LIBERTAD DIGITAL 02/06/14
JESÚS LAÍNZ
En 2005 se le ocurrió a Pasqual Maragall solicitar la adhesión de Cataluña a la Organización Internacional de la Francofonía, lo que a Artur Mas le pareció una ridiculez y le sirvió para defender el inglés como primera lengua extranjera de la enseñanza. Pero una década más tarde ha sido el propio Mas el que ha resucitado la iniciativa, guiado por su Consejo Asesor para la Transición Nacional, para intentar conseguir un éxito propagandístico que pruebe la posibilidad de la presencia de Cataluña en un foro internacional a espaldas del resto de España.
Al parecer, en el escrito dirigido por Mas a dicha organización, diseñada por Francia para mantener la influencia cultural y política en sus antiguas colonias, el presidente catalán ha subrayado los lazos históricos de Cataluña con Francia.
Quizá se refiera Mas al informe que Pierre de Marque, delegado de Luis XIII, envió a su señor sobre la situación en Cataluña poco después de que en 1640 a Clarís y los suyos se les ocurriese entregarse al rey francés en protesta por el enfrentamiento con Olivares. En Cataluña todo el mundo tiene mala voluntad para Francia e inclinación por España. Los catalanes son muy malintencionados para el servicio del rey. Ningún partido es profrancés.
Y, efectivamente, los catalanes se dedicaron a matar franceses y a recibir a los ejércitos castellanos con vivas a España y mueras a Francia.
También podría estar refiriéndose Mas a que, poco después, Cataluña fue frente de guerra contra la Francia de Luis XIV casi permanentemente desde 1667 hasta 1697. Cuando el ejército francés tomó finalmente Barcelona, sus regidores insistieron a Carlos II sobre su deseo de permanecer bajo su cetro y de no caer nunca bajo el «pesado yugo de la tiranía francesa». Efectivamente, cuando las tropas francesas se retiraron celebráronse grandes fiestas en Barcelona para agradecer su retorno a la monarquía española. En 1700, año del comienzo de la Guerra de Sucesión, un folleto publicado en Barcelona y titulado Clarín de la Europa explicó: Cáncer es la Francia, come y quisiera comer incesantemente todo lo que le cae en contorno (…) Ser su vecino es ser su enemigo.
Otro folleto, El sol triunfador de las sombras, aparecido dos años más tarde también en Barcelona, lamentó que Carlos II hubiese nombrado heredero en su testamento al nieto del odiado Luis XIV: ¡Oh! Infeliz España, si no sacudes el yugo de la Francia (…) No hay nación en el orbe que haya tolerado paciente el soberbio yugo de la Francia dominante. Hasta las moscas en Cataluña esgrimieron fatales puntas contra la sacrílega ambición francesa. No te falta hoy la Casa de Austria que te envía por libertador a Carlos III.
Y así fue: el rechazo a un rey proveniente de Francia provocó que plaga de gavaitxs fuese un concepto habitual en los versos patrióticos impresos durante una guerra en la que los catalanes, mayoritariamente, se apuntaron al bando contrario al del candidato francés. Y el famoso 11 de septiembre de 1714 Casanova y los suyos pidieron a los barceloneses que dieran su vida para no quedar esclavos, con los demás españoles engañados, del dominio francés.
Otro lazo histórico que sin duda habrá recordado Mas en su misiva habrá sido el hecho de que, al estallar en 1793 la Guerra de la Convención, los roselloneses, siglo y medio después de su anexión a Francia, recibieron a los soldados españoles con entusiasmo. Fabre, delegado convencional, informó a Robespierre: «Estos catalanes del Rosellón son más españoles que franceses». Y los voluntarios catalanes cantaban: Aquells francesos malvats son nostros majors contraris. Valerosos catalans, anems tots á la campanya á defensar nostre Deu, Lley, Patria y Rey de Espanya. ¡Al arma, al arma, espanyols! ¡Catalans, al arma, al arma! que lo frenetich francés nos provoca y amenassa.
Llegó 1808, momento en el que los catalanes se distinguieron en que, como informó el mariscal Berthier a Napoleón, «ninguna otra parte de España» se sublevó «con tanto encarnizamiento». El corso pretendió correr la frontera hispanofrancesa hasta el Ebro, para lo que dio instrucciones de que en Cataluña se eliminara la lengua castellana, se usara oficialmente sólo la catalana y se arriasen las banderas de España. La respuesta de los catalanes fue degollar franceses durante seis años, empezando por la batalla que permitió grabar en el Bruch: «Caminante, para aquí, que el francés aquí paró: el que por todo pasó no pudo pasar de aquí», y continuando por los miles de gerundenses que prefirieron morir en circunstancias espantosas antes que rendirse al ejército francés.
Un siglo más tarde, durante la Guerra Civil, mientras algunos catalanistas cultivaban el apoyo francés a una futura república catalana independiente, otros, los de Nosaltres Sols, presentaban en el consulado alemán de Barcelona un memorándum ofreciendo poner a disposición del III Reich los aeródromos y puertos catalanes y baleares como bases en un futuro enfrentamiento con Francia, ya que «Alemania es nuestra amiga por ser rival de Francia, tiranizadora de una parte de nuestro territorio nacional». Y concluyeron afirmando que una Cataluña libre representaría para Alemania un paso definitivo en el desmoronamiento de Francia.
Por lo que se refiere a los muy sensibles asuntos de la lengua, seguro que Mas habrá refrescado a sus interlocutores francófonos el dato de que Luis XIV prohibió en 1700 el uso público del catalán en el Rosellón y la Cerdaña porque este uso repugna y es contrario a nuestra autoridad y al honor de la nación francesa.
Y el de que, a finales de ese siglo, mientras el revolucionario Barère calificaba a las lenguas regionales como jergas bárbaras y groseras, su compañero Grégoire redactaba el Informe para aniquilar los dialectos y universalizar la utilización de la lengua francesa, de duradera influencia en la política lingüística de Francia.
Durante la Tercera República (1870-1940) la extirpación del catalán continuó sin complejos. A los niños se les prohibió hablarlo tanto en las aulas como en el patio de recreo, según mandaban los carteles de «Sed limpios, hablad francés», todavía visibles en los muros de algunos colegios roselloneses abandonados. Esto llevó a los primeros catalanistas, como Cambó y Prat de la Riba, y a escritores como Xammar y Gaziel, a agradecer al cielo que en la Cataluña española no hubiera sucedido lo que en el Rosellón, donde la lengua catalana casi había desaparecido o, en palabras de Collell, se había convertido en un «cagafierro de idioma».
Más recientemente, el presidente Georges Pompidou declaraba en 1972: «No hay sitio para las lenguas regionales en una Francia destinada a marcar a Europa con su sello». Cuatro años antes, en la España franquista, el eminente periodista Néstor Luján había sido condenado a ocho meses de prisión y una fuerte multa por haber permitido la publicación en la revista Destino de una carta al director injuriosa para la lengua catalana.
Venidos a tiempos más cercanos, en 1999 Francia se negó a ratificar la Carta Europea de las Lenguas Regionales y Minoritarias porque, en palabras de Chirac, «amenazarían la indivisibilidad de la República, la igualdad ante la ley y la unidad del pueblo francés». Y en 2008 la Académie Française se pronunció contra la inclusión de una mención constitucional a las lenguas regionales como patrimonio de Francia porque «afecta a la identidad nacional», porque puede «dificultar el acceso igualitario de todos a la administración y a la justicia» y porque, «desde hace cinco siglos, es la lengua francesa la que ha forjado Francia».
Unos linces, Mas y los demás inquilinos de la Generalidad.
Adieu, Catalogne.