No estamos ante una revolución contra el sistema, sino frente a una reclamación airada de que el sistema deje de ser traicionado por sus propios sacerdotes. Que se administre con más equidad y solidaridad la penuria, que se actúe contra el ensanchamiento de las desigualdades, que se restablezcan verdaderos canales de discusión de ideas, que desaparezca el partidismo cerril…
El principal problema que plantea el movimiento contestatario del 15-M a la política oficial es de fondo: pese a su informalidad y espontaneidad, tiene argumentos sólidos. El movimiento sostiene que la política institucional no está dando la debida respuesta a los problemas que crea la crisis a los jóvenes y los desempleados. Eso es verdad. El movimiento sostiene que los partidos se han alejado de los ciudadanos y se han convertido en simples empresas de captar votos para conseguir poder, empleo, notoriedad y supervivencia personal para los dirigentes. Eso también es cierto, aunque haya muchos políticos que actúen con vocación de servicio público y defendiendo ideales ideológicos democráticos. El movimiento sostiene que ni el Gobierno ni la oposición tienen ideas claras para remediar la situación, y, desbordados, dejan hacer, de modo que al final son los mercados y no los poderes públicos quienes fijan los rumbos. Este es otro diagnóstico básicamente certero. Hay que subrayar que estas ideas no son originales: desde hace mucho tiempo las formulan los pensadores y analistas como causas de un declive de la calidad de nuestra democracia.
El segundo problema que plantea es más delicado. Se trata de una movilización que ahora tiene dimensiones limitadas. Pero detrás suyo, mirando y callando, millones de personas de este país que por su talante no participan en las acampadas creen asimismo que nuestro sistema político no funciona. Es una mayoría social amplia. El reciente informe sociológico Pulso de España 2010, coordinado por José Juan Toharia, subraya que los españoles no desean tanto el relevo del actual Gobierno por la actual oposición como el relevo de ambos por otro estilo de gobernar y de actuar. Porque, según este estudio, los españoles no abominan de la política, sino del modo ramplón, mediocre y mezquino con que la ejercen la mayoría de nuestros políticos.
Llama la atención cómo se han producido las cosas. Estábamos en plena campaña electoral, con los partidos aplicados en el ritual periódico de exhibir méritos propios, prometer, subir el tono y descalificar a los adversarios, cuando de pronto desde la calle les han roto el guion. No hay que minimizar la tarea de los partidos. Conseguir votos es fácil con los contentos y con los obedientes que creen en ellos o en las banderas que ellos enarbolan. Pero la clave de las elecciones, más que convencer, es empujar de un modo u otro hacia el colegio electoral, en beneficio propio, a los indiferentes, los descontentos y los escépticos. En países tan desmovilizados como el nuestro, quien lo sabe hacer gana. Los partidos estaban volcados en una campaña tan poco interesante como la mayoría de las que hemos sufrido en los últimos 15 años, y al entrar en la fase final, en el redoble definitivo de tambores para llamar la atención, unas movilizaciones improvisadas les han dicho a la cara que mucha gente está harta de eso.
Estas elecciones son particularmente pobres de espíritu. Los mismos partidos desprecian públicamente su indiscutible importancia (la reordenación de la vida local cuando se nos ha acabado el dinero y hay por delante estrecheces y problemas sociales) al rebajarlas a la condición de ensayo general de las próximas legislativas, de las que saldrá un nuevo presidente del Gobierno. La sustitución del debate político por la simple propaganda se ha visto coronada esta vez con la prohibición legal (decidida por los propios partidos) de que los medios de comunicación privados desempeñen en la campaña libremente su trabajo. El cinismo partidista se traduce, con impudor, en la presencia en las listas de más de 100 imputados en casos de corrupción, y en una carrera para exhibir y ocultar al mismo tiempo las nuevas derivas xenófobas…
Ha sido en este contexto cuando, sin pedir permiso, muchos ciudadanos, en vez de seguir escuchando pasivamente la palabrería electoral de siempre, han decidido decirles a los partidos, y con claridad, lo mucho que han de cambiar en sus comportamientos y políticas. Iñaki Gabilondo lo ha resumido diciendo que ha llegado el momento de que los grandes partidos se refunden. No estamos ante una revolución contra el sistema, sino frente a una reclamación airada de que el sistema deje de ser traicionado por sus propios sacerdotes. Que se administre con más equidad y solidaridad la penuria, que se actúe contra el ensanchamiento de las desigualdades, que se restablezcan verdaderos canales de discusión de ideas, que desaparezca el partidismo cerril…
¿Sobrevivirá este movimiento a las elecciones? Todo el mundo se hace esta pregunta. Estamos en una circunstancia excepcional, la crisis, que durará tiempo, de modo que los inconformistas con la actual situación injusta continuarán pidiendo soluciones, por esta vía o por otras. Por eso, las preguntas importantes son otras: ¿rectificaremos lo que estamos haciendo tan mal?, ¿cambiarán nuestros partidos políticos? Porque el riesgo que corremos es que si no hay una rectificación democrática civilizada, la futura desestabilización puede llegar a tener formas mucho menos sensatas.
Antonio Franco, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 20/5/2011