La única diferencia de la masacre del 11-M con otras anteriores cometidas por ETA radica en el número de víctimas conseguido. Esta masacre no sorprende gran cosa a quienes están al corriente de lo que es ETA. Entre estos últimos no parece contarse Ibarretxe, cuya protesta de que semejantes asesinos no pueden ser vascos revela una manera de pensar particularmente siniestra.
La propensión a subestimar el terrorismo como problema político y cultural es mucho más corriente de lo que algunos están dispuestos a reconocer, y esa subestimación concede a los terroristas resquicios de confianza e impunidad que acaban pagando sus víctimas. No son pocos los que piensan que tratar con ETA no es muy diferente a tratar con un club violento pero básicamente honrado, con el que se pueden cerrar acuerdos provechosos para ambas partes. Terroristas a exterminar son los islámicos, lo demás son «grupos violentos» con los que se puede y debe dialogar. La confusión de la CNN y de la BBC durante la tarde y noche del día 11 reflejaba perfectamente esa ceguera que mal puede llamarse «punto de vista». Dudaban de la responsabilidad etarra y preferían la autoría islámica porque eso resulta más congruente con su identificación de ETA como un «basque separatist group» -violento, pero no terrorista en sentido estricto-, y con la tendencia anglosajona a inflar la amenaza islámica prevista en el modelo conocido como «choque de civilizaciones».
Si la usual incomprensión de lo que significa ETA es tan inadmisible como fácil de comprender cuando asoma en medios de comunicación extranjeros, la cosa toma otro cariz cuando aparece en España. Solamente una mezcla variable de ignorancia o estupidez y mala fe puede justificar que se prefiera a priori la hipótesis islámica frente a la autoría de ETA en la matanza de Madrid. El triple atentado lleva la firma de ETA en el momento y la ciudad elegida, en el modus operandi general y, sobre todo, en los numerosos precedentes de acciones o intentos semejantes, alguno de ellos, por cierto, nunca reivindicados, como la matanza de la Calle del Correo de 1974 o sólo tardía y torticeramente reconocidos, como la de Hipercor. Por si fuera poco, ETA ha contado con tiempo de sobra para un desmentido tajante de su responsabilidad por los medios habituales, y no lo ha hecho.
Anteponer a todo esto la folletinesca aparición de una furgoneta robada con un casette islámico -francamente, sólo faltaba el turbante de Bin Laden- o la veloz reivindicación de dos grupos islamistas diferentes en un periódico islámico de Londres es, cuando menos, una interpretación contra la ley de la probabilidad. Como lo es pretender que ETA no es la autora del crimen porque, de haber querido cometerlo, lo habría hecho mucho antes, como ha proclamado Arnaldo Otegi, ese peculiar altavoz de una banda con la que dice no tener nada que ver aunque le susurra todos sus secretos. Cuando ETA quiera, si llega a querer, el portavoz autorizado de los matarifes explicará sus razones -perfectamente previsibles- para asesinar sin previo aviso a doscientos españoles y asimilados.
La única diferencia de la masacre del 11-M con otras anteriores cometidas por ETA radica en el número de víctimas conseguido. También parece que hay una nueva marca de explosivos, pero parece tonto negar a la banda la capacidad de innovar sus arsenales. Esta masacre no sorprende gran cosa, aunque estremece, a quienes están al corriente de lo que es y persigue ETA. Entre estos últimos no parece contarse el lehendakari Ibarretxe, cuya protesta de que semejantes asesinos no pueden ser vascos revela una manera de pensar particularmente siniestra. Primero, porque mira el crimen por el prisma del nacionalismo étnico, estimando que ningún vasco puede cometer unos crímenes que ETA, plenamente vasca cuando el PNV y EA pactaron en secreto con ella, ha cometido o intentado varias veces. Y segundo, porque degrada a otras víctimas de anteriores salvajadas que, por lo visto, sí que murieron a manos de vascos auténticos con mejores intenciones que éstos.
La hipótesis islámica resulta una bendición inesperada en ciertas especulaciones electorales. Suponiendo que un número suficiente de electores fueran poco más que un conjunto de esclavos de emociones elementales orientadas por la propaganda, su voto podría cambiar en función de la firma atribuida a las bombas. Así, de ser la carnicería obra de ETA, podía beneficiar al partido del gobierno, mientras que la autoría islamista ayudaría a la oposición. En el último caso, los partidarios de Zapatero redoblarían la denuncia contra Aznar por implicarnos en la guerra de Irak, convertida en causa última de la matanza aunque eso signifique, de paso, admitir que el Irak de Sadam y el terrorismo islámico mantenían algún vínculo funcional.
Algunos dicen que el terrorismo es un fenómeno incomprensible y por tanto ajeno a cualquier previsión y explicación lógica, pero lo usan como un instrumento arrojadizo contra sus adversarios políticos, degradados al rango de enemigos irreconciliables. La idea es que el gobierno incita a los locos a cometer locuras, por ejemplo invadiendo Irak o acosando al pobre nacionalismo vasco. Metidos en el dominio de la sospecha paranoica, todo lo que se haga o deje de hacerse queda contaminado por la atribución de intenciones espurias. Es sospechoso tanto que se detenga a los terroristas como que no se consiga detenerlos; se insinúa que jueces y policías actúan a las órdenes del gobierno; se sugiere que personas y grupos perseguidos por ETA inventan un enemigo de papel para vivir del cuento y explotar (crucemos los dedos para que no sea literalmente) una celebridad inmerecida. El artículo de Juan Luis Cebrián publicado en «El País» del 12 de marzo ofrece un acabado ejemplo de esta siembra de la sospecha, denunciando a quienes «han convertido el terrorismo y sus secuelas (sic) en campo de batalla e instrumento a utilizar en la liza por el poder o el protagonismo social». Aunque, como si ello se siguiera de lo anterior, el autor acaba llamando a votar el domingo para cambiar el gobierno actual, oscuro culpable de lo sucedido.
En un Estado democrático es sencillamente imposible impedir todos los intentos de atentado, ni siquiera esta matanza. Si un grupo con medios se empeña, acabará por conseguirla si insiste lo suficiente. Porque dejar en un tren unas mochilas explosivas y hacer mutis es mucho más sencillo que pegar un tiro en la nuca a una persona avisada y protegida. Lo casi milagroso es que esta clase de atentados salvajes se hayan frustrado tantas veces sucesivas. Es verdad que no cabe descartar ninguna autoría distinta a la de ETA hasta que no se detenga a los autores o se acumulen pruebas irrefutables. Pero sería terrible que algo tan improbable absolviera a ETA como grupo terrorista «bueno», que como mucho mata de cuarenta en cuarenta y, por tanto, es digna de estima y diálogo, mientras se denigra a sus víctimas por aprovecharse de la persecución y se acusa al PP de motivar los actos terroristas con errores presuntos o comprobados. De paso, la retorsión de los argumentos para perjudicar al PP y a los grupos cívicos más firmes contra el terrorismo puede convertir a la ETA exonerada de responsabilidad directa en la masacre en una ETA acusada injustamente y, por tanto, con razones de su parte. En ese caso, el 11-M de Madrid serviría para que el terrorismo nacionalista vasco consiguiera un triunfo histórico a costa de la muerte y el sufrimiento de miles de conciudadanos ajenos a la lucha partidista. Y toda esa vileza, claro está, en nombre de una hueca «unidad democrática» sin consecuencia práctica alguna.
Carlos Martínez Gorriarán, profesor de Filosofía en la UPV. ABC, 13/3/2004