Jokin ha muerto víctima del odio circundante, de la estulticia que se contagia; del silencio, de la complicidad repugnante que provoca el miedo a decir la verdad. Veo la incompetencia manifiesta del Departamento de Educación: «la violencia en las escuelas es un acto presente en todo el Estado». Veo esa indiferencia moral que es una gangrena de nuestra sociedad.
Jokin era un chaval inteligente, capaz de ayudar a un profesor con problemas para moverse en las destrezas informáticas y que, quizás a base de sufrir torturas, había desarrollado una personalidad que le permitía sacar buenas notas mientras era vejado por una panda de matones, menores para ir a la cárcel pero expertos en sevicia.
Jokin aparecía un día sangrando por la nariz y decía que es que se había caído, para no delatar a sus torturadores. Tenía marcas en cinco partes de su cuerpo ocho días antes de su suicidio. Digámoslo de una vez, todo el mundo en su instituto de Hondarribia sabía que era maltratado, pero una especie de ‘omertá’, de ley del silencio, típicamente mafiosa, impedía que lo obvio fuera puesto a limpio en los deberes del centro.
Los menores aprenden, sin necesidad de ir a clase, las pautas de comportamiento que ven en los mayores y se percatan de que si el agresor percibe que no hay respuesta a sus fechorías va a sobrevalorar el hecho violento y a insistir en él. Los que presuntamente (tenemos que ser políticamente correctos) maltrataban a Jokin percibieron que salía gratis el sadismo y no vieron ninguna razón para cejar en la tortura; un juego que, al parecer, les resultaba excitante. Excitante e impune.
El caso es que el 21 de setiembre de 2004, casi de madrugada, al romper el día, con sus aitas dormidos, con sus 14 años y su dolor insondable, Jokin cogió su bici, se fue a las murallas de su pueblo y se tiró contra el césped. ¿Qué tortura le esperaba en vida para preferir el sufrimiento irreversible de la muerte antes que la muerte en vida que le propinaban sus compañeros, adolescentes llenos de sadismo! Pienso en Jokin, rodeado de un dolor sin límites, a solas tantas horas con su propia pesadilla, y pienso en sus padres, que sufren quizás el dolor más insuperable para una madre y un padre: la perdida de un hijo. Pienso también en los que salieron con una pancarta diciendo que ‘eran Jokin’ cuando éste se había suicidado, pero que fueron incapaces de ser Jokin cuando Jokin lo necesitaba; en vida, en mala vida. Veo la incompetencia manifiesta del Departamento de Educación del Gobierno vasco, que sólo acierta a decir que «la violencia en las escuelas es un acto presente en todo el Estado» (Anjeles Iztueta, 2 de octubre de 2004).
No puedo dejar de pensar que este catálogo de horrores se produce en una sociedad entrenada en el odio, educada en el miedo y que entiende, en muchos casos, que la violencia contra el otro es la forma natural de relacionarse con el que se sale del rebaño. Jokin, Jokin Ceberio, era un chaval singular; tan dispuesto a ser ejemplar que era capaz de compatibilizar el túnel de su dolor con el afán por sacar buenas notas y no dar disgustos a sus padres. En su dolor intransferible, sus aitas deben tener este mínimo bálsamo: saber que su hijo era buena gente; demasiado honrado, demasiado capaz de aguantar el dolor en silencio. No tienen que caer en el autorreproche; ellos no son los culpables y aunque ahora se dediquen a rumiar el condicional, ‘ay, si hubiera, ay si me hubiera…’, no deben abandonarse a la fácil derrota de sentirse culpables. Su hijo ha muerto víctima del odio circundante, de la estulticia que tan rápido se contagia; del silencio, de la complicidad repugnante que provoca el miedo a decir la verdad, no sea que te vaya a salpicar. Sus padres no son, en ningún caso, culpables; bastante tienen con ese desgarro que les acompañará mientras vivan.
Esta terrible situación, que ha propiciado el suicidio de un adolescente, demuestra, como tantos otros aspectos de la vida de nuestra comunidad, que se vive mejor en silencio, en el no te metas en líos, en esa indiferencia moral que es una gangrena de nuestra sociedad. Según un testimonio, Jokin, aterrorizado, no pudo contenerse un día en clase, y se lo hizo delante de todos. Los matones le tiraron días después rollos de papel higiénico y, según el mismo testimonio, una profesora obligó a Jokin a recoger esos rollos. Otro día le acribillaron a balonazos en el gimnasio, otro le obligaron a comer tierra, otro le rompieron el aparato dental de una paliza. Uno se imagina esas escenas y entiende la angustia sin límites que ha sufrido el chaval, la situación que le ha llevado a preferir clausurar su vida.
Ahora se juzga a los presuntos responsables de su linchamiento, a los presuntos autores de una tortura destilada como una gota malaya. No conozco sus nombres, sólo sé que los que resulten culpables están amasados con el odio, con la indiferencia respecto del dolor ajeno, con la falta de empatía; es decir, con la incapacidad para ponerse en el lugar del otro, en el sufrimiento del otro.
Sus padres dirán, han dicho, que no desean que lo que le ha pasado a su hijo le ocurra a nadie más, que no desean el sufrimiento que ellos tienen ni siquiera a quienes le hicieron la vida imposible a su hijo, que quieren que esta tragedia tenga un carácter ejemplar, que evite otras semejantes. Pero, en medio de esta ceremonia de lo políticamente correcto, alguien debe decir que los que pusieron a Jokin al borde de la muralla deben pagar por ese delito, deben pagar con la certeza de su maldad. Se puede pagar en penas de cárcel, pero también se debería pagar en remordimientos de conciencia.
Los forenses que analizaron el joven cuerpo de Jokin, 14 años, descubrieron las lesiones propias de la muerte y detectaron otras que permiten afirmar que el chaval había recibido una paliza diaria desde que habían empezado las clases. Ante las preguntas de su madre por ese maltrato, Jokin se negó a revelar la identidad de sus torturadores: «¿Qué quieres, que me maten a hostias?», contestó. La madre de uno de los presuntos agresores reprochó a la ama de Jokin el «haber roto la ley de la cuadrilla» al denunciar la tortura que sufría su hijo. La ley de la cuadrilla, fuera de la cual no hay salvación para algunos, una ley que se superpone y anula, al parecer, al sentido común o la ley misma como norma que asegura la convivencia civilizada.
Jokin está muerto y nada le va a devolver la vida. Jokin está muerto y sus padres rotos de por vida, pero la salud democrática de la sociedad, de las familias, de los ciudadanos, exige que esta brutalidad no salga gratis, no quede impune, no se anegue en ritos tribales, no escritos, que hacen del silencio ante la barbarie la norma suprema. La muerte de Jokin exige un castigo reparador de quienes resulten culpables, para que al silencio, a la tortura, al secreto a voces, no se agregue la ignominia de la impunidad.
José María Calleja, EL CORREO, 27/4/2005