No creo que diversidad y pluralismo equivalgan a nacionalismo y regionalismo, ni que estos movimientos, con su obsesión por la identidad, sean una respuesta natural a la realidad española. Porque pienso que la obsesión por la identidad lleva siempre a rodearse de fronteras, porque, como todo ídolo, la frontera exige a menudo sus tributos de sangre.
Existe, por desgracia, toda una tradición en la cultura española que, arrancando del 98, tiende a identificar el pasado de Castilla con lo místico y lo guerrero, con su sangre de trigo y sus cristos de tierra. Castilla, según esta imagen, sería una tierra poblada por figuras que esperan inmóviles y rezan; una tierra absorta en su propia lucidez, alejada del mundo moderno, desdeñosa de los avances científicos y recaudadora de la espiritualidad; una tierra mitad aldea mitad milicia, creadora de esencias opresivas, de autoritarismos y cortes fascistas. Todo lo ocurrido en España desde la Restauración, por no remontarnos a la Edad Media, todas las derrotas, todos los fracasos, serían culpa de los sueños engendrados en la Meseta, tierra donde, al parecer, cuando el cocido llegaba a los estómagos tenía ya sustancia de catolicidad e imperio.
Frente a esta imagen de Castilla, instalada muy confortablemente en muchos políticos de la periferia y algunos comentaristas del pasado, surge otra religión que duplica a la anterior con su contraria: la imagen de una Cataluña compacta y homogénea, una Cataluña moderna, laica y abierta a los influjos de Europa, donde el nacionalcatolicismo es un contagio español y el fascismo, una invasión mesetaria. Cataluña sería únicamente la gran urbe de la Renaixença, la gran urbe republicana y federalista que se abre a los sindicalismos revolucionarios, al progresismo social y a las corrientes literarias y artísticas europeas. Todos los adelantos vendrían de allí, de Cataluña, de la que se borran cuidadosamente el matiz conservador del regionalismo, las plegarias catalanistas de los mosenes ultraconservadores con el obispo Torras i Bages a la cabeza, los comités de defensa social y del somatén, los entusiasmos por Primo de Rivera, las romerías de Montserrat o el Tercio de Requetés del mismo nombre.
Ni Cataluña fue sólo moderna y europea, ni la burguesía catalana destacó por su progresismo ni el autoritarismo o el imperialismo fueron delirios creados única y exclusivamente en la rural y decrépita Castilla. Hay muchas Cataluñas, del mismo modo que hay muchas Castillas.
Castilla no sólo fue trigo, oración y brazo en alto; también fue afán de regeneración y modernización, pueblo y reformismo, urna y República. Lo mismo, en cuanto a su pluralidad ideológica, se puede decir de Cataluña, pues ésta no sólo fue la fábrica de España, el laboratorio republicano de Lerroux, la educación sentimental de Companys y la ciudad de la rabia anarquista, sino también el seminario de España, el lugar, según Menéndez Pelayo, elegido por Dios para encabezar la regeneración de la monarquía católica, la región donde se acogió de modo más entusiasta la utopía reaccionaria de Charles Maurras, donde Eugenio d’Ors escribió sus glosas imperiales o el embajador de Mussolini llegó a pensar que brotaría el fascismo español.
Viene todo esto a cuenta de un reciente artículo de Javier Tusell en el que afirma que las páginas de mi último libro, Los mitos de la historia de España, y, en especial, las correspondientes al capítulo ‘Castilla arcaica, Cataluña moderna’ -cuya tesis coincide con lo expuesto anteriormente-, están impregnadas de un erróneo correctivo al catalanismo y a cualquier afirmación de identidad plural de España.
Dice Tusell que el catalanismo fue plural en lo ideológico, y quiso ofrecer a España un camino de modernización política y económica, del que la independencia electoral respecto a las manipulaciones de Madrid en 1907 y la creación de las primeras instituciones autónomas serían un ejemplo. No tengo nada que objetar al respecto; solamente añadir que todo ello no quita para que el catalanismo fuera hasta 1922 -fecha en que el conservadurismo de Prat de la Riba y Cambó empieza a ser contestado por un nacionalismo de izquierda que aspira a una profunda democratización del Estado y a un mejor reparto de la riqueza- un movimiento predominantemente conservador y católico, reacio al reformismo social y defensor del tradicional proteccionismo; un movimiento que hunde sus raíces en un concepto de nación orgánica diferente del que proponía el liberalismo surgido de la Revolución Francesa y cuyos primeros juglares serían los intelectuales de la escuela de Barcelona, carlistas de corazón y posibilistas de cerebro que, sin abdicar de su hostilidad al mundo moderno, se identificarían primero con el moderantismo y luego, ante la bullanga revolucionaria de 1873, aceptarían el régimen de la Restauración como mal menor. Nostalgia, catolicismo, derecha y catalanismo son, en un principio, términos equivalentes, del mismo modo que lo son catalanismo y eclosión modernista. Lo uno no elimina lo otro, ni viceversa, de la misma manera que dar cuenta de ello tampoco persigue restar legitimidad histórica a nadie.
Hubo antes de esa fecha, antes de 1922, por supuesto, voces progresistas dentro del catalanismo, voces como las de Almirall, pero éstas fueron minoritarias y se desvanecieron o dejaron de escucharse; y lo hicieron porque el catalanismo se convirtió en patrimonio de una burguesía y un clero nada afín al laicismo ni a la cultura liberal. Hubo un intento por parte de aquélla de dar una solución a la crisis moral, política e institucional en que entraría España tras las pérdidas de las colonias de 1898, pero este intento se produjo desde una perspectiva conservadora y no fue mucho mayor que el empeño regeneracionista que puede rastrearse en algunos líderes de los partidos dinásticos, como Maura, Canalejas y Dato, o en el reformismo de Melquíades Álvarez.
La diferencia fundamental entre el conservadurismo español de Maura y Dato y la Lliga Regionalista de Prat de la Riba y Cambó radica en el mayor afán descentralizador de los segundos y en su empeño por abrir paso a la autonomía en Cataluña. Con respecto al colonialismo en Marruecos y el problema social, las posiciones son coincidentes, y prueba de ello es su colaboración con el Gobierno central en los momentos de crisis -Semana Trágica, huelga general de 1917-, la demanda de una mano de hierro para poner coto al sindicalismo, o el cálido homenaje rendido al implacable Martínez Anido, auténtico verdugo de sindicalistas y anarquistas.
Que demandaran una mayor descentralización del Estado, sin embargo, no convierte a los catalanistas de la Lliga en demiurgos de modernidad. Hace unos años, Julio Caro Baroja, refiriéndose a las libertades forales y a las leyes de cada reino antes de la Nueva Planta impuesta por Felipe V, decía: «Sí, en efecto, con todas esas leyes en Navarra, Aragón, Cataluña, las gentes serían muy libres, pero en las cosas fundamentales desde el Renacimiento, que son la libertad de conciencia del hombre, la de expresión, la de elección, no sólo no lo eran, sino que vivieron cientos de años con Inquisición y no les importó. Luego ese foralismo y las clamadas libertades colectivas no comportaban las libertades que quiere y necesita el hombre de hoy, las individuales».
El federalismo, la descentralización o la autonomía no son garantías de modernidad, ni tampoco son diques contra la corrupción y la componenda -el gran problema institucional que afectaba a la política de la Restauración-, del mismo modo que los grandes Estados unitarios, con sus burocracias, no son necesariamente ineficaces: la administración y las obras públicas funcionaban mejor en el vastísimo imperio romano que en la atomizada Edad Media feudal, mejor en la monarquía borbónica del siglo XVIII que en la monarquía católica de los Austrias del siglo XVII, mejor en el imperio austrohúngaro que en los pequeños Estados que surgieron en Europa después de la Primera Guerra Mundial.
Con ello, no quiero deslegitimar ni poner en duda el funcionamiento del Estado autonómico actual; comparto con Tusell la tesis de que uno de los mayores aciertos de la transición ha sido convertir un Estado muy centralizado en otro muy descentralizado. Donde no coincido es en la idea de que cualquier crítica al nacionalismo catalán, vasco, gallego…, suponga un ataque a la pluralidad de España, y no coincido porque no creo que diversidad y pluralismo equivalgan a nacionalismo y regionalismo, ni que estos movimientos, con su obsesión por la identidad, sean una respuesta natural a la realidad española. No coincido porque pienso que la obsesión por la identidad lleva siempre a rodearse de fronteras, porque, como todo ídolo, la frontera exige a menudo sus tributos de sangre.
Los mejores libros enseñan a mirar. Leo Utopía y desencanto, de Claudio Magris, un libro que en algunos de sus capítulos celebra el amor por el mundo ceñido y mínimo del que uno procede y repudia vigorosamente a la vez la tentación localista y la ciega agresividad identitaria. Leo: «Los localismos degradan el amor por el lugar de nacimiento, porque lo convierten en un tosco fetiche, objeto y culto idólatra o de folclore chabacano. ‘Una cosa es ser napolitano’, escribió Raffaele La Capria, ‘y otra hacerse el napolitano’, degradando así a Nápoles y la relación con ella, y esto vale para cualquier identidad. Cultura significa siempre pensar y sentir en grande, tener el sentido de la unidad por encima de las diferencias, darse cuenta de que el amor por el paisaje que se ve desde la ventana de uno está vivo sólo si se abre al contraste con el mundo, si se inserta espontáneamente en una realidad más grande, como la ola en el mar y el árbol en el bosque».
Leo a Magris y pienso, como él, que quizá el único modo de neutralizar el poder letal de las fronteras sea avergonzarnos de los nacionalismos de nuestro país, del que cada uno es siempre un poco culpable; pienso que, después de la transición, sigue haciendo falta un laicismo con capacidad de adherirse a una idea sin quedar prisionero de ella, un laicismo como libertad ante la manía de idolatrar o de sacralizar, un laicismo como moralidad humanista, alejado del dogmatismo y de las viscerales identidades colectivas; pienso en la necesidad de superar las exigencias telúricas y reivindicar, en la línea de Norberto Bobbio, los valores fríos de la democracia -el ejercicio del voto, las formales garantías jurídicas, la observancia de las leyes y de las reglas, los principios lógicos-, sabiendo que son ellos los que permiten a los individuos de carne y hueso cultivar libre y personalmente sus propios valores y sentimientos calientes -la amistad, los afectos, el amor, las pasiones y las predilecciones de cualquier naturaleza-.
Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto. EL PAÍS, 31/1/2004