El desprecio populista a contrastar las razones, en beneficio de la fe ciega en las visiones o secretos del secretario general, no es un fenómeno aislado. Está relacionado con la minusvaloración de la legalidad, con el desprecio del parlamentarismo y con la presión descarada sobre los jueces díscolos para que se adapten a los designios de partido. Eso viene a ser el ‘proceso de paz’ en curso.
La política democrática se ha identificado tradicionalmente con la razón (con minúscula: esa capacidad cognitiva que tenemos todos los seres humanos). No con la verdad, ni con la virtud, ni con la eficacia o la seguridad de acertar, sino con el requisito de que las decisiones que tome el gobierno deben fundamentarse en razones y argumentos discutibles, es decir, en enunciados comprensibles para cualquier persona normal, a ser posible basados en hechos contrastados, ejemplos verosímiles o predicciones sensatas. Es algo muy difícil y a veces agotador, desde luego, por eso los humanos hemos preferido ahorrarnos el gasto recurriendo a estrategias elusivas como la fe en la suerte, los horóscopos, la observación del vuelo de las aves o el escrutinio de las vísceras de animales sacrificados de modo ritual. Cuando el cristianismo erradicó estas últimas prácticas, las sustituyeron ventajosamente –para las distintas iglesias- la fe en el liderazgo infalible de santos, papas, economistas o secretarios generales del partido y presidentes del gobierno, que es el punto retrógrado en el que vagamos ahora.
Es una vieja historia. Cuando los enemigos de Sócrates le citaron ante la asamblea de Atenas para que se defendiera de los cargos de impiedad y corrupción de la juventud, Sócrates se enfrentó a sus acusadores y jueces pidiéndoles argumentos y razones; prefería morir a salvarse con una transacción irracional o lesiva para la justicia. Como es sabido, esa digna intransigencia le valió la pena de muerte. Sócrates no pudo disfrutar de los servicios de algún fiscal-defensor de los que el Gobierno pone a disposición de Otegi e incluso de atracadores de bancos, pero su enseñanza más célebre en su propio juicio fue la exigencia a los atenienses de que cumplieran sus propias leyes o, en caso contrario, las cambiaran. Demanda intemporal que algo sugiere sobre la vigencia y el incumplimiento de la Ley de Partidos: sería mejor derogarla de una vez que asistir todos los días a su incumplimiento por quienes tienen el mandato o la obligación de velar por el cumplimiento de las leyes, del lehendakari a los fiscales, pasando por Patxi López y el PSE. Ahora bien, tengo la impresión, con muchos otros, de que la tendencia actual a normalizar la prevaricación es una consecuencia de la previa renuncia al razonamiento. En efecto, si la clase política y sus asociados actúan como si las leyes fueran de látex y a medida del usuario cuando les conciernen a ellos, es porque se creen dispensados de la obligación de explicar y argumentar racionalmente el cómo y porqué de sus decisiones.
Lo cierto es que la política democrática puede soportar decisiones equivocadas e incluso disparates y crímenes muy variados –de la corrupción a horrores como Guantánamo-, pero no parece capaz de sobrevivir a la renuncia a la razón. Esto es, sin embargo, lo que han decidido hacer Gobierno y PSOE, en este caso a través de su franquicia vasca. El diario El País nos informaba ayer, como hace unos días la Cadena SER –pura coincidencia, sin duda-, de que el presidente Zapatero ya ha tomado la decisión de que el PSE se reúna oficialmente con Batasuna. La excusa oficial, que no razón, es que el objeto de la junta será explicar la Ley de Partidos a Batasuna para animarles a que la cumplan. Sin embargo, a nadie se le escapa que el efecto práctico de esa reunión es conculcar los autos judiciales que prohíben las actividades de Batasuna, derogando de hecho la ilegalización sentenciada por el Tribunal Supremo tras la aprobación de la Ley de Partidos. El único argumento que se nos ofrece para justificar una reunión a todas luces ilegal es semejante a otro que intentara justificar la ayuda a cometer un atraco con el pretexto de que se quiere explicar a los atracadores, in situ, que la ley prohíbe atracar.
Como los lectores de este periódico saben y pueden comprobar también hoy, Iniciativa Ciudadana ¡Basta Ya! ha redactado un comunicado donde exponemos seis razones bastante sólidas para que el PSE renuncie a reunirse con Batasuna. La verdad es que ese pequeño esfuerzo no ha merecido el menor comentario de ningún portavoz socialista, ni directo ni indirecto. No teníamos demasiadas esperanzas, desde luego, de que nos pidieran una explicación más amplia, o de que se nos invitara a un contraste de pareceres, pero es que ni siquiera hemos notado el esfuerzo elemental por alegar otras razones distintas. Desde luego, las nuestras pueden estar equivocadas o ser incompletas, pero no sabemos en qué ni porqué: nadie se ha molestado en refutarlas. Se puede hacer un esfuerzo de magnanimidad y pensar: “bueno, si el presidente del Gobierno y su partido han decidido algo tan difícil de justificar como reunirse con la rama política ilegal de un entramado terrorista, tendrán alguna razón de peso que se nos escapa”. Pues no: tal razón no existe porque o es imposible hacerla pública, lo que la remite al limbo de los secretos oficiales sustraídos al debate democrático, o es una de esas “razones” aparentes pero irracionales que piden fe en la visión infalible del líder.
A favor de esta última hipótesis –que estamos ante una razón o irracional o inconfesable- juega la forma del anuncio. Para empezar, el anuncio de la reunión contradice absolutamente numerosas declaraciones anteriores de los dirigentes socialistas. Como no se ha dado ninguna razón para ese cambio, hay que concluir que, sencillamente, han mentido. Veamos ahora el escenario elegido: en todos los casos, el anuncio y su famosa “explicación” oftalmológica -vamos a mirarles a los ojos- se ha producido fuera de sede parlamentaria: en actos de partido, o en declaraciones a medios de comunicación amigos. Siempre en contextos que excluyen la puesta en práctica de la argumentación democrática: sin razones y argumentos sometidos a contraste, sin preguntas ni contraargumentos y sin debate de ningún tipo, fuera del hórrido estilo de navajeo al que intentan acostumbrarnos las estrellas de la radio más talibanes en uno y otro lado.
Es sintomático que los partidarios de la reunión no sientan ninguna necesidad de justificarse con argumentos, mientras reservan toda su artillería verbal para replicar a esa desmesurada acusación de Angel Acebes de la que se han hecho eco tantos dirigentes del PP: que el plan de Zapatero y el de ETA son uno y el mismo, o aquella otra no menos infeliz de que el nuevo Estatuto catalán, ese bodrio, es el bodrio de ETA. La oposición más montaraz ayuda así a erradicar el debate democrático, sin duda alguna amenazado por las maneras del zapaterismo, sustituyéndolo a su vez por un duelo artillero agotador en las ondas hercianas que más bien sirve –un regalo para el zapaterismo- para alimentar las fuerzas centrífugas y antisistema. Habiendo renunciado a las molestias de la racionalidad democrática y al esfuerzo de la persuasión, las partes contendientes propugnan la aniquilación del adversario, al menos verbalmente.
La cosa da para chistes sin fin, pero no es para reírse. El abandono de la argumentación, el desprecio populista de las razones contrastadas en beneficio de la fe ciega en las visiones o secretos del secretario general o del agitador radiofónico, no es de ningún modo un fenómeno aislado. Está directamente relacionado con la minusvaloración de la legalidad y de la igualdad jurídica, con el desprecio del parlamentarismo, y con la presión descarada sobre los jueces díscolos para que se adapten a los designios de partido. Eso viene a ser, más o menos, el “proceso de paz” en curso. No hay violencia visible, al menos de momento y si excluimos la extorsión y la amenaza del regreso a las armas (¿por qué?: tampoco se dan razones), pero todos los días se violenta la regla básica de razonar, argumentar y presentar los hechos en que se basa las decisión de “dialogar” con ETA. La velocidad con la que los críticos y disidentes se convierten de la noche a la mañana en “enemigos de la paz” y traidores peligrosos no es sino la punta del iceberg de un proceso mucho más profundo y peligroso: la exclusión absoluta del adversario por exigencias de un sectarismo descabellado. Porque la renuncia a exponer argumentos públicos no es otra cosa que una consecuencia de la incapacidad de convencer al otro con las mismas razones que usamos para convencernos a nosotros mismos privadamente. No es fácil que una democracia sobreviva mucho tiempo a semejante deriva.
Carlos Martínez Gorriarán, BASTAYA.ORG, 19/6/2006