Gesto por la Paz se declara movimiento prepolítico o al menos prepartidario (sic), pero su confusión conceptual en los análisis y su franca tibieza en sus tomas de postura favorece a todas luces al nacionalismo gobernante.
Lo repetiré aunque se enfaden. Gesto por la Paz se declara movimiento prepolítico o al menos prepartidario (sic), pero su confusión conceptual en los análisis y su franca tibieza en sus tomas de postura favorece a todas luces al nacionalismo gobernante. Para probarlo, bastará referirse esta vez a las ideas capitales de su reciente Llamada a la unidad de los partidos políticos sobre principios éticos y políticos. Se trata del documento que repartió durante el Pleno de política general y que sus portavoces entregaron en mano al lendakari Ibarretxe cuando fueron invitados a su ronda de conversaciones. A ver si adivinan por qué el lehendakari lo ha leído tan contento.
1. La ambigüedad de los principios tiene que arrastrar la ambigüedad de los pronunciamientos. No vale, por ejemplo, definir la democracia tan sólo como un régimen que respeta los derechos humanos y se sirve de métodos pacíficos. Porque pregonar el respeto de esos derechos no es en nuestra tierra decir mucho mientras se evita pronunciarse acerca de la legitimidad de los derechos colectivos de un presunto pueblo, que son justamente los que el nacionalismo invoca a favor de su causa. Más aún, el uso de procedimientos pacíficos quizá no impediría llegar al poder a cualquier nacionalismo étnico, una doctrina esencialmente incompatible con la idea y el ideal de democracia. Y es que, antes y mucho más que un modo de adoptar decisiones según la regla de la mayoría, la democracia es un principio que consagra la igualdad de los ciudadanos como sujetos políticos. Ya eso sólo basta para impugnar cualquier sujeto colectivo y los derechos que se le adjudican, así como para combatir la creencia en una comunidad étnica de pertenencia anterior y superior a la comunidad civil. Desde aquella frágil premisa de partida, el empeño de Gesto se concentra en hallar ese beatífico equilibrio que a todos parezca contentar, pero que sólo a los nacionalistas llamados moderados puede satisfacer.
2. Primero se proclama la exigencia de que «todos los partidos políticos acepten que no favorecen a la estrategia de la violencia terrorista, ni quienes realizan propuestas autodeterministas… ni quienes defienden los actuales marcos políticos». ¿Y cómo podrían estar unos y otros seguros de cumplir semejante compromiso? En cierto sentido, ambas partes favorecen esa estrategia terrorista: los partidarios de la autodeterminación precisamente por hacer razonables o más probables las expectativas de ETA y los constitucionalistas porque, al oponerse a ellas, no dejan al fanático otra salida que conquistarlas por la fuerza y el terror. ¿Repartiremos por ello entre unos y otros una misma responsabilidad en el mantenimiento de la violencia? A poco que se piense, ¿cabe alguna duda de que incomparablemente más favorece la estrategia terrorista quien concede legitimidad a sus aspiraciones que quien se la niega de cuajo? Gesto postula por fin que «también los fines perseguidos deben diferir sustancialmente» entre el nacionalismo pacífico y el terrorista; lo que pasa por alto es que ambos comparten sus presupuestos más básicos, y es aquí donde toca pronunciarse.
3. Enredada en su propia madeja, la coordinadora pacifista -seguro que sin ser consciente de ello- solicita incluso abandonar todo plan de combatir a los bárbaros. A ver cómo se entiende si no su segunda proclama unitaria, según la cual «todos los partidos políticos renuncien a dotar de un plus de legitimidad o de eficacia a sus propios proyectos políticos, con respecto a la violencia. Pretender que más soberanía o más firmeza en la defensa del actual ‘estatu quo’ traerán la paz, es conceder a la violencia la capacidad de distorsionar y condicionar el debate político».
En este rizar el rizo, ¿se busca la unidad de acción de los partidos o más bien su equitativo desarme programático? Sabido es que el terrorismo persiste no ya sólo para condicionar toda la vida política vasca, incluida la de Gesto , sino para dirigirla. Eso es tan cierto como que cada partido, ya sólo por ser democrático, ‘debe’ esmerarse en urdir estrategias plenas de legitimidad y eficacia para neutralizar esa violencia terrorista; lo mismo que, por su propia naturaleza, ‘tiene que’ buscar también obtener ventaja electoral sobre los demás partidos.
Pero aquí sobre todo se comete el escandaloso disparate de presentar las reclamaciones opuestas, a saber, una mayor soberanía política (PNV, EA, Batasuna, ¡IU!) y una mayor firmeza frente al acoso terrorista (PP, PSOE), como si estuvieran dotadas de idéntica validez para traer la verdadera paz en el País Vasco. Nada más interesadamente falso. Aquella pretensión de soberanía será injusta mientras se base en primitivas razones etnicistas, exprese tan sólo una voluntad unilateral y aliente el desgarramiento civil. Y puesto que resulta más injusta todavía cuando se exige por la fuerza o su amenaza, a falta de argumentos y votos, sólo la firmeza ciudadana se ofrece entonces como la respuesta adecuada a tanta sinrazón. Porque el arreglo no estriba en respetar la «actual riqueza identitaria» de la sociedad vasca, que eso dice el nacionalista al encender la mecha de la discordia civil, sino más bien en respetar el pluralismo político de sus gentes (también en sus diversas concepciones acerca de su riqueza étnica), como hablaría el demócrata.
4. Y es así como este ejercicio de aparente equidistancia raya el virtuosismo. La tercera y última demanda de Gesto pide que «todos los partidos acepten que es tan legítimo analizar la realidad política vasca con el convencimiento de que en ella existe un conflicto especial», como defender la convicción contraria. Pues no, señores, no nos engañen ni se dejen engañar por las frases hechas. Desde la libertad de expresión y asociación será igual de legítimo (sólo en el sentido de permitido, de legalmente válido) que un ciudadano o un partido piensen y defiendan públicamente la opción política ‘X’ y que otro ciudadano o partido piensen y defiendan la opción política ‘Z’. Siempre, claro está, que tales opciones no impliquen delito. Pero esa igual licitud para proponer no entraña la misma legitimidad (como justificación moral y fundamento razonable) de sus respectivas propuestas. Tampoco significa otorgarles un grado parecido de carácter democrático, ni siquiera idéntico valor para el presente, que todo eso lo dirimirá el mejor argumento.
De suerte que dos planteamientos políticos distantes o enfrentados ‘no pueden ser tan legítimos el uno como el otro’, qué le vamos a hacer. Como mínimo, uno lo será más que el otro; y si son contrarios (y obedecemos el principio de no contradicción), sólo uno de ellos podrá ser legítimo. El proyecto nacionalista, por naturaleza excluyente de quien no comparte su creencia étnica, que prima los derechos de un pueblo sobre los individuales, no dispone de legitimidad al lado de otro proyecto que parte de la igualdad de los miembros de la comunidad civil. Un análisis de la situación de nuestro país que se desentienda de estas obligadas distinciones tampoco será tan legítimo como el que las tenga en cuenta. Y un pacifismo que las ignore ha de ser cuando menos equívoco.
¿Se imaginan, pues, la satisfacción del lendakari al contemplar tanta sintonía entre estos ‘principios éticos y políticos’ de Gesto y su encantadora ‘Iniciativa para la convivencia’? Yo que él, en agradecimiento, les habría invitado a kokotxas.
Su confusión conceptual en los análisis y su franca tibieza en sus tomas de postura favorece a todas luces al nacionalismo gobernante.
Aurelio Arteta en DIARIO VASCO, 8/1/2003