Veo por televisión las imágenes del bebé palestino disfrazado de mártir de al-Aqsa, y pienso en la equivalencia que Freud establecía entre lo demasiado familiar y entrañable y lo siniestro. Ahora la estupidez sucede al crimen, escribió Cernuda. En mi país suele pasar lo contrario.
En 1974, yo tenía veintitrés años y un título universitario casi inservible: una condena del TOP me impedía trabajar en la enseñanza pública y en buena parte de la privada. Por eso, acepté de buen grado un puesto de profesor en la ikastola de Sopelana. Hoy, Sopelana es una de las ciudades satélites en que se desparrama el Gran Bilbao. Entonces era poco más que una aldea, con un barrio residencial para veraneantes, junto a la playa, y algunos bloques de viviendas baratas, construidos en la década anterior y habitados por familias de inmigrantes. Los lugareños llamaban a estos bloques Andalusía, quizá porque sus inquilinos eran originarios de Galicia y Extremadura. La cepa autóctona debía de haber practicado durante milenios una rigurosa endogamia, a juzgar por la proliferación de Ansoleagas y Saitúas en la guía telefónica local. El arquitecto Lander Gallastegui Miñaur encabezaba el sector más activo de la junta que regía provisionalmente la ikastola, un centro asimismo provisional, pues no había obtenido aún el estatuto legal de cooperativa de enseñanza. Lander no pertenecía al cogollo de la sociedad sopelanense (o sopelatarra, como se diría en eusquera). De hecho, ni siquiera residía en el término municipal de Sopelana. Vivía con los suyos en una urbanización de chalecitos vernáculos, por él mismo diseñada, a las afueras de una pequeña población cercana, Berango. A nadie se le ocultaba, en el Bilbao de la época, que los proyectos urbanístico-arquitectónicos de Lander Gallastegui tenían un claro sesgo de regeneración abertzale. Hijo de Eli Gallastegui, Gudari, fundador y líder de Jagi-Jagi –un grupúsculo fundamentalista surgido de las Juventudes del PNV en el período republicano-, Lander rendía un homenaje interminable al ideario de su progenitor.
Según Gudari, el más ortodoxo de los seguidores de Sabino Arana, los vascos conscientes de serlo deberían segregarse del contacto con los españoles y fundirse con la reserva racialmente pura de las aldeas y caserías, a la que aquéllos debían aportar fermento ideológico y dirección política. Este nacionalbolchevismo de Eli Gallastegui fue siempre apreciado por ETA, que todavía hoy considera a Gudari como su más legítimo precursor. La urbanización de Lander respondía a un designio radicalmente aranista. Separarse de los españoles implicaba abandonar las ciudades maquetas. Tanto a Lander como a su mujer, Paule Sodupe, les oí invocar a menudo el modelo de los kibutzim israelíes. Era obvio que los microcaseríos mesocráticos de Berango poco tenían que ver con las granjas colectivas de los pioneros sionistas, aunque conozco algún asentamiento actual cerca de Hebrón que no desmerece de aquéllos, ni siquiera en la ideología de sus moradores. Desde luego, la urbanización abertzale mencionada no era una unidad productiva. Tampoco tenía ikastola propia. Lander decidió controlar la más próxima, y ésa resultó ser la de Sopelana. Fundada años atrás por un cura, Nikola Tellería (preso, a la sazón, en la cárcel concordataria de Zamora), llevaba varios años funcionando como parvulario, en condiciones de semiclandestinidad más o menos tolerada, según la coyuntura, en unos locales de la parroquia. Lander Gallastegui desembarcó en ella con grandes proyectos bajo el brazo. Aliado con un constructor local y con el director de la sucursal de una Caja de Ahorros, animó a los padres de los alumnos a suscribir créditos para la rehabilitación del edificio de una antigua quesería, a cosa de un kilómetro del pueblo. Allí estaba ya instalada la ikastola cuando yo llegué y allí debe de seguir todavía. Los padres de los alumnos eran, en su mayor parte, nacionalistas de clase media y, por lo que puedo recordar, militantes o simpatizantes del PNV. Participaban también en la asamblea del centro algunos representantes de la juventud parroquial, que en años posteriores terminarían en el PNV o en Herri Batasuna, supongo. Un pequeño grupo de padres se movía en la órbita del PCE, entre ellos, un abogado laboralista, Antonio Giménez Pericás. Mi amistad con éste disgustó desde el primer momento a Lander Gallastegui y sus leales. Pero el verdadero conflicto surgió, apenas empezado el curso escolar, porque las andereños (maestras), que venían exigiendo desde tiempo atrás su afiliación a la Seguridad Social, reiteraron sus protestas. Desde luego, hice mía una reclamación tan básica. Ante la respuesta negativa de la junta, y siempre asesorados por Giménez Pericás, llevamos nuestra demanda a la Magistratura de Trabajo. El contencioso se politizó de inmediato. Se nos acusó, como era de prever, de españolistas (mis compañeras de trabajo eran abertzales y creo que lo siguen siendo). Fuimos despedidos y, con nosotros, se expulsó de la ikastola a un buen número de familias que habían juzgado razonable nuestra petición. Por supuesto, se expulsó a los hijos de Giménez Pericás (Antonio, después de haber ejercido durante muchos años como magistrado en la Audiencia de San Sebastián, es hoy uno de los puntales del FORO ERMUA). No llegó a haber juicio: aceptamos el acuerdo económico que nos ofrecieron, porque, en los últimos meses del franquismo, no parecía correcto –después de todo, éramos antifranquistas– ensañarnos con una institución emanada del pueblo, esa indecente entelequia. El equipo docente que nos sucedió fue despedido en masa a finales del curso siguiente. Pero a la tercera va la vencida: el equipo siguiente resultó ser del gusto de Lander Gallastegui. Una de las profesoras fue detenida, al poco tiempo, por pertenencia a ETA.
Visto desde el presente, el caso de la ikastola de Sopelana se me aparece como una metáfora en miniatura de la historia reciente del País Vasco, con sus limpiezas étnicas e ideológicas. De los seis alumnos que tuve durante aquel curso, uno terminó en ETA. En la cárcel, Joseba se acogió a la vía de reinserción. No creo que su vida en Sopelana, desde entonces, haya sido muy agradable, pero quién sabe. Los hijos de Lander Gallastegui y Paule Sodupe estaban aún en los cursos de preescolar. Eran unos críos encantadores. Sus profesoras solían enseñarme los dibujos de alguno de ellos, que representaban siempre la misma escena: aviones con ikurriñas en la cola y en las alas bombardeaban barcos de la marina española. Lander, un arquitecto de reconocido prestigio, realizaba la parte gráfica de la revista infantil Kili-kili, dirigida a alumnos de las ikastolas. Hace algunos meses, Kili-kili publicaba una carta transida de nostalgia: una carta de su antigua y fiel lectora Irantzu Gallastegui Sodupe, que había recibido un número de la revista en la prisión francesa donde se encontraba desde mediados de 1999. La revista animaba a sus lectores actuales a escribir a Irantzu y confortarla con palabras cariñosas en eusquera. Tras el juicio que decidió su extradición temporal a España, Lander, su padre, describía así la entrada de Irantzu en la sala: «Al ver a sus familiares y amigos, se le iluminó la cara con una inmensa sonrisa y abrió los brazos como queriendo abrazarles a todos». Hay mucho amor en estas dos líneas, no lo dudo: pocas familias tan unidas he conocido, pocos padres tan amantes de su prole como Lander Gallastegui y Paule Sodupe. Irantzu fue extraditada hace pocos días. Al llegar al aeropuerto de Madrid, con una sonrisa quizá no tan inmensa y conmovedora como la que dedicó a sus padres en el tribunal francés, declaró estar embarazada. El pasado dos de mayo, la policía detenía a Lexuri Gallastegui Sodupe, hermana de Irantzu y miembro liberado de un comando de ETA. Otro de los hermanos Gallastegui Sodupe, Orkatz, de diecinueve años, era detenido el mes pasado, acusado de participar en acciones de kale-borroka. Ha pasado mucho tiempo desde el curso aquel de Sopelana. Veo por televisión las imágenes del bebé palestino disfrazado de mártir de al-Aqsa, y pienso en la equivalencia que Freud establecía entre lo demasiado familiar y entrañable (heimlich) y lo siniestro (das Unheimlich). Se me olvidaba añadir que Irantzu Gallastegui secuestró al concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco –un muchacho de su edad, hijo de inmigrantes gallegos– el 10 de julio de 1997.
Rezo, pensando en su hijo venidero, para que no fuera ella la que le quitó la vida dos días después. Ahora la estupidez sucede al crimen, escribió Cernuda. En mi país suele pasar lo contrario.
Jon Juaristi, Papeles de Ermua 4, diciembre de 2002