Treinta años ya

El golpe de estado fue sorprendente, pero no del todo inesperado. La opinión pública vivía pendiente del estado en los cuarteles; el mismo protagonista había establecido un precedente, la sensación de desgobierno era total, ETA había asesinado a 98 personas en 1980.

El 23-F es nuestro asesinato de Kennedy. Todo el mundo que vivió el momento en que Tejero entró en el Hemiciclo recuerda con precisión lo que hacía cuando recibió la noticia. El 23 era lunes y la sesión transcurría en un tono mortecino, mientras el secretario de la Cámara, Víctor Carrascal, iba desgranando los nombres de sus señorías por orden alfabético, un ora pro nobis sin exceso de convicción, y los diputados decían o no con más aplomo, como si trataran de ponerles alzas a sus votos. Carrascal llegó a la N y Navarrete, diputado socialista por Huelva, dijo no.

Eran las 18.22 horas y entonces se oyó algo de lío en la entrada y empezó a desarrollarse una ópera bufa, según letra de una canción de Lola Flores: «Entró un civil con bigote, ozú, qué miedo, chavó», con la pistola desenfundada y dando grandes voces: «¡Quieto todo el mundo!». Luego vinieron los tiros al aire. El techo muestra aún las huellas. Afortunadamente, nadie ha solicitado la intervención de los escayolistas invocando la memoria histórica.

Aquel día nos reveló a tres héroes en el interior: Gutiérrez Mellado, Suárez y Carrillo, que mantuvieron la decencia estética de la vertical ante aquella tropa.

Y en el exterior, Fernández Campo. El golpe fue sorprendente, pero nadie puede decir que fuera del todo inesperado. La opinión pública vivía pendiente del estado en los cuarteles; el mismo protagonista había establecido un precedente -la operación Galaxia-, la sensación de desgobierno era total, ETA había asesinado a 98 personas en 1980. Aquel estado de cosas tenía preocupada a la ciudadanía y también a la clase política. Armada había ido deslizando en los oídos de la oposición la conveniencia de buscar una alternativa, un gobierno de coalición de UCD, PSOE, AP y PCE, presidido por él para salir del marasmo.

Armada, antiguo preceptor real, había sido motivo de fricción entre Suárez, que no se fiaba, y el Rey. Éste, que no se recató en criticar a Suárez, consiguió imponer su nombramiento a Rodríguez Sahagún como segundo jefe del Estado Mayor. Sólo faltaba acreditar su cercanía al Monarca ante los mandos militares indecisos. De ahí su interés por ir aquella tarde a La Zarzuela. De ahí el doble acierto de Sabino. Al impedírselo. Y al dar aquella magistral respuesta al general Juste, cuando llamó, preguntando por Armada, la prueba del nueve de que el Rey apoyaba el golpe: «Ni está, ni se le espera».

Hubo más héroes en el exterior que salvaron las libertades: el Gobierno de los subsecretarios que presidía Paco Laína. Lean ustedes la lista de aquellos terceros niveles en un tiempo de crisis y compárenla en bagaje intelectual y profesional con la relación de figurantes en el Consejo de Ministros y Ministras y digan quiénes parecen los ministros y quiénes los subsecretarios/as. Treinta años ya. Cómo pasa el tiempo, hay que joderse.

Santiago González, EL MUNDO, 21/2/2011