«Al final nadie asume responsabilidad alguna, y lo único que queda es la tierra carbonizada de las víctimas y la radiante buena conciencia de los necios».
Los periodistas acreditados en las Cortes han nombrado a don Josu Erkoreka diputado revelación. Se revela al parecer como el mandatario menos esquinado o más presentable (¡y hasta constitucionalista!) del Partido Nacionalista Vasco en Madrid. Lo cierto es que ‘El País’ le hizo una entrevista el 29 de diciembre pasado, en cuyo transcurso la entrevistadora le interpela: «¿Nunca se pregunta a qué se debe que compañeros de otros partidos tengan que llevar escolta y usted no?». Y agárrense ante la ingeniosa respuesta que el diputado del PNV tuvo el desparpajo de ofrecer: «Sí; a la arbitrariedad de quien fija los objetivos de la pistola, que hasta en eso es caprichoso». La infamia ha pasado sin mayores comentarios, seguramente porque los lectores aún no han salido de su estupor.
O sea que, por mucho que conozcamos las causas últimas de nuestro terrorismo -el famoso contencioso, ya saben-, no hay manera de prevenir sus móviles inmediatos. Invoquen lo que invoquen, sus agentes carecen de motivos fundados y regulares a la hora de fijar los blancos de su siniestra actividad; hoy se impone el arbitrio de uno y mañana el de otro. Lo mismo puede ETA hacer la pascua a éste que felicitársela a aquél; usted que me lee o el señor obispo serían destinatarios intercambiables de sus zarpazos. La arbitrariedad señala a quien le place y no se busquen razones donde reina la manía. Si los terroristas actúan al dictado de su real y mortífera gana, sus fechorías no tienen más origen que el patológico.
La cómoda tesis de la irracionalidad de ETA, divulgada para reducir al sinsentido las preguntas del ciudadano razonable, suscita más interrogantes que los que intenta ocultar. Porque entonces se entiende mal el Pacto de Estella, o sea, el acuerdo entre su propio partido y una banda armada incapaz -por caprichosa- de respetar pacto alguno, como tampoco se entiende mejor la encendida defensa de su brazo civil por parte del Euskadi buru batzar o del Gobierno vasco cada vez que algún juez detecta en aquél algo más que caprichos. ¿O estaremos, según se pretende, ante un magistrado tan veleidoso como el propio delincuente? Acuérdense del recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de Partidos, en el que Ibarretxe juzgaba injustificado que la disolución se aplique a formaciones políticas que «preconizan ideas o realizan actividades» que en esta sociedad tan sólo «molestan, chocan e inquietan». Lean estos días el anuncio por parte de Arzalluz del «apoyo moral» (¿) que su partido va a prestar a estos muchachos molestos e inquietantes. Así las cosas, ¿no serán los ilegalizados de hoy víctimas aún mayores que las propias víctimas de sus actos supuestamente ilegales de ayer?
Pero no se puede servir a dos señores y, si se está con los unos, entonces se está contra los otros. Se entiende muy bien, por eso, la dilatada trayectoria nacionalista de desprecio hacia tantos inmolados, de su arrinconamiento bajo sospecha, de su equiparación con los ‘caídos’ del frente contrario, de vergonzante desamparo de sus familiares; en fin, de preferencia efectiva hacia quienes están presos por haber matado o ayudado a matar Y que siga la Tamborrada, porque aquí no pasa nada.
Confesar en esta tragedia colectiva alguna culpa -siquiera por pasivo consentimiento- es algo que nos honraría a todos los vascos, pero que a algunos se les hace más cuesta arriba. Contra esa clamorosa distinción que ETA y Batasuna establecen entre nosotros, y que delata a unos como de su cuadrilla y a otros como abiertos enemigos, nuestros nacionalistas moderados no tienen mejor salida que esparcir a toda costa la indistinción. Frente a aquella diferencia que les acusa, esta indiferencia con la que se protegen. Les conviene, desde luego, adensar esa oscuridad en la que casi todos los vascos son pardos. Que a nadie se le ocurra, pues, acercarles a los verdugos, porque también ellos aspiran a ocupar -a fin de degradarlo- el lugar prestigioso de las víctimas. Se evitan además cuestiones embarazosas, tales como el vínculo que media entre la ideología que alimenta al criminal, las metas que expresamente persigue y los crímenes que perpetra. ¿Para qué aludir de nuevo a las creencias transmitidas a través de la educación gubernamental, aplaudidas en la televisión gubernamental o primadas por la subvención gubernamental?
Así que poco importa proclamar en serio una impostura como la del diputado Erkoreka que ninguna persona decente podría sugerir ni en broma. Tan amenazados estarían los concejales del PNV y EA por los antojos del asesino como los de cualquier otro partido que se las dan de acosados. Si hay pueblos donde los votantes constitucionalistas (y qué decir de sus candidatos) enmudecen y se esconden para sobrevivir, eso es cosa suya y allá cada cual con sus miedos. Si algún grupo político sale más favorecido en esta lotería, que nadie lo achaque a oscuros contubernios ni pretenda obtener provechos electorales. Bien es verdad que el cálculo de probabilidades parece sugerir otras lecciones, pero vivimos en un tiempo y un lugar en que se politizan hasta las matemáticas.
O hasta la piedad. Porque está bien eso de manifestar enseguida de un atentado mortal la solidaridad con el partido del difunto y el más dolorido pésame hacia sus parientes. Pasados los funerales, sin embargo, sería hora de hacer ver a la viuda y a los huérfanos que su marido o su padre no ha muerto por causa alguna que lo enalteciera, por nada que a los ojos del sayón le distinga de otros hasta hacerle acreedor del disparo o la bomba. Sólo habría sido un accidente, y los accidentes no revelan ni mérito ni demérito
Y es que de esto se trata: de que aquella pregonada veleidad del verdugo rebaje la virtud de su víctima, y con ella decrezca la mala conciencia civil y se diluyan las responsabilidades políticas más seguras. A mayor número de víctimas presuntas, menor valor de las víctimas reales: si todos ya lo somos simplemente porque en cualquier momento podemos serlo, entonces interesa menos saber quiénes de hecho lo son y -sobre todo- por qué se alcanza tan trágica condición. Comienza por silenciarse que entre nosotros, además de las ya irreparables víctimas cruentas, hay muchas más incruentas que padecen este horror de múltiples modos. Se diría también que en este país el riesgo no estriba en hablar en voz alta, escribir o actuar en público contra lo que es debido. No, aquí se quiere propagar el absurdo de que ETA persigue o mata tan sólo por pensar de modo diferente, qué cosas, como si bastara con eso y la bestia fuera incluso capaz de escudriñar las conciencias. De manera que habitaríamos un lugar en el que, no ya los 42.000 calculados por Gesto por la Paz, ni siquiera la mitad constitucionalista de los ciudadanos, sino casi toda la ciudadanía al margen de credos políticos viviría objetivamente amenazada por una minúscula facción de asesinos y colaboradores. Unos pocos lunáticos o malvados y todos los demás buenos, normales e inocentes; sobre todo, inocentes.
Estaríamos en esa situación, ya denunciada por Günther Anders, en la que «al final nadie asume responsabilidad alguna, y lo único que queda es la tierra carbonizada de las víctimas y la radiante buena conciencia de los necios».
Aurelio Arteta, EL CORREO, 3/2/2003