De esta inesperada sacudida social de hartazgo podría y debería salir un impulso regeneracionista que perfeccione un sistema político avejentado, envilecido por la endogamia, la corrupción y la inercia. Ojalá. Sólo que eso nada tiene que ver con la oleada de la plaza Tahrir más que en el método y la escenografía.
ESO sí que no: de Plaza Tahrir, nada. La protesta de los «indignados» tiene muchos motivos razonables y acaso traiga consecuencias beneficiosas si consigue sacudir la artrosis evidente de los agentes políticos y propicia algunos cambios regeneradores necesarios; pero no se puede comparar a las revueltas árabes por la sencilla razón de que éstas se produjeron contra manifiestas dictaduras y regímenes autoritarios. Aunque España no sea desde luego la «democracia bonita» de Zapatero, haya caído en notorias imperfecciones y funcione con un sistema institucional abotargado y envejecido, es un régimen constitucional de pleno derecho y consagradas libertades cuya defensa ha costado a mucha gente mucho esfuerzo y hasta alguna sangre. Lástima que haya que recordar esta obviedad, pero es que ciertas cosas no se pueden pasar por alto sin poner pie en pared, las proclamen los jóvenes amotinados, un frívolo Felipe González —que bien sabe lo que costó esta libertad— o esa BBC que sigue llamando con eufemismos a los terroristas. Este movimiento contestatario ha arrancado con buena música, pero si quiere ganar legitimidad y adeptos tiene que perfeccionar un poco la letra de su incipiente discurso.
Lo mismo procede sobre la diatriba del bipartidismo. El bipartidismo español no es la consecuencia de una mala ley electoral, sino de la reiterada voluntad de millones de ciudadanos que desde 1977 votan mayoritaria y abrumadoramente —el 80 por ciento, punto arriba, punto abajo— al PSOE y al PP (antes a la UCD) en pleno uso de sus facultades soberanas. Otra obviedad, claro, pero por lo visto es menester repetir ciertas evidencias que parecen haberse vuelto antipáticas. La Constitución no dice en ningún sitio que la soberanía resida en la calle ni en las redes sociales, sino en el pueblo español, y se expresa a través de las urnas en un Parlamento representativo. Es obvio que algunos partidos salen penalizados y otros beneficiados por la distribución del voto, y que las listas cerradas se han convertido en un mecanismo que a todas luces prima la disciplina de los aparatos de partido. También lo es que la ley electoral necesita de manera palmaria una revisión. Lo que no cabe es cuestionar la voluntad explícita de la gente. Porque con esa misma ley Anguita sacó 23 diputados y Llamazares uno; a ver si de la incompetencia de algunos líderes va a tener la culpa el señor D´Hont.
De esta inesperada sacudida social de hartazgo podría y debería salir un impulso regeneracionista que perfeccione un sistema político avejentado, envilecido por la endogamia, la corrupción y la inercia. Ojalá. Sólo que eso nada tiene que ver con la oleada de la plaza Tahrir más que en el método y la escenografía. Allí se trataba de conseguir frente a los fusiles una mínima libertad; aquí se trata, a lo sumo, de perfeccionar la que llevamos más de treinta años disfrutando. Un respeto por esa pequeña diferencia.
Ignacio Camacho, ABC, 20/5/2011