La única ventaja que se le ve por ahora al proyecto monegasco o monovasco de Ibarretxe es que ETA ya no sería necesaria para la prosecución de la limpieza étnica. Probablemente, la banda se especializaría en atentados en áreas irredentas: Navarra, para empezar. Dentro del principado, actuaría sólo contra los más recalcitrantes.
En su ensayo sobre el poeta porteño Evaristo Carriego, evoca Borges el barrio de su infancia -Palermo-, recorrido cada mañana por carros de vendedores callejeros. Estos carritos, pintados de colores vivos (en la tradición, supongo, de los carros historiados de Sicilia), tenían nombres curiosos y extravagantes, que aludían con frecuencia al origen y a la profesión de sus dueños. Uno de los que aparecen en el apresurado inventario borgesiano se llamaba «El Vasquito Lechero», y no creo necesario recordar las pullas, a veces crueles, que Borges se permitía a propósito de los vascos ordeñadores de vacas: es decir, del mismo estereotipo étnico que en su día explotó con notable fortuna Julio Medem, cuya visión de los hijos de la noble Euskalerría sigue siendo, en lo fundamental, la de El Caserío de Guridi.
A mí, lo de «El Vasquito Lechero» me inspira asociaciones nostálgicas de insoportable ternura con los rótulos mercantiles del país vasco de mi propia niñez («La Eibarresa», «La Guerniquesa», «La Burundesa», «La Roncalesa», etc.), aplicados muchos de ellos a empresas familiares de transporte; es decir, a equivalencias motorizadas de los carritos de Palermo. Después, de mayor, pude comprobar que este tipo de prosopopeya constituye un rasgo característico del pintoresco capitalismo del subdesarrollo en todo el mundo hispánico, donde han abundado marbetes como «La Asturiana» (el Anís de España) o «La China Poblana» (la Mejor Tamalería de Ciudad Nezahualcóyotl). De ahí que, puesto a elegir un nombre para la razón o sinrazón social abertzale que impulsa el plan o rataplán Ibarreche, ese consorcio neolítico en el que participan PNV, EA e Izquierda Uncida (al carro) bajo el auspicio desdeñoso de ETA, en lugar de recurrir a un calco cualquiera del magnífico Catalunya, S.A., acuñado por mi amigo Arcadi Espada, haya preferido rescatar del folklore urbano un sintagma -con perdón- digno de figurar en el letrero de cualquier comercio ruinoso de ultramarinos o abarrotes en Mérida (Badajoz) o en Mérida (Yucatán): La Vasca Monegasca, S.L.
Porque, a fin de cuentas, parece que de eso se trata, precisamente: de crear una réplica libre-asociada del microestado de los Grimaldi, sin Estefanía pero con Begoña Errasti (circunstancias estas últimas igualmente lamentables). Un principado surgido de la pesadilla de algunos resentidos maquiavelos de aldea, del que huirán como de las regiones apestadas por la neumonía atípica las empresas sensatas y solventes, pero donde, sin duda, proliferará la vaca autóctona (la de Medem) y se escuchará de nuevo el tráfago matinal de los vasquitos lecheros (al menos, de los que no emigren a Argentina). Una ínsula extraña, ruralizada y eusquerizada a tope, que verá otra vez la puesta en circulación del ochavo moruno como divisa nacional y donde a los niños, si prospera el modelo pedagógico propuesto por Arnaldo Otegui (véase Julio Medem, La pelota vasca) se les aliviará de la siempre ingrata tarea de aprender lenguas modernas como el inglés y el español y, por supuesto, se les prohibirá rigurosamente el acceso a los ordenadores, imponiéndoles a cambio, como única asignatura, la Contemplación Extática y Gozosa de las Cumbres Tibetanas de Guipúzcoa. Todo ello con vistas a la creación de la nueva raza política vasca: una raza de Superhombres y Supermujeres de la especie aún sólo vislumbrada del Homo Papamontes.
En efecto: ¿Qué hay detrás de todo este tinglado sino la desesperada necesidad nacionalista de volver a los felices tiempos de aquello que Jaime Gil de Biedma llamaba, con gélida prosa, el «capitalismo de pequeña empresa familiar»? En la trifulca parlamentaria vitoriana del pasado viernes, arbitrariamente zanjada por Atucha con la expulsión y suspensión por dos partidos a Carlos Iturgaitz, resplandeció por un momento la verdad, aunque invertida en boca de un mentiroso patológico. Porque el insulto dirigido a los representantes del PP vasco por el Consejero de Justicia (lo que, tratándose de Azcárraga, no deja de tener gracia) y Trabajo (lo que, tratándose de Azcárraga, constituye un sarcasmo) fue fruto de un mecanismo inconsciente de proyección y, en tal sentido, no estuvo acertado Iturgaitz en calificar al ofensor de heredero de ETA, pues, si hay en este asunto unos herederos claros o tortuosos del franquismo, esos son los nacionalistas vascos, eternos añorantes de aquella situación en que medraron La Encartada Rubicunda, La Donostiarra Feliz, La Arratiana Científico-Técnica y tantas otras iniciativas endogámicas, al calorcillo de un sistema económico cutre que propiciaba la inversión del ahorro español en las regiones industrializadas y mimadas por el Régimen. No por otro motivo nació ETA, bajo el auspicio cobarde y receloso del PNV: sólo para impedir el deslizamiento del franquismo hacia una más equitativa distribución territorial de la renta y, desde luego, para hacer frente al inminente desembarco de El Corte Inglés en la Gran Vía bilbaína (¿o es que alguien cree todavía otra cosa?).
Hacia ese horizonte utópico-regresivo ha avanzado con envidiable resolución La Vasca Monegasca, S.L., entre el estrépito de los coches bomba y de los tiros en la nuca. Su Moisés no verá la Tierra Prometida porque, al asomar tras la inmediata loma el pararrayos de la torre de la iglesia de la Residencia de los PP. Jesuitas de Jericó, todos los candidatos a Josué se han dado con verdadero furor a la puñalada trapera y alguna le van a asestar al desdichado Arzalluz tal que entre los omoplatos: algún pinchazo que le será, me temo, más doloroso que el beso de Judas o abrazo de Bruto que le arreó el lehendakari en pleno Alderdi Eguna, ante todo el personal. Por mero sadismo, a uno le gustaría describirle las delicias que esperan a su sucesor en la Jebolandia libre-asociada, pero no tengo, de momento, humor, tiempo ni espacio para hacerlo. Ahora bien, las épocas doradas nunca vuelven: no estamos ya en el mundo de «El Vasquito Lechero»ni de La Lequeitiana. Hombre, siempre puede regresar La Burundesa. Siempre que a algún empresario de Burundi se le ocurra invertir en la salazón de anchoa bermeana, quiero decir. Al presente, parece que ni los pasajeros de las pateras están interesados en arrostrar un futuro tan prometedor.
La única ventaja que se le ve por ahora al proyecto monegasco o monovasco es que ETA ya no sería necesaria para la prosecución de la limpieza étnica. Probablemente, la banda se especializaría en atentados en áreas irredentas: Navarra, para empezar. Dentro del principado, actuaría sólo contra los más recalcitrantes, y es de presumir que lo haría al estilo de la depuración racial que practican los impotentes: como los narcoindependentistas que disparan de vez en cuando, en Kosovo, sobre los pocos niños serbios que quedan en dicho territorio. El resto ya se habrá ido. Yo también lo haría ante la perspectiva de verme cotidianamente condenado a una programación televisiva que oscilará entre los documentales bucólico-rupestres y la reposición implacable y subtitulada de las películas de Julio Medem. Como entre brumas, llegan a mi memoria las palabras de una estudiante -por llamarla de algún modo- que interrumpió, hace más de veinte años, una conferencia de un famoso economista, en la Universidad del País Vasco: «Usted dice que esta vía nuestra es insostenible porque Euskadi se arruinaría. Pues mejor, porque en esa Euskadi arruinada sólo nos quedaríamos los que la queremos de verdad». Maldito amor, que dice el bolero.
Jon Juaristi, ABC, 26/10/2003