El autor propone que se reactive la «cárcel de papel» que creó La Codorniz, porque candidatos a huésped no faltan
En el viejo semanario de humor La Codorniz había una sección titulada «La cárcel de papel», donde semanalmente eran recluidos aquéllos que se saltaban a la torera las reglas del idioma o simplemente acumulaban despropósitos en sus escritos o declaraciones. En fiel seguimiento de las directrices que impone nuestro Gobierno, atento a garantizar ante todo la seguridad de los españoles, poniendo a su disposición todas las cárceles que haga falta, sería pertinente volver en este punto como se hace ya en otros, a los sanos criterios de la era franquista. Pensemos en la entrevista de Carlos Dávila a Ana Botella. Así que ahora que ya ha desaparecido felizmente Caiga quien caiga, conviene restaurar esas cárceles de papel, con la lista de penas correspondientes, e incluso las comisarías de papel para las faltas menores. En una de estas últimas, por ejemplo, podía ser impuesta al ministro Trillo la sanción de leer algún manual sobre el uso de las fuerzas armadas en caso de catástrofe, por sus censuras dirigidas al pacifismo egoísta de Chirac, imitando el estilo de argumentación de Bush. Al decir de Trillo, Francia no reacciona ante el atentado de Manhattan como lo haría si el blanco hubiese sido «el Étoile» (sic). Los oyentes están ante la incógnita de saber si se trataba de la estación de metro, del arco de Triunfo o de un cabaret de Montmartre con ese nombre.
Más grave es el caso del profesor Jiménez de Parga, por su condición de presidente del Tribunal Constitucional. Un escritor político del siglo XVI acotó el papel de la magistratura a la aplicación estricta de la norma en el marco del procedimiento, definiendo la ley como un magistrado mudo y al magistrado como una ley que habla. Es claro, como consecuencia, que un juez, y menos el juez más importante del país, no puede intervenir en campañas de opinión sin al mismo tiempo comprometer una figura que ha de estar por entero recluida en el ámbito de la administración de justicia. Y más aún si esas intervenciones son temas altamente conflictivos acerca de la organización del Estado y revelan un claro sesgo ideológico en la línea del café para todos. Circunstancia agravante: peor que las declaraciones en sí, ha resultado la autojustificación posterior con un artículo en Abc sobre las «comunidades históricas». Ningún regalo mejor a los partidos nacionalistas que esta toma de partido del juez fuera de lugar. La mejor pena sería sin duda un discreto ostracismo.
Todo pierde importancia ante la radical incoherencia con que Aznar pretende justificar la decisión ya tomada de secundar a EE UU en la guerra. El propio Bush marca el camino con el impresionante ejercicio de demagogia mediante el cual asocia a Sadam Husein con los atentados del 11-S. La impresión es justo que Bush no dispone de prueba alguna fiable acerca de esa vinculación. ¿Qué hubiera pasado si los de Bin Laden, les dice a los americanos, hubiesen empleado en su acción de terror las armas químicas que atribuye a Irak? Lo cierto es que no las tenían y que emplearon como arma medios de transporte civil. Pero la falacia cubre su objetivo en la propaganda de guerra, con un recurso propio del cine de terror: sugerir la inminente entrada en acción de las fuerzas del mal. Por su parte, sin tener en cuenta las poco creíbles protestas de preferencia por la paz, Aznar se salta con Blair el marco de la cohesión de la UE, y ofrece de inmediato en la carta de los ocho un cheque en blanco para la acción militar de Bush. Lo terrible es que a la hora de justificar semejante agresión al espíritu de unidad europea, Aznar es incapaz de producir explicación alguna, más allá de los tópicos sobre la pertenencia de España al mundo democrático o la exigencia de actuar contra los terroristas, dando por supuesto que Sadam es el peor de ellos. Para Aznar, el dictador iraquí es quien ha de probar que no tiene el armamento de que se le acusa -¿con qué pruebas si carece de él?- y existe una gran prisa en resolver la cuestión, en «darle un correctivo» según explicó en TVE el vicepresidente del Instituto Elcano, como si una inspección cuidadosa y prolongada fuese incompatible con la aplicación de sanciones e incluso con el recurso a la fuerza. Puede haber razones para que la ONU actúe contra Irak pero, así, es la simple razón de la fuerza. De momento, Aznar se hace merecedor a algo más que a una condena en cárcel de papel, por embarcarnos en una guerra hasta hoy injustificada, violando el espíritu del artículo 94 de la Constitución. Y en cuanto a Bush, por algo es alérgico a la justicia internacional.
Antonio Elorza, EL PAÍS, 31/1/2003