· A lo largo de la historia, la cuestión nacional ha sido una piedra en la que las formaciones de izquierdas han tropezado muchas veces. El debate soberanista que paraliza Cataluña, así como otros que hemos conocido en casa, nos enseñan que las experiencias del pasado no sirven de vacuna en este asunto y que, reiteradamente, la izquierda desnaturaliza su misión enredándose en causas que no son suyas.
Para un partido nacionalista, la nación constituye el principio y el fin de su acción política; todo se reduce a la reafirmación de la identidad nacional y del Estado que debe culminarla. Por el contrario, para un partido de izquierdas, en un entorno democrático, la sociedad formada por ciudadanos es el marco en el que desarrollar sus ideas de libertad, igualdad y solidaridad. Desazona, por eso, la facilidad con la que algunas fuerzas de izquierda pierden esta referencia para entramparse en querellas como las planteadas con el llamado derecho a decidir.
Discutir sobre si una colectividad puede o no tomar decisiones sobre asuntos que le afectan es, en el ámbito europeo en que nos movemos, una obviedad que aplicamos todos los días. Cuando un nacionalista invoca el derecho a decidir lo hace en un sentido muy particular, y desde luego muy interesado. Porque en la reclamación de ese supuesto derecho ya va incorporada la decisión, aunque sus implicaciones se le escamotean a la ciudadanía invitada a ejercerla.
El derecho a decidir que propone el nacionalismo es, digámoslo claro, el derecho a decidir lo que él quiere que decidamos y no otra cosa. Con el agravante de que con ese enunciado en apariencia irrebatible se tapa la sustancia de la decisión pretendida, la independencia. La declaración aprobada en el Parlamento de Cataluña la pasada semana resume perfectamente el recorrido, por más que se eliminara la referencia anterior al ‘Estado propio’. ¿Qué sentido tiene reclamar el derecho a decidir cuando en la proclamación hecha ya se da por alcanzada la soberanía jurídica y política del ‘pueblo’ de Cataluña que se pretendería establecer con su ejercicio?
Y lo mismo cabe decir del debate asociado sobre el instrumento de la decisión, la dichosa consulta. El nacionalismo quiere consultarnos única y exclusivamente sobre aquello que le interesa, de la forma que más le conviene y de una vez para siempre, como aprendimos (¿aprendimos de verdad?) en la etapa de Ibarretxe. Por eso, que la izquierda se entrampe en discusiones bizantinas sobre aspiraciones que no son suyas y hechos hipotéticos que el nacionalismo evita presentar con claridad únicamente le conduce a desviarse de su proyecto.
El derecho a decidir que publicitan los nacionalistas no sólo plantea un debate trucado que fractura a la sociedad. Supone también una eficaz pantalla para desviar la atención de otras cuestiones que les resultan incómodas. El señuelo de la Gran Decisión pretendida tapa las otras decisiones que se toman (o que no se toman teniendo plena capacidad para hacerlo) en materias que afectan mucho más a la vida de la ciudadanía. En Cataluña, por ejemplo, para poner sordina a una política neoliberal de reducción de impuestos para un sector social determinado y de recorte de servicios públicos para la generalidad de la población; o, en Euskadi, para demorar una reforma fiscal y una revisión de nuestras duplicidades institucionales absolutamente inaplazables.
Desazona, por eso, que las formaciones de izquierdas se dejen atrapar en la telaraña aparentemente democrática que tiende el independentismo. Lo que debemos hacer, por el contrario, es desmontar ese entramado argumental y exigir claridad. Que no nos vendan de matute el derecho a decidir cuando lo que se pretende es que los demás asumamos la decisión que ellos ya han tomado sin decírselo a la gente y ocultándole las gravísimas consecuencias de todo tipo que arrastraría ese paso para su futuro.
A los nacionalistas que basan ese supuesto derecho en la identidad hay que preguntarles quién ha decidido que en Euskadi tenemos que tener una sola identidad uniforme. Esa pretensión, que es una quimera en las sociedades mixtas actuales, ha costado mucho sufrimiento en las sociedades europeas. Frente a ella tenemos que defender la propuesta de convivir en una misma sociedad sin que la identidad nos suponga una barrera social, una trinchera que nos divida. ¿Por qué no podemos llegar a la conclusión de que es posible vivir juntos siendo diferentes? Sí, ya sé que reconocen que somos diferentes; pero su objetivo es que dejemos de serlo, y para ello ponen en marcha la construcción nacional con el objetivo de que en un tiempo razonable todos terminemos asumiendo la misma identidad colectiva.
Debe quedar claro que nuestro proyecto en el ámbito territorial es aquel que mejor permite desarrollar las ideas de libertad, igualdad, solidaridad y convivencia de los diferentes sentimientos de pertenencia. Y existe un amplio consenso, avalado por la realidad, en que la herramienta más adecuada para conseguirlo es el autogobierno dentro de España y Europa, adaptado a las necesidades cambiantes de una sociedad dinámica. Frente a las pulsiones secesionistas de los nacionalistas y las dinámicas recentralizadoras del PP, nuestra propuesta, recogida en la ponencia del VII Congreso del PSE-EE, es la de perfeccionar en un sentido federal el Estado de las Autonomías.
El sistema federal permite corregir los desajustes que han aflorado en estos 33 años de positiva experiencia autonómica. Permite, entre otras cosas, clarificar las competencias de la Administración central y de las Comunidades, motivo de tanta conflictividad; establecer unos derechos y unos estándares de servicios mínimos comunes; promover mecanismos de corresponsabilidad y colaboración de las partes en la gobernanza común, empezando por conversión del Senado en Cámara territorial. Permite formar parte del todo sin renunciar a ser uno mismo. Esta, y no otra, debe ser, la apuesta propia de los socialistas.
PATXI LÓPEZ / Secretario General del PSE-EE, EL CORREO 03/02/13