitarios (¡qué espectáculo nos han dado cuestionando aspectos periféricos de la gran operación contra ETA de hace unos días, sin que se les cayera la cara de vergüenza!) y tratan de convencernos de la legitimidad de los eventuales apoyos parlamentarios de los, como mínimo, «amigos» de los causantes de tanto desastre. O, a lo mejor, resulta que el «desastre» no es tal en su cuenta de resultados y responde también al «estado de necesidad» o, simplemente, al mal «menor». La misma clase que «administra» hegemónicamente esta democracia del miedo y que tiene la desfachatez de cuestionar y deslegitimar la calidad o, incluso, la propia democraticidad de la democracia española. A esta misma clase tampoco se le cae la cara de vergüenza al rasgarse las vestiduras por los discutibles y, en todo caso, menores «incumplimientos» estatutarios, sin reparar en el olvido y la injusticia que ha practicado y practica con las víctimas de su ideología. Para ellos, lo primero es suficiente para deslegitimar todo lo conseguido y romper el pacto fundacional, pero lo segundo que, en sí mismo, deslegitimaría toda su trayectoria política, simplemente se obvia. Esta asimetría argumental da la medida exacta de la catadura moral y política de estos administradores de la comunidad, borrachos de poder e ideología etnicista. ¿Con unos dirigentes así qué podemos esperar y exigir a los ciudadanos que les siguen o les apoyan?
Todas nuestras comunidades autónomas tienen un día y un lugar de celebración colectiva de su identidad territorial y de su autogobierno. Sin embargo, los vascos, que nos contamos, y con razón para ello, entre los más satisfechos de los españoles de cualquier rincón de la nación, no lo tenemos y no podemos celebrarlo, simplemente porque los nacionalistas no han querido hacerlo nunca. No es que se nieguen a hacerlo ahora para expresar su denuncia y su protesta por lo que ellos llaman incumplimientos. Por cierto, no tienen reparos en instrumentalizar Gernika para celebrar sus lecturas particulares de la historia vasca, como no los han tenido hace algunas semanas para manipular la memoria del primer Gobierno de Aguirre, sin percatarse, o quizá buscándolo, en que podrían herir la inteligencia y la sensibilidad de una parte importante de la sociedad vasca. Ahora, descalifican y se mofan de socialistas y populares, simplemente por insistir de nuevo en la necesidad simbólica y pedagógica de tal celebración. ¿Qué podremos esperar de las nuevas generaciones de vascos que ya nacieron en el autogobierno? ¿Cómo se lo explicamos? Socialistas y populares son, precisamente, quienes mejor representan la realidad y la sensibilidad de los miles de víctimas de la violencia y el etnicismo nacionalista y son sus bases, paradójicamente, las más satisfechas con nuestra democracia y nuestro autogobierno. ¿Qué pasaría un día si esos miles de víctimas se hartasen de tanta injusticia y dejasen de confiar en la reparación democrática de su sufrimiento, cayendo en la desesperanza? ¿No se estará abonando el terreno para ello? Es probable que, por razones exactamente contrapuestas, el nacionalismo tenga razón y no estemos para celebraciones. Es probable que tengamos que evaluar negativamente el uso (o abuso) que el nacionalismo gobernante ha hecho de las cesiones y el caudal de confianza de la mayoría autonomista del país y de la generosidad de todos los españoles, representados por los sucesivos gobiernos. ¿Por qué dar por supuesto que lo conseguido no es reversible? Nos dicen, ahora, que su adhesión al pacto de entonces fue un acto forzado por la amenaza de involución de los poderes fácticos del antiguo régimen y, poco menos que, ilegítimo de raíz, por lo que se sienten libres y plenamente legitimados para romper el compromiso adoptado en su día por todas las fuerzas democráticas y representativas de la sociedad vasca. Sin embargo, no mencionan, dolosamente, el impacto de la violencia en el devenir institucional y en la voluntad política de los vascos durante estos últimos veinticinco años. Todos nos podríamos sentir liberados de dar por consolidados los privilegios de entonces, a la vista del uso desleal que el nacionalismo ha hecho de los mismos desde una posición que ha devenido claramente ventajista e injusta. Por eso, su método de revisión del pacto, claramente autoritario y excluyente, no tiene nada que ver con las exigencias democráticas del consenso debido y de la deliberación democrática sin trucos. Sin verdad no habrá justicia y sin justicia no habrá reconciliación. La sociedad vasca, para poder disfrutar de un futuro democrático en paz y estabilidad, necesita verdad y justicia, que es, precisamente, lo que el nacionalismo gobernante ha demostrado ser incapaz de darle.
La imprescindible regeneración democrática y ética que necesita la sociedad vasca debe partir, de nuevo, de Gernika, como símbolo de reconciliación y consenso. Sin reandar el camino del consenso la sociedad vasca no tiene futuro o, de otro modo, su futuro será de división, injusticia y quién sabe si cosas peores. Ya sabemos que la clase dirigente nacionalista no quiere hacerlo, pues hagámoslo los demás, los que todavía confiamos en un futuro democrático para Euskadi. Recuperemos la movilización de la sociedad civil, infundamos moral a las víctimas y moralicemos a la sociedad vasca de todas las maneras posibles. En los últimos años hemos demostrado que podemos y sabemos hacerlo. Hagámoslo en positivo para poner más en evidencia, si cabe, la bajeza moral del nacionalismo gobernante. El día 28 de octubre se cumplen los veinticinco años del referéndum en que la inmensa mayoría de los vascos ratificamos el consenso estatutario alcanzado por todas las fuerzas democráticas y sellado en Gernika. De aquel acto y de su espíritu fundacional tenemos mucho que reafirmar y mucho por ganar. No dejemos que, después de quedarse con la cartera, nos quiten la dignidad. Volvamos a Gernika y recuperemos su nervio democrático y de reconciliación.
Francisco J. Llera Ramo es catedrático de Ciencia Política, director del Euskobarómetro de la UPV y autor de Los vascos y la política.
Francisco J. Llera, EL PAÍS, 25/10/2004