Jóvenes indignados

Adoptar la ‘indignación’ como divisa política de partida, sin una comprensión previa suficiente de ese entramado complejo de problemas, parece más un ejercicio anacrónico de voluntarismo que el principio de un proyecto sólido.

Juventud sin futuro’ es el nombre de una plataforma nacida el pasado mes de marzo en medios universitarios españoles. Su manifiesto fundacional, dirigido a la opinión pública para mostrar su ‘desacuerdo con la política de recortes sociales del Gobierno’ y firmado también por profesores y profesionales de la cultura, concluía con un llamamiento a la movilización. La manifestación convocada en Madrid para el 7 de abril fue secundada por un número de jóvenes oscilante entre el millar cifrado por la Policía y los cinco mil evaluados por los organizadores. Abría una pancarta donde podía leerse ‘Sin casa, sin curro, sin pensión y sin miedo’. El pasado domingo día 15, otra plataforma de nueva creación, ‘Democracia real ya’, forjada al calor de internet y de las redes sociales, y en la que participan ciudadanos de toda condición disconformes con el actual sistema político y económico, ha movilizado, con el apoyo de la primera, a varios miles de jóvenes en cerca de 60 ciudades españolas.

«Este es solo el principio. Mantente indignado», reza uno de los slogans de ‘Juventud sin futuro’. Y uno de los portavoces de ‘Democracia real ya’ añade: «Queremos recoger la indignación ciudadana». Precisamente ‘¡Indignaos!’ es el grito desafiante que acaba de lanzar Stéphane Hessel, el nonagenario luchador de origen judío-alemán, activista de la Resistencia y superviviente de Buchenwald, miembro del equipo redactor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y exembajador de Francia ante la ONU. Su opúsculo, del mismo título, bestseller millonario en Francia y uno de los éxitos editoriales en la reciente Feria del Libro, se presenta como «un alegato contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica».

¿Nos encontramos realmente ante ‘el principio’ de una rebelión contra el actual estado de cosas? ¿Incluso contra un sistema que evidencia, si no el declive final que algunos profetizan, al menos un desviacionismo preocupante? Como se diría en épocas no tan pretéritas, se dan sobradamente para ello las ‘condiciones objetivas’ necesarias, preludio de un futuro aún más sombrío: empleo precario, sueldos insuficientes, pensiones a la baja, sacudidas financieras, migraciones masivas, riesgos tecnológicos, agotamiento de los recursos naturales, amenazas terroristas, militarismos desvergonzados, más un variopinto, etcétera, que desemboca en las temidas previsiones apocalípticas sobre cambio climático y otras agresiones a la Madre Tierra. ¿Son estos jóvenes el nuevo ‘sujeto revolucionario’ que ha tomado conciencia de las ‘contradicciones del sistema’ y se prepara para una lucha política sin cuartel?

Si nos atenemos a la historia de las revoluciones sociales del siglo pasado, la respuesta es que no. Falta una idea-fuerza contundente, como en su momento lo fue la ‘sociedad sin clases’, reduccionismo supuestamente liberador de todas las miserias humanas. Hoy, por contra, se apela a un surtido fragmentado de causas, sin aparente conexión mutua (¿en qué punto se tocan el empleo y el calentamiento global?), y sin que, al fondo de la escena, pueda vislumbrarse con claridad quiénes son los agentes que manejan los hilos de la trama. Falta, además, la fe en un ideal emancipatorio y en la promesa de un paraíso terrenal donde tengan cumplimiento las utopías humanas. Al contrario, se tiene la convicción de que es imposible escapar a la fatalidad de los imperativos tecnológicos o económicos. Si antes se buscaba la resolución de las contradicciones, hoy nos conformamos con la paliación de sus efectos.

Y faltan las organizaciones de oposición apropiadas (partidos, sindicatos, asociaciones políticas), dotadas de la visión integral, la voluntad decidida y los recursos necesarios para aspirar a la ocupación del poder. El largoplacismo estratégico suena a literatura ficción y los arrebatos de indignación encuentran mejor acomodo en la movida simbiótica ‘red-calle’ que en las viejas estructuras organizativas.

En definitiva, los tiempos de la posmodernidad han arruinado merecidamente la fe en los grandes relatos de liberación, los recetarios mágicos sanadores y las estructuras políticas ‘fuertes’. Se dirá que, a cambio, sólo hemos recibido preguntas y más preguntas. ¿Cómo enmarcar tanta narración fragmentaria como se nos cuenta, en un contexto de sentido global? ¿Tendrán poder curativo las modestas fórmulas paliativas que el ‘establishment’ ofrece? ¿O cómo operar para que la movilización no se detenga? Preguntas, sin embargo, que deberían servir para abrir nuevas vías de reflexión y de acción.

La posmodernidad necesita reinventar nuevos conceptos, nuevas teorías y nuevos modos de abordar los tremendos problemas tecnológicos, económicos, culturales y morales que tiene planteado el planeta. Vivimos en la era de la complejidad, y en el marco de sociedades que gozan de un nivel educativo elevado. De ahí que adoptar la ‘indignación’ como divisa política de partida, sin una comprensión previa suficiente de ese entramado complejo de problemas, parece más un ejercicio anacrónico de voluntarismo que el principio de un proyecto sólido. «Nadie miente tanto como el indignado», despotricaba exageradamente Nietzsche. Que la advertencia sirva, al menos, de cautela para evitar que los jóvenes se mientan a sí mismos.

Pedro Larrea, EL DIARIO VASCO, 18/5/2011