EL IMPARCIAL 19/10/13
JAVIER RUPÉREZ
Los premios son lo que son y raramente, si alguna vez, consiguen cambiar el curso de la historia o alterar las percepciones que la humanidad tiene de su entorno. Y al fin al cabo la memoria de los humanos es corta —muchos dicen que afortunadamente- y la imagen de los premiados y su proyección suele ser delicada flor de pocos días.
Pero hay premios y premios y si para los que participan en la actividad cinematográfica el reconocimiento que supone la recepción de un Oscar puede influir positivamente en carreras y expectativas, los Premios Nobel, en sus múltiples y diversas ramas, han conseguido consagrar a los distinguidos como los más acabados representantes de sus respectivas actividades. El Nobel científico, por su antigüedad, por su generosa dotación, por la que en principio aparece como cuidadosa selección de los candidatos y de los elegidos, es hoy el paradigma universal del avance humano, por mucho que el común de los mortales ignoren quienes son los que han sido sus recipiendarios en el terreno de la física, o de la química, o de la medicina o de la economía.
Pero hay dos terrenos en los que el Nobel adquiere más notoriedad y consiguientemente mayor controversia. Son los que afectan al Premio Nobel de Literatura y al Premio Nobel de la Paz. El primero porque está inevitablemente sometido a una política de compensaciones, de manera que diversas literaturas y lenguas, estilos y géneros, nacionalidades y tendencias reciban equitativamente reconocimiento. Ello conduce a que, por ejemplo, este año haya sido premiada la canadiense anglófona Alice Munro, distinguida escritora de historias cortas, y relegado alguien tal conocido y apreciado como Philip Roth, el escritor americano de origen judío con un poderosa obra novelística a sus espaldas. Ello ha conducido en el pasado a reconocer obscuras poetisas de pequeños países o a disidentes soviéticos, como ocurrió con Pasternak y Soljenitisin, en un gesto valeroso que garantizó la integridad física de los escritores y el descontento de las autoridades soviéticas. Todo ello debatible pero en cualquier caso comprensible y desde luego, en el caso de los escritores ruso, harto aplaudible.
Pero es el Premio Nobel de la Paz es el que concentra una buena parte de la curiosidad mundial, en la medida en que está rodeado de un halo de virtuosa ejemplaridad, como si año tras año pretendiera dictar las normas de comportamiento y adhesión a respetar en el periodo. A diferencia de todos los demás, que son concedidos por jurados suecos, este lo concede el Parlamento noruego y almacena ya una cierta serie de sorprendentes decisiones, que tienen un fuerte componente político y oportunista. Como si tratara de competir con los medios de comunicación en la obtención de llamativos titulares sobre las ocurrencias del momento. Fue sorprendente por ejemplo el Nobel de la Paz concedido al Presidente Obama en 2009, cuando todavía no llevaba un año en la Casa Blanca, o el otorgado a Al Gore y su documental “An Inconvenient Truth”(2007), biblia de los riesgos del calentamiento global. O el más reciente concedido a la Unión Europea (2012), organización ciertamente digna del mayor respeto, que pocos beneficios recibirá de haber sido “nobelizada”. Como antes había ocurrido con las Naciones Unidas (2001). O con la Agencia Internacional de Energía Atómica (2005), en un gesto que, como gran parte de los anteriores, tenían también un propósito: intentar colocar un pequeño aguijón en la reputación de los Estados Unidos. Ya habían pasado los tiempos en que el mismo Nobel para la Paz era concedido al nada pacifico Teddy Roosevelt (1906), o al Secretado de Estado americano Henry Kissinger (1973).
Pero el dislate ha alcanzado proporciones siderales cuándo el Premio Nobel de la Paz 2013 ha sido concedida a la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, en el claro seguimiento del acuerdo recientemente alcanzado con el régimen sirio para la eliminación de esas armas. Esa respetable y mínima organización, de la que solo los entendidos tenían noticia, no tiene ninguna capacidad ejecutiva, no puede hacer de por si nada para garantizar la paz, depende de los firmantes del acuerdo internacional de 1925 y es simplemente un brazo técnico encargado de realizar las misiones que se le encomiendan. ¿Merecía eso el Nobel de la Paz? ¿Ganará el Nobel de la Paz prestigio con esta peculiar decisión? ¿Cuál es la agenda a la que se apuntan los noruegos miembros del Comité del Nobel para la Paz con esta esperpéntica opción? ¿Estiman a lo mejor que con ello lanzan un poderoso mensaje a Al Assad para que se porte bien?
Cuando además los noruegos en cuestión tenían la candidata ideal para recibir el Premio Nobel de la Paz, la joven pakistaní de 16 años Malala Yousafzai, que hace un año sufrió un atentado casi mortal de parte de los talibanes por su campaña a favor de la educación femenina, y que recuperada de sus heridas viaja por el mundo con un simple y poderoso mensaje: es la educación de las mujeres desde la infancia la que puede ayudar a cambiar el mundo de manera significativa y convertirlo en un espacio más vivible e ilustrado y pacifico. En sus cortos años tiene Malala una notable claridad de ideas, una magnifico conocimiento del lenguaje-en inglés y en urdu-, una valentía digna de emulación. Es un paradigma moral en tiempos en que tales escasean y un ejemplo digno de ser exhibido y seguido por todos aquellos que creen en un mundo sin discriminaciones. En su paso por Washington ha sido recibida por el Presidente Obama, ha participado en una conversación pública con el Presidente del Banco Mundial Jim Yong Kim y ha trasmitido su poderoso mensaje por todos los medios de comunicación nacionales e internacionales. Malala es una figura en la que con facilidad se encarnan los valores de libertad, igualdad y justicia a los que naturalmente aspira el ser humano. Quizás por eso les faltó tiempo a los talibanes para felicitar el Comité noruego del Nobel por su decisión de ignorar a Malala y conceder el galardón a la OPAQ. ¿Todavía no se les ha caído en Oslo la cara de vergüenza?
Porque en el corazón de todos los que aspiran a un mundo de verdad pacifico -entre los cuales no cabe incluir a los noruegos del Nobel de la Paz- Malala es la mejor encarnación de lo que el premio dice querer alcanzar. Para los de Oslo un ominoso y reprobatorio silencio. Qué tropa.