Modernidad y dualismos peligrosos

Condenar la historia de terror de ETA no es una mera cuestión de ética privada y personal, sino que es aplicar a nuestra historia reciente la exigencia ética y política sin la que la democracia deja de existir.

Ahora que la posmodernidad está siendo celebrada hasta por teólogos e historiadores del cristianismo, es bueno recordar que no puede ser definida sin recurrir a la modernidad. Ésta, por otro lado, tampoco es algo fácil de definir si vamos más allá de lo que dijo Kant de la Ilustración: el esfuerzo del hombre por salir de la esclavitud autoculpable y alcanzar la autonomía usando para ello la razón natural. Por mucho que la cultura moderna pretendiera construirse sobre un principio unitario, la razón natural, y como consecuencia universal, su desarrollo puso de manifiesto un sin fin de dualismos, no siendo el menor de ellos el de la propia razón humana: perfectamente efectiva en las ciencias naturales, condenada al relativismo en las ciencias humanas y sociales. Lo curioso es que algunos dualismos constitutivos de la cultura moderna son tenidos por la misma como negativos y condenables -por ejemplo el dualismo social que enfrenta a la burguesía con el proletariado-, mientras que otros han pasado a definir todo lo positivo que alberga: es obligatorio diferenciar el ser del deber ser, lo fáctico de lo normativo; es obligatorio diferenciar la evolución natural de la historia, el reino de la necesidad, o reino natural, del reino de la libertad, o reino de la historia (Marx); es conveniente diferenciar entre el espacio público de la política del espacio privado, núcleo de la exigencia moderna de la aconfesionalidad del estado; es necesario apoyar la autonomía emancipatoria contra la heteronomía que nos hace dependientes; es conveniente separar fe y ciencia, de la misma forma que es obligatorio diferenciar y separar los medios de los fines.

El problema de la modernidad radica en que establece estos dualismos como si fueran verdades naturales que se encuentran fuera del propio advenir de la modernidad, cuando en realidad son resultado del proceso histórico que da lugar a la propia cultura moderna, sin cuyo advenimiento ninguno de los dualismos citados tendría sentido. En la línea de esos dualismos se encuentra el que contrapone la ética y la política. La ética está conformada por el mundo de los valores, sean definidos éstos como lo fueren, y ese mundo constituye un mundo en sí mismo en el que rige la pretensión de su validez absoluta. La política, por el contrario, y aunque esté guiada por valores, lo está siempre desde la perspectiva de valores relativos, contrapuestos, recogidos más o menos sistemáticamente en ideologías contrapuestas, ninguna de las cuales puede tener pretensión de validez absoluta.

La separación entre ética y política posee en ese sentido un valor nada desdeñable, y es algo a lo que no podemos renunciar. Pero esa misma separación se puede convertir en un verdadero problema si no se matiza correctamente. Si la separación se convierte en radical, se pudiera llegar a pensar que en nombre de la libertad y del pluralismo es preciso defender el derecho a la presencia pública de ideologías que niegan tanto la libertad como el pluralismo. ¿Se puede, en nombre de la separación entre ética y política, admitir como legal y legítima una ideología que promulgue el valor superior de una raza sobre otras, de los varones sobre las mujeres, la esclavitud?

Parece difícil admitirlo, aunque añadiéramos lo que nos hemos acostumbrado a añadir como coletilla en la política vasca: siempre usando medios exclusivamente políticos y sin recurrir a la fuerza. Antaño hubiéramos dicho que existen formas de pensamiento que son estructuralmente violentos, aunque en la práctica quienes defienden esos planteamientos no den el paso al ejercicio de la violencia. Hoy, en la época del multiculturalismo y el posmodernismo, es preciso argumentar lo que debiera ser algo más evidente. Pero el tener que argumentarlo ayuda a matizar y comprender mejor la situación.

La democracia como Estado de derecho implica que existe un punto, crucial y clave, en el que la separación de ética y política no funciona, no debe funcionar. Si en algo consiste la democracia es en la sumisión del ejercicio del poder a las exigencias básicas de los principios éticos más universales, cuales son los derechos humanos. No es concebible la democracia sin está integración de la ética en su definición. La legitimación del poder sólo es posible en la medida en que el poder se someta al imperio del derecho. Y la sumisión al derecho implica la sumisión a los derechos humanos universales. Por eso, la cultura constitucional que exige la sumisión del poder y de la soberanía a los mandatos de los derechos humanos universales tiene dos consecuencias: la creación, por un lado, de un espacio, el constitucional democrático, tendencialmente universal, y la inadmisibilidad de planteamientos políticos que supongan una negación expresa de esos mismos derechos universales, aunque no propongan el uso de la violencia.

Si la libertad como derecho humano básico y universal está necesariamente vinculada al pluralismo, ningún proyecto político que niegue el pluralismo real existente en una sociedad es admisible en democracia, porque es totalitario y excluyente. Es posible y necesario exigir a todos los proyectos políticos que pretendan jugar en el espacio democrático que muestren su disposición a garantizar de forma eficaz el respeto al pluralismo existente en su sociedad. Esta exigencia no es una cuestión de ética válida para el ámbito privado, sino que es una exigencia al mismo tiempo ética y política, simplemente una exigencia democrática, válida para el espacio público. Porque tampoco la separación entre espacio privado y espacio público es un dualismo a aceptar sin matices de forma dogmática: puedo pensar privadamente lo que quiera -libertad de conciencia-, siempre que mi actuación pública se sujete a las exigencias ético-políticas de la democracia, del estado de derecho y de la cultura constitucional. Un proyecto político de grupo nunca es una simple cuestión de pensamiento privado.

Condenar la historia de terror de ETA no es una mera cuestión de ética privada y personal, sino que es aplicar a nuestra historia reciente la exigencia ética y política sin la que la democracia deja de existir.

Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 7/2/2011