En los últimos veinte años la sociedad vasca ha perdido el 10% de su población. Este artículo analiza sus causas.
En los últimos veinte años la sociedad vasca rompe una tendencia secular, pasando de ser un polo de atracción demográfica a una sociedad de emigrantes. Quiere esto decir que sus seculares saldos migratorios positivos se han convertido en negativos en estas dos últimas décadas. Además, los migrantes de una y otra época han cambiado de forma significativa su perfil sociodemográfico. A los jóvenes trabajadores industriales procedentes de las regiones agrícolas españolas les han sucedido ahora los inmigrantes jóvenes, procedentes, sobre todo, de allende los mares, ya sea de América o de África. Los nuevos inmigrantes, sin embargo, no pueden compensar los contingentes de ciudadanos vascos que en estos años de autogobierno, como en los siglos pasados, han iniciado la aventura de la emigración y el exilio. Éstos también han cambiado significativamente el perfil tradicional de nuestros emigrantes. Los 200.000 que, según las estadísticas públicas de movimiento natural de la población, lo han hecho en estos años suponen, nada más y nada menos, que alrededor de un 10% de la población total de las tres provincias de la Comunidad Autónoma de Euskadi. Aunque entre ellos haya emigrantes jubilados que retornan a sus lugares de origen, no son éstos precisamente los que caracterizan sociodemográficamente a tal contingente, cuyo perfil, sin embargo, viene definido por su juventud y su mayor nivel cultural y de preparación profesional.
Llama la atención que nadie se haya parado a pensar en este dato hasta la fecha y que nuestras autoridades, sin embargo, hayan hecho alarde de la mejora de todos los ratios per cápita habidos y por haber (renta, gasto público, tasas de actividad y empleo, etcétera.). Ha bastado con adelgazar el denominador y nos hemos quedado tan satisfechos. Al fin y al cabo, han aliviado nuestras cuentas. Sin embargo, este dato no puede pasar desapercibido políticamente y hay que incluirlo y evaluarlo en nuestras cuentas, exigiendo responsabilidades a quienes las han detentado desde el Gobierno autónomo y sin solución de continuidad hasta la fecha. En efecto, hay emigrantes que retornan tras acabar su vida laboral, hay jubilados que van a buscar mejor clima para su salud y sus últimos años de vida, hay, sobre todo, jóvenes preparados que han tenido que salir a buscar un empleo y unas oportunidades que aquí no encontraban y hay, en fin, otro contingente de enseñantes, empresarios, empleados públicos, periodistas, médicos, ejecutivos, profesionales de todo tipo o simples ciudadanos, que se han visto obligados a un exilio forzado por la persecución violenta, el acoso etnicista, el agobio profesional de un nacionalismo excluyente y estrecho o la pérdida de expectativas ante un futuro que se han percibido como, progresivamente, incierto, si no imposible. No es fácil saber en este momento cuántos son unos y otros, entre otras razones porque nadie se ha molestado en cuantificarlos, a pesar de que no sea una tarea imposible técnicamente. Lo que sí sabemos desde hace algunos años, gracias a nuestro Euskobarómetro, es que hay otro persistente 10% que está dispuesto a seguir sus pasos si les ofrecen, o encuentran, cuando menos las mismas condiciones de vida y empleo, movidos, mayormente, por las circunstancias políticas. Sabemos también que éstos son, sobre todo, jóvenes bien preparados, inmigrantes o sus hijos y que no se identifican con el nacionalismo. Por lo tanto, la sangría continúa y tiene, sobre todo, un color y una causa.
Si la movilidad demográfica no es mala per se e, incluso, puede ser considerada saludable en determinadas circunstancias, su caracterización y el diagnóstico de sus razones y consecuencias es un asunto de política pública de primer orden. Esto afecta de modo muy especial a una situación como la vasca, en la que este dato, cuando menos, hay que considerarlo como una sangría demográfica. Si en esta sangría se dan, además, circunstancias sangrientas, persecución política, autoexilio o simple inseguridad por la percepción de un futuro político incierto o un ambiente que para algunos se ha podido hacer progresivamente irrespirable, no hace falta que éstas hayan sido las motivaciones mayoritarias de los emigrantes para caracterizar la sangría como políticamente grave. ¿Quién no conoce ejemplos de éstos? ¿Quién no se ha encontrado en cualquier rincón de España o del mundo alguien con alguna de estas motivaciones? ¡Cuánta tragedia humana y familiar! Bastaría con un caso o con un puñado de casos para considerarlo ética y políticamente intolerable en una sociedad que se llama democrática y, sobre todo, cuyas autoridades alardean de una más que dudosa ‘superioridad’, nada menos que en su calidad de vida. El problema, además, es que son muchos casos, y la mayor parte de ellos, absolutamente anónimos para el gran público. Porque, por si fuera poco, tales circunstancias les obligan a un anonimato doblemente victimizador. Tienen que sufrir en silencio su peripecia vital por miedo, por estigma, o, simplemente, por sanidad mental, para olvidarse de su sufrimiento.
Es posible que no sepan que son víctimas de una injusticia y es seguro que la sociedad que han dejado atrás, en medio de su perversión mayoritaria, tampoco tiene interés en asumir su responsabilidad en tal sangría humana y ética. Basta ver la mofa y la befa, cargada de odio y resentimiento, con la que algunos desalmados líderes nacionalistas vascos despachan este asunto y la gracia que les hace a sus seguidores más cerriles. Por si fuera poco, se permiten el lujo de disfrazar cada día su perversión ideológica y ética de un victimismo indecente. ¿No es esto nazismo cultural? Todo ello tiene una misma causa y una misma responsabilidad política. La causa es la violencia y el miedo generados por los violentos y su red subcultural; la responsabilidad política es la de quienes, en distinta medida e intensidad, sustentan o instrumentalizan el fundamentalismo etnicista o cualquier forma o derivación del exclusivismo nacionalista. La consecuencia es, obviamente, la limpieza étnico-ideológica de quienes se tienen que ir porque no pueden soportar más o de aquellos otros que, en su exilio interior, son víctimas de la espiral del silencio para prevenir supuestos males mayores, siempre generados por los mismos contra los mismos. Éstos no sólo están legitimados para protestar por su doble victimización, sino que haciéndolo contribuyen a liberar a nuestra sociedad de una alienación política y ética insoportable para una sociedad que se dice civilizada y democrática. ¿Puede tolerarse tal sangría etnicista en la Unión Europea del siglo veintiuno.
Francisco José Llera, EL PAÍS, 7/11/2002