EL MUNDO 25/03/14
VICTORIA PREGO
· La autora hace un rápido repaso de la trayectoria política de Adolfo Suárez y de las dificultades de su tarea Recuerda los éxitos de su vida política y los sinsabores que padeció antes de que el elogio envolviera su muerte
Cuando Adolfo Suárez accede, para estupor general, a la Presidencia del Gobierno, no era más que un político ambicioso que había hecho una carrera medianamente exitosa en las filas del Movimiento, el partido único del régimen franquista. No tenía, pues, las credenciales democráticas que en principio le hubieran sido exigibles para pilotar la Transición del país hacia un modelo homologable a los países de nuestro entorno. Por esa razón, cuando el Rey le designa presidente, la reacción de la oposición democrática, de la prensa, de los sectores liberales que vivían dentro del régimen y hasta del franquismo moderado es de absoluto desdén, de rechazo y de descalificación de su persona, precisamente por sus orígenes políticos, y también de críticas al propio Rey, que le había nombrado, atando así su futuro al éxito de Suárez en la tarea que tenía por delante. Desde entonces hasta hoy su figura ha ido adquiriendo la gigantesca dimensión de los grandes hombres de Estado, y con esa grandeza ha muerto.
Cuando Adolfo Suárez se hace cargo del Gobierno, en julio de 1976, las fuerzas de la oposición democrática siguen siendo ilegales y, aunque la mayor parte de ellas han abandonado la clandestinidad, el Partido Comunista, piedra de toque de la consideración internacional sobre lo que hubiera de suceder en España, está sometido a la misma represión que en los últimos tiempos del franquismo. La primera tarea que se impone el nuevo presidente va a ser, pues, la de intentar convencer a los líderes de la oposición política de la izquierda aún ilegal, de que él, que acaba de ser ministro secretario general del Movimiento, se propone conducir al país, aún no sabe cómo, hacia la democracia. Y no sólo eso: convencerles también de que participen con él en ese viaje todavía muy incierto que se ha iniciado ya. La primera señal de que lo que les dice tiene algunos visos de verosimilitud la da el Gobierno que preside cuando hace pública su declaración programática: por primera vez se reconoce la soberanía popular y se manifiesta el propósito de garantizar los derechos y libertades civiles, la igualdad para todos los grupos políticos y la aceptación del pluralismo real. Y, por encima de todo, el anuncio de una próxima amnistía, una de las exigencias más perentorias que la oposición democrática había planteado a este Gobierno como prueba ineludible de su voluntad política. A continuación Adolfo Suárez inicia inmediatamente una ronda de contactos con los líderes de la oposición con un único objetivo: conseguir que le crean y acepten hacer el camino hacia la democracia con él como piloto.
Ése es su primer gran éxito, el que consigue un hombre que estando hasta ayer mismo viviendo en las entrañas del franquismo, logra atraer desde un primer momento hasta lograr que le concedan de entrada el beneficio de la duda, a quienes están en las antípodas políticas de lo que él ha representado hasta ese instante. El mismo movimiento lo hace en la dirección contraria, es decir, con la derecha franquista y con los altos mandos militares, todos generales que hicieron la guerra con Franco. A partir de ahí la tarea de Adolfo Suárez se aplica a encontrar el modo de pasar de una orilla política a otra, con toda la tripulación y con el pasaje de 40 millones de españoles a bordo y sin daños. La tarea es de una dificultad máxima y para acometerla no cuenta con más ayuda exterior que la que le proporcionan los jóvenes miembros de su Gobierno, la autoridad cómplice de Torcuato Fernández-Miranda y el total respaldo del Rey.
Es Fernández-Miranda quien le proporciona a Suárez el instrumento para promover los cambios legales imprescindibles para hacerlo sin tener que derruir el edificio jurídico-político que había levantado el franquismo, sino sustituyéndolo paso a paso. Es la reforma frente a la ruptura que defiende en esos momentos la oposición. Suárez se vuelca en la defensa del proyecto de reforma mientras al mismo tiempo logra la hazaña de convencer a los procuradores de entonces para que las Cortes de Franco aprueben el proyecto de Ley de Reforma Política que sienta las bases para la desaparición del régimen franquista. Éste es su segundo gran éxito, sin el cual el proceso de transición subsiguiente se habría frustrado y el destino de España habría discurrido por derroteros muy inciertos. El posterior referéndum en el que el pueblo español respalda masivamente la vía de la reforma como modo de acceder a un sistema democrático le otorga a Adolfo Suárez una legitimidad de la que hasta ese momento había carecido ante los líderes de la oposición y ante la misma opinión pública. A partir de entonces, ya no cuenta sólo con su encanto personal, su sinceridad personal y con su determinación de lograr que las dos Españas sean por fin una sola, sino con el voto aplastantemente mayoritario de los españoles en favor de su proyecto. Esto le valdrá para meter definitivamente a la oposición en el carril de la reforma, aunque sin dejar de negociar por ello las condiciones que la oposición exige para respaldar el proceso iniciado.
Todos estos esfuerzos, toda esta dedicación al servicio de un proyecto que sacará a España de los suburbios políticos del mundo civilizado, no la hizo Adolfo Suárez sin la amenaza constante de los grupos radicales que, desde el primer momento, pero intensificando su acción a medida que el proceso avanzaba, intentaron desde posiciones políticas opuestas, que el barco naufragara. El terrorismo de ETA, de los grupos de ultraderecha, y el de los GRAPO golpearon a los españoles en los momentos más difíciles y empujaron muchas veces la labor de Adolfo Suárez al borde del abismo. Pero, a pesar de los ataques y de las dificultades, y dirigido por él, el país aguanta y avanza firmemente hacia la meta soñada de las primeras elecciones libres en los últimos 40 años. Adolfo Suárez, que gobierna en esos momentos por decreto-ley, va cumpliendo todas las condiciones que la oposición le ha planteado.
Y, una vez más, lo arriesga todo para conseguir que el objetivo de que esas elecciones sean impecables desde el punto de vista democrático y logren el respaldo y el respeto internacional, se cumpla plenamente. La legalización del Partido Comunista fue una apuesta a todo o nada que Suárez asumió prácticamente en solitario, aunque contando con el apoyo del Rey, que arriesgó la Corona misma en la operación. Ese fue uno de los momentos, no el único, en que estuvo en peligro real todo lo conseguido hasta entonces, en que de nuevo estuvo a punto de naufragar el proceso. Pero Suárez apostó sin dudarlo, consciente de que si lograba superar ese último y decisivo obstáculo, su sueño y su meta estarían al alcance de la mano. Superado ese último sobresalto el país se encaminó resueltamente hacia las elecciones. En junio de 1977, cuando se celebran los comicios, España es ya una democracia de hecho.
TODOS LOS DERECHOS y libertades de los países de nuestro entorno están reconocidos y se ejercen libremente. Falta la traslación de esta realidad en un texto legal que la sancione jurídicamente. La Constitución de 1978 es la culminación de la obra de Suárez, un hombre que luchó para que la concordia se instalara entre los españoles, de una vez y para siempre, por encima de la discordia, y que finalmente lo consiguió. Dos años después dimitió de su cargo de presidente para evitar, dijo que, por su culpa «el sistema democrático sea un paréntesis en la Historia de España». Su dimisión no evitó un intento de golpe de Estado, pero la democracia no fue un paréntesis, tal y como él ansiaba. Durante todos esos años aún más sufrió la incomprensión, el desdén y aun la humillación de muchos de los que hoy le elogian. Baste decir que en las iglesias a las que acudía con su mujer a oír misa, muchas veces los feligreses que estaban a su lado le negaban la paz. De su trayectoria política posterior se pueden decir muchas cosas pero la más acertada quizá sea la que él mismo describió: «Me aplauden pero no me votan». Cierto, no le votaban, pero le aplaudían. Y le seguirán aplaudiendo mucho tiempo después de hoy, aunque desde hace años él ya no podía saberlo. Adolfo Suárez ha entrado ya con todos los honores en las páginas más honrosas y brillantes de la Historia de España.