La de Ermua fue una movilización masiva y emocionante, pero emocional y casi apolítica. Para la clase política, las jornadas de Ermua se han convertido en un mito, ya sea temible (un tabú), ya sea ejemplar aunque incomprendido (una especie de carga emocionante del Quinto de Caballería que podría repetirse a toque de corneta). Pero hoy es imposible repetir Ermua.
¿Es posible repetir la movilización masiva conocida como “Espíritu de Ermua”? Y de ser posible, ¿es necesario hacerlo? Estas dos preguntas se vienen repitiendo, de distinta manera pero cada vez más a menudo en los últimos años, en los aniversarios del secuestro y asesinato de Miguel Angel Blanco. Este año hemos asistido incluso a muy optimistas pronósticos sobre la resurrección del “Espíritu de Ermua”. No todo está perdido, vienen a decir esas voces: aunque Zapatero y los socialistas nos traicionen, aunque nos hayan vendido a una ETA victoriosa, la sociedad está preparada para lanzarse a la calle y parar en seco la negociación con los terroristas. Se lo deberíamos a los muertos, según han coincidido en afirmar estos días numerosas voces que se preguntan con angustia: ¿para qué han muerto Miguel Angel Blanco y los demás? ¿Qué sentido tendría su muerte si ahora son traicionados?
Las dos últimas preguntas requieren una reflexión específica, aunque me parece que podemos adelantar que los asesinatos terroristas son tan repugnantes como carentes de sentido, en cuanto que no podemos aceptar de ningún modo que nadie haya nacido sólo para deba ser asesinado algún día por una banda de homicidas políticos y mostrar con su sacrificio su salvajismo. El secuestro y asesinato de Miguel Angel Blanco extirpó bárbaramente su libre existencia, sin concederle un sentido retrospectivo que hubiera tenido de sobra si nunca le hubieran secuestrado y asesinado. Ojalá Miguel Angel Blanco no hubiera sido asesinado; ojalá estuviera ahora entre nosotros, preocupado por las preocupaciones ordinarias. Algo que deberían tener en cuenta los exégetas que han comenzado a llamarle sin ningún fundamento –a él y a otros- mártir, manipulando el sinsentido de un crimen bárbaro y arbitrario que arrancó y exterminó una vida joven para convertirlo en un sacrificio necesario para un futuro maravilloso parido de modo sangriento. Ni Miguel Angel Blanco ni ninguno de los centenares de asesinados por ETA, antes y después, eligieron la muerte para dar testimonio de una fe trascendente: al contrario, fueron asesinados para dar sustancia a una nefasta religión política, la del nacionalismo vasco, que exige víctimas de carne y hueso para no caer en el ridículo. Pero voy a centrarme en la pregunta de si es posible y necesario repetir hoy en día una movilización como aquélla de Ermua.
Recordando las causas inmediatas de aquella movilización, la pregunta se responde por sí misma: Ermua es irrepetible, de momento. Y menos mal.
En aquellos días, ETA se comportó con una mezcla de crueldad, arrogancia y estupidez elevadas a grados supremos. Creía posible doblegar al Gobierno español en su exigencia del acercamiento de los terroristas presos partiendo del cálculo de que la sociedad española aceptaría el cambalache de la vida de un joven concejal anónimo a cambio de un mero traslado de presos. Ordago que se volvió en su contra de un modo imprevisto por la banda. Los terroristas partían de una premisa cínica y acertada: la mayoría de la gente –salvo ellos- considera que la vida es sagrada, y que no puede sacrificarse por una cuestión política. Sin embargo cometieron dos errores de bulto: la crueldad del secuestro y la conversión del ultimátum en un espectáculo on line, dejando muy claro para casi todo el mundo que la responsabilidad por lo que pasara correspondía únicamente a sus autores, nunca al Gobierno ni al Partido Popular.
A estas alturas debemos recordar que algunos de los tópicos al uso sobre las jornadas de Ermua son sólo eso, tópicos. Se dijo que España entera se había echado a la calle, una hipérbole emocional tan comprensible como falsa. El hecho es que sólo una minoría se movilizó, por grande que fuera, pero la mayoría de la sociedad española prefirió dedicarse a sus asuntos. En lo único que sin duda hubo acuerdo general fue en pedir clemencia a ETA. Y el error de la banda fue reírse de esa exigencia y mostrarse inflexible. Su desnuda crueldad consiguió movilizar a más gente en aquellos dos días interminables. Lo cierto es que la mayoría de la gente que se movilizaba no podía aceptar que los terroristas optaran por asesinar al joven concejal. Lo acontecido en la propia Ermua, que marcaba la pauta para las movilizaciones en otras partes, fue muy elocuente. Cuando el alcalde Carlos Totorika anunció a los vecinos la demoledora noticia del hallazgo de Miguel Angel Blanco agonizante tras el término del ultimátum, la reacción del pueblo Ermua mostró una mezcla de incredulidad y desesperación. Prácticamente nadie culpó, sin embargo, al Gobierno de José María Aznar, obligado a adoptar una decisión terrible.
La naturaleza íntegramente terrorista del secuestro y asesinato fue la que realmente precipitó las grandes manifestaciones de protesta contra ETA. Pero en pocos casos se trató de una protesta política, por así decirlo. La protesta era moral, contra la estúpida y bárbara crueldad perpetrada por Txapote contra un muchacho de Ermua que encarnaba muchos rasgos sociopolíticos del constitucionalismo vasco: un hijo de emigrantes gallegos sin especiales ambiciones políticas, militante de un partido perseguido (el PP), y concejal en un gris pueblo industrial de la raya de Vizcaya con Guipúzcoa.
Sólo en el País Vasco hubo una protesta realmente política contra el secuestro y asesinato de aquél chico, es decir, una protesta que iba más allá del horror elemental causado por el crimen en sí para reparar en su dimensión política como ensayo de una genuina limpieza étnico-ideológica. Y esto fue suficiente para despertar todas las alarmas en el PNV y abrir el camino al Pacto de Lizarra con ETA. Las instituciones vascas intentaron, con éxito –porque fueron auxiliadas por toda la clase política y todo el establishment, opositores inclusive-, desmovilizar a la gente prometiendo solemnemente, por boca de Ardanza, que nunca jamás pactarían nada con los asesinos de Miguel Angel Blanco, otra vulgar mentira de las muchas acumuladas estos años por nacionalistas… y socialistas. Pero lo que realmente desmovilizó a la gente no fueron las insustanciales instancias a la paz y la calma emitidas por los políticos a través de los medios de comunicación, sino la desoladora combinación de la sensación de impotencia –porque pese a las multitudinarias manifestaciones que pedían clemencia, ETA había matado- con el efecto relajante de la descarga emocional liberada en aquellas movilizaciones.
Muchos análisis de lo que pasó aquellos días tienden a interpretarlo de otro modo. El llamado –con poca fortuna- “espíritu de Ermua” no fue concebido ni dirigido por ningún sanedrín de intelectuales, como algunos siguen empeñando en decir y ahora en reprochar –porque aquéllos intelectuales (¿quiénes?) estarían ahora traicionando su deber cívico-, ni tampoco por los partidos y organizaciones, sino que más bien fue el resultado de una cívica y exasperada muestra de indignación popular más sostenida y alimentada por la información de la prensa sobre el caso, que por decirlo así tuvo la oportunidad de transmitir el secuestro y el desenlace en directo, que por su tremenda sustancia política. Lo demostró meridianamente el hecho de que tras Miguel Angel Blanco fueran asesinados muchos otros concejales y políticos, tanto del PP como del PSOE, sin provocar reacciones comparables, ni de lejos. Y las manifestaciones masivas que Basta Ya organizó entre el 2000 y 2004 –lo más parecido- no fueron en ningún caso protestas reactivas contra asesinatos como el del concejal de Ermua, sino protestas netamente políticas. Paradójicamente, muy pocos de los aficionados a perorar a todas horas sobre el “Espíritu de Ermua” han reparado en esta crucial diferencia: la de Ermua fue una movilización masiva y emocionante, pero emocional y casi apolítica. Para la clase política española, las jornadas de Ermua se han convertido en un mito, ya sea temible (un tabú) –para el nacionalismo y el socialismo “vasquista”-, ya sea ejemplar aunque incomprendido (una especie de carga emocionante del Quinto de Caballería que podría repetirse a toque de corneta).
No menos fundamental fue, para el éxito de Ermua, el hecho de que ninguna fuerza política o social relevante se atreviera a desentonar del mensaje popular contra ETA; ¡a ver quién se atrevía! Incluso Eguiguren su mariachi mediático entendieron que había que hablar en público de la derrota de ETA, y sólo en privado de la negociación (presentando las movilizaciones como un activo propio que pesaba en la balanza, claro). Al contrario, hubo bofetadas por ponerse al frente de la marcha contra el terrorismo y extraerle sus réditos partidarios, como demostró el siempre innoble y repulsivo Gobierno Vasco. Pero, como suele pasar en esta clase de explosiones, la movilización por el secuestro y asesinato de Miguel Angel Blanco fue tan violenta como efímera. A los pocos meses, para la mayoría sólo quedaba el recuerdo de unos días emocionantes, pero muy desdibujados. El “Espíritu” quedó en eso, en otro acontecimiento histórico fugaz, aunque de significado enorme, sobre todo porque significó la derrota social y comunicacional de ETA, su conversión definitiva, excepto para los fanáticos más comprometidos y también los negociadores más contumaces, en una banda de gentuza de la que sólo es sensato esperar lo peor.
Por eso es imposible hoy en día repetir Ermua. Por fortuna, no hay nadie secuestrado y amenazado de muerte cierta si el Gobierno o alguien no hace lo que exigen sus captores. La gasolina de la movilización social contra ETA fue la amenaza de matar a un inocente y la indignación moral que esto provocaba, pero una vez desaparecidas ambas cosas, ninguna movilización comparable es posible. Añadamos que el abismo y la desunión entre partidos y entidades es ahora, a diferencia de 1997, absolutamente desmovilizadora. En condiciones normales los partidos sólo movilizan, y como mucho, a sus afiliados (es decir, a sus empleados) y partidarios más fervorosos. Cuando además se trata de una movilización contra el otro partido o contra el gobierno, el llamamiento tiene un efecto desmovilizador distinto al perseguido. Ermua fue una movilización emocional y prácticamente unánime contra ETA y a favor de Miguel Angel Blanco, un joven concejal de pueblo, inocente, cuya vida peligraba por el fanatismo de unos criminales, no un plebiscito popular a favor de una estrategia antiterrorista. Convendría recordarlo.
Si mañana hubiera una revitalización del terrorismo que repitiera un crimen como el que padeció Miguel Angel Blanco, los terroristas tendrían una clara ventaja respecto a la situación de 1997. La división entre los partidos es tan grande, y tan enorme el desprestigio de la política, que quizás la indignación moral no se volviera esta vez contra los autores de un crimen así, sino contra la clase política en general.
Ermua no fue algo inútil ni una raya en el agua. Marcó un antes y un después determinante, pero sobre todo demostró que la única manera realista de derrotar al terrorismo es a partir de la unidad sobre principios elementales y estrategias de Estado. Ciertamente, corresponde a José Luís Rodríguez Zapatero y al PSOE la responsabilidad principal por la voladura deliberada de los consensos básicos que se expresaron en Ermua. Pero también es responsable quien pretende convertir la lucha contra el terrorismo en un asunto de partido de oposición –hable en nombre del PP, la AVT u otros grupos-, sin dar la menor oportunidad -¡todo lo contrario!- a una posible recomposición política de los acuerdos básicos que expresaron, hace nueve años, las movilizaciones por la vida de Miguel Angel Blanco. Tratar de preservar la posibilidad de esa unidad no es desistimiento ni nada parecido: es mantener con vida precisamente lo que queda de Ermua, el legado de unas jornadas inolvidables tanto por el horror de los motivos como por el esplendor de la conducta cívica que provocaron. Porque las movilizaciones de Ermua no consiguieron salvar a Miguel Angel Blanco, pero proclamaron claramente su inocencia radical y la radical perversidad de quienes toman la vida humana como instrumento de negociación.
Carlos Martínez Gorriarán, BASTAYA.ORG, 17/7/2006