ABC – 22/06/14
· Efigies e ikurriñas honran a los asesinos; sus víctimas yacen al lado sin referencias.
· Referente etarra La tumba de Jon Paredes, «Txiki», es un lugar de culto etarra. Acoge el homenaje anual del «Gudari Eguna».
· Indignidad Los restos del concejal del PP, Jesús Mari Pedrosa, yacen junto a los del etarra Gregorio Olabarría.
Son el último agujero de indignidad donde los fieles de ETA honran a sus terroristas que, a la hora de su muerte, son enterrados con todos los honores del nacionalismo radical en gratitud a su vida de «activismo» asesino. Los cementerios del País Vasco acogen las tumbas de los miembros de la banda terrorista fallecidos cuando manipulaban explosivos, en enfrentamiento con la Policía o por causa natural, y que se han convertido en santuarios del hacha y la serpiente.
Espacios de apología etarra de profunda carga simbólica donde sus allegados les realizan homenajes póstumos en la intimidad del camposanto, pero bien visibles para el visitante y que, para mayor oprobio, se ubican muy cerca de los lugares donde descansan los restos de sus víctimas. Mientras que a los primeros se les tributan ofrendas florales con ikurriñas y proclamas grabadas en piedra destacando su pertenencia a la banda, los segundos pasan desapercibidos sin que la memoria colectiva los recuerde.
Es el caso del exjefe etarra Francisco Javier López Peña, fallecido el 30 de marzo de 2013 en un hospital de París y cuyo entierro, protagonizado por parlamentarios de Bildu, se celebró entre gritos de Viva ETA». Su nicho del cementerio de Galdácano, en Vizcaya, ha sido redecorado ahora con una ikurriña, una estrella roja y un puño en señal de «lucha». La lápida del terrorista, muerto por un derrame cerebral, incluye también un mensaje ignominioso que remarca la acusación pública de «asesinato político» que la familia atribuyó a las autoridades francesas: «Preso político vasco asesinado en París. En víspera del Estado vasco, míranos Xabi, porque estarás con nosotros», se puede leer en el mármol.
Se da la circunstancia de que en el mismo pasillo del cementerio, a tan solo veinte nichos a su izquierda, se encuentra la tumba de Eloy García Cambra, policía municipal de Galdácano asesinado por ETA el 29 de agosto de 1972. Su familia está obligada a pasar por delante de la fotografía sonriente de «Thierry», el jefe etarra que protagonizó las negociaciones con el Gobierno de Rodríguez Zapatero. También muy cerca, aunque en un panteón aparte, se hallan los restos mortales de Víctor Legorburu Ibarreche, alcalde del municipio tiroteado por pistoleros de la banda el 9 de febrero de 1976. Sus tumbas, en contraste con la de sus asesinos, no recogen la condición de víctimas del terrorismo y en el caso de García Cambra el paso del tiempo ha borrado hasta las letras de su nombre.
Homenaje a los «gudaris»
La tumba referencial del mundo de ETA es la de Jon Paredes Manot, «Txiki», fusilado por Franco junto a su compañero Ángel Otaegi en septiembre de 1975. Situada en el cementerio de Zarauz, acoge el homenaje anual del «Gudari Eguna» («Día del soldado»). Allí fue enterrado el edil del PP José Ignacio Iruretagoyena, asesinado el 9 de enero de 1998 y allí ETA buscó una masacre contra los populares vascos cuando, en 2001, asistían al homenaje anual en recuerdo de su compañero.
Similar ignominia se da en el cementerio de Durango, donde los restos del concejal del PP Jesús Mari Pedrosa, asesinado el 4 de junio de 2000, yacen junto a los del etarra Gregorio Olabarria, muerto en 1980 cuando pretendía atentar contra agentes de la Guardia Civil. Su nicho se reconoce por el anagrama de ETA.
Pero el caso más evidente de que los verdugos gozan de la mayor distinción en la hora de su muerte es el del etarra Andrés Izaguirre Gogorza «Gogor», cuya tumba se haya aislada del resto. La queja de la familia ante el obligado traslado de los restos logró que el Ayuntamiento, del PNV, consintiera que la tumba, con su efigie y una ikurriña tallada en piedra, se alce en solitario como altar proetarra. «Activista de ETA. Asesinado por las FOP (Fuerzas de Orden Público)», se lee en la lápida. A unos metros de allí, un nicho austero en negro recuerda a la familia Extremiana, sin nombres. Felipe Alejandro Extremiana fue un profesor de Amorebieta asesinado en 1980 por ETA, pero eso nadie lo recuerda.