EL MUNDO 08/05/14
ARCADI ESPADA
Uno de los buenos momentos de este periódico fue ver cómo hace cuatro años volvía Secondat, es decir, le nom de plume de Manuel Jiménez de Parga, tomado de Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y Barón de Montesquieu, a cuya separación de poderes siempre sirvió. Creo que Secondat nació en el diario La Vanguardia en los años sesenta firmando una columna que se llamaba El dato y el observador, y en que, usando una técnica habitual, aludía a España, el franquismo, la dictadura y la democracia, mientras en superficie hablaba, digamos, de la Constitución rumana. Se trataba de unas notas de política internacional, escritas en prosa lacónica, que suponían un contraste fenomenal con la melopea franquista, y que permitían aprender cuatro cosas sólidas sobre el orden democrático. No recuerdo bien si Secondat viajó luego hasta el Brusi de Martín Ferrand y Pernau, o solo lo hizo Jiménez de Parga, que en cualquier caso siguió mostrando en aquel periódico las delicias del mundo normal a una juventud en grave peligro de pasar de la democracia orgánica a la democracia popular. En los años ochenta Secondat ya está en Diario 16, y en su mejor formato, el que ya anunciaban los asteriscos con que solía fragmentar sus artículos de fondo: los célebres brevetes. Justino Sinova era entonces el responsable de Opinión de aquel periódico y sabe que los brevetes nacieron por su petición de un artículo corto y esencial y, probablemente, por la influencia de Robert Escarpit y sus célebres escarpits de Le Monde.
El último brevete de Secondat se publicó aquí en febrero. Su última frase decía: «El futuro analista será el que dicte sentencia». Se refería, con modestia analítica, al ademán impasible del presidente Rajoy ante la crisis provocada por el presidente de la Generalidad. Decía que el impasible se transforma a veces en inoperante. Pero también que al inoperante silencioso no siempre había que condenarle. Leyendo ese y otros brevetes de los últimos años, muchos de ellos con esa crisis como asunto, se llega a una conclusión casi estremecedora sobre la obra periodística del gran jurista que fue Manuel Jiménez de Parga: empezó y acabó escribiendo lo mismo. Es decir, la elegante apología de la ley frente a la egocracia de pequeños milhombres insuficientes.