Begoña Urroz, de 22 meses, falleció abrasada en 1960 por una bomba colocada en la estación de ferrocarril de Amara (Guipúzcoa). Décadas después se descubrió que ése fue el primer atentado mortal de ETA. Su madre rompe ahora 50 años de silencio y habla a EL PAÍS
«Una tía mía, Soledad Arruti Etxegoyen, trabajaba en la consigna de la estación de Amara, en San Sebastián. Yo solía ir a ayudarla para ganarme unas pesetillas. Aquel día dejé a mi niña con ella mientras yo iba a un comercio cercano a comprarle unos zapatitos para ir a Navarra. Cuando volví, había un lío tremendo. ¡Había estallado una bomba! Mi hija estaba abrasada y otras personas, entre ellas mi tía, heridas. Fue horrible». Jesusa Ibarrola Telletxea, a sus 83 años, se mantiene lúcida y fuerte. Pero no puede reprimir el llanto porque conserva en carne viva el recuerdo de aquella tragedia pese a que ha transcurrido ya medio siglo de lo que luego, mucho tiempo después, se ha sabido que fue el primer atentado de ETA con resultado de muerte.
Begoña Urroz Ibarrola, un bebé de apenas 22 meses, la primogénita de Jesusa, inauguró así una lista en la que hasta hoy figuran más de 850 nombres escritos con sangre por ETA a lo largo de su historia. Durante 50 años, los Urroz han rumiado su dolor con discreción, en solitario y en silencio. Un silencio que ahora han roto por primera vez, gracias a la decisión de esta madre octogenaria.
Ocurrió minutos después de las siete de la tarde del lunes 27 de junio de 1960. A esa hora deflagró una maleta incendiaria depositada en uno de los armaritos de la consigna de la estación de Amara. La reseña que el atentado mereció en los periódicos de la época se limitó a la publicación de una escuálida nota del Ministerio de la Gobernación en la que daba cuenta de la explosión de cinco artefactos: uno en un furgón del tren correo Barcelona-Madrid, entre los municipios zaragozanos de Quinto y Pina de Ebro, y los otros cuatro en otras tantas consignas de Barcelona, Madrid y San Sebastián (una en la estación del Norte y otra en la de Amara).
En la estación del Norte donostiarra resultó herido de levedad Carlos Íñigo Acevedo, domiciliado en Pasaia. Pero el de Amara fue el más grave de una cadena de atentados inusual hasta entonces bajo la férrea dictadura del general Francisco Franco. Además de la niña Begoña Urroz Ibarrola, con quemaduras en el 90% de su cuerpo, también resultaron heridos por este último artefacto el joven estudiante Valeriano Bakaikoa Azurmendi, de 15 años, que regresaba a San Sebastián tras pasar unos días de vacaciones con unos familiares de Rentería; la encargada de la consigna, Soledad Arruti, de 60; Pascual Ibáñez Martín, de 29 años; Francisco Sánchez Bravo, de 42, y María García Moras, de 49.
El comunicado del ministerio que entonces dirigía el general Camilo Alonso Vega concluía diciendo que «con estos hechos se ha pretendido dar cumplimiento a las consignas terroristas que elementos extranjeros, en cooperación con separatistas y comunistas españoles, vienen propugnando insistentemente». Punto. Ésa era toda la explicación. ¿Pero quiénes eran esos misteriosos elementos extranjeros? ¿Quiénes eran esos separatistas y comunistas que estaban tras esa oleada de bombas? Las autoridades no aclararon nada ni ese día ni los siguientes…
Ni siquiera el Gobierno Civil de Vizcaya fue más explícito cuando apenas 48 horas después estalló una nueva maleta incendiaria en la estación bilbaína de Atxuri del Ferrocarril Vascongado. En aquella ocasión, el gobernador y jefe provincial del Movimiento difundió un comunicado en el que aseguraba: «Ha sido una prueba de cómo se comportan esos elementos enemigos del orden y de la tranquilidad pública, que han levantado con su actitud criminosa una reacción de protesta ciudadana concretada en unánime condenación». La obstrusa y ampulosa fraseología franquista no permitía deducir quiénes eran esos «enemigos del orden» ni en qué había consistido la «unánime condenación» de los ciudadanos.
A Juan Urroz, un hombre de caserío, un vasco-navarro que sólo hablaba euskera, empleado en la fábrica de electrodomésticos Moulinex, y a su esposa, Jesusa Ibarrola, les interesaba entonces muy poco saber quién había cometido aquella salvajada. Lo único que les importaba era su hija Begoña, que agonizaba en la clínica del Perpetuo Socorro con los brazos, las piernas y la cara destrozados por una lengua de fuego. Su vida se apagó sólo unas horas después a causa de las horribles quemaduras que la bomba incendiaria le habían provocado.
Con cierta emoción, Jesusa recuerda en su casa de Lasarte (Guipúzcoa) que María Isabel Etayo, la esposa del entonces alcalde de San Sebastián, Antonio Vega de Seoane Barroso, permaneció toda aquella terrible noche a su lado dándole consuelo y apoyo. «Aquellos días eran las fiestas del pueblo. Mi madre nos ha contado muchas veces que el día del entierro de la niña salieron de casa con la cajita blanca mientras la gente cantaba y bailaba por las calles», dice Begoña Urroz, la hija de Jesusa que fue bautizada con el mismo nombre que tenía su hermana fallecida. Como en un intento de mantener siempre vivo el recuerdo de la niña muerta. «Al principio me daba mucha impresión ir al cementerio y ver mi nombre escrito en una lápida», comenta Begoña con una ligera sonrisa.
El mortal atentado apenas tuvo repercusión social. El 1 de julio de 1960, La Voz de España publicaba una breve reseña dando cuenta del «sepelio y misa de gloria por la niña Begoña Urrosi» (sic), a la que asistió el gobernador civil de Guipúzcoa, José María del Moral, para dar el pésame a la familia de la chiquilla que «falleció a consecuencia de las heridas recibidas en el criminal atentado». El Diario Vasco, por su parte, insertaba ese mismo día una fotografía del oficio religioso. Pero no hubo manifestaciones públicas, ni actos de repulsa por el asesinato, ni concentraciones ciudadanas. Nada. Sólo el silencio. Un espeso silencio.
Nada más enterrar a su hijita, Jesusa tuvo que afrontar una penosa y dolorosa tarea: hacerse cargo de la consigna de equipajes de la estación de ferrocarril de Amara. «Mi tía Soledad estaba herida y no podía trabajar. Así que yo la suplí hasta que se repuso. Durante aquel tiempo, yo no dejaba que nadie metiera una maleta en la consigna si antes no la abría y enseñaba su contenido. La gente se quejaba y me preguntaba por qué tenía que hacer eso. Si alguien se resistía, unos guardias venían a revisar el equipaje», explica. Claro, nadie sabía el drama íntimo de aquella mujer cuya niña había muerto abrasada por una bomba en ese mismo lugar.
«Mis padres sufrieron mucho con la muerte de la pequeñita. A mi padre, eso le quitó media vida. Ella era su niña bonita. Fíjese que era tan así, que poco antes de morir él, hace algo más de un año, nos dijo: ‘Ahora me voy a encontrar con mi hija’. Mis padres nunca olvidaron ese tremendo mazazo», dicen los hermanos Jon y Begoña mientras arropan a su amá. Ésta hoy tiene las yemas de los dedos agrietadas y ennegrecidas por una extraña enfermedad que los hijos achacan al estrés que le ha causado el reciente fallecimiento de dos familiares.
ETA, que en aquellas fechas tenía sólo un año de existencia, no reivindicó entonces la cadena de explosiones y, por tanto, tampoco se atribuyó la colocación del artefacto que mató a la menor. Entonces no se sabía nada de ETA, aunque poco después empezaron a aparecer por todo Euskadi panfletos y hojas firmadas con estas siglas, según recuerda la familia Urroz Ibarrola.
Tras un intento fallido de hacer descarrilar en 1961 un tren de ex combatientes de la Guerra Civil, la incipiente organización etarra causó el 7 de junio de 1968 la primera muerte reconocida: la del guardia civil de Tráfico José Ángel Pardines en un tiroteo mantenido en Villabona (Guipúzcoa) con dos individuos que viajaban en un Seat 850 cupé y que le infundieron sospechas. El 2 de agosto de ese mismo año, los etarras cometieron su primer atentado de gran repercusión: el asesinato del comisario Melitón Manzanas, jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa, a manos de tres activistas que le esperaron frente a su domicilio en Irún, un chalet llamado Villa Arana, y le acribillaron a tiros.
«Al poco tiempo, nosotros estuvimos convencidos de que la bomba de Amara la puso alguien de ETA. Y mucha gente también lo pensaba. Pero era algo de lo que nadie hablaba. En aquellos años, nadie hablaba de esas cosas y nosotros decidimos llevar nuestro drama en la intimidad», coinciden los hermanos Urroz, mientras su madre asiente en silencio. A lo largo de los años, nadie se acercó jamás a la familia para darle apoyos o ánimos; ninguna autoridad se interesó por ellos; ninguna asociación cívica les dio respaldo. Y el caso cayó en el olvido, aunque marcó de por vida a los padres y a los hermanos de aquella chiquilla que pereció abrasada en Amara en plena dictadura franquista.
Hasta que en 1992, José Antonio Pagola Elorza, vicario general de la diócesis de Guipúzcoa, publicó el libro La ética para la paz. Los obispos del País Vasco 1968-1992. En este ensayo figuraba una nota a pie de página en la que se mencionaba lo siguiente: «En realidad, parece ser que la primera víctima de una acción terrorista de ETA fue la niña de 22 meses Begoña Urroz Ibarrola, muerta el 27 de junio de 1960, al hacer explosión un artefacto colocado en la estación de Amara (San Sebastián)». Fue la primera mención escrita en la que se apuntaba a ETA como responsable de aquel crimen inexplicable.
Pagola, hoy ya jubilado de su labor pastoral, aunque sigue publicando libros, recuerda perfectamente cómo tuvo noticias de aquel hecho sangriento: «Me lo contó una catequista que se llamaba Isabel y que me conocía. Era vecina de la familia Urroz. Ella me dio esa información y yo contrasté en la prensa de la época que efectivamente hubo una niña llamada Begoña Urroz Ibarrola que murió en Amara. Pero no indagué más, ni sabía más. Como puede comprobarse fácilmente, en esa nota a pie de página yo decía que ‘parece ser’, es decir, que no lo daba por seguro porque no tenía más datos».
La catequista Isabel, una mujer hoy entregada a causas solidarias, como el cuidado de enfermos de sida, sigue siendo vecina y amiga íntima de los Urroz. Ella misma confirma que fue quien comentó al vicario Pagola lo que le había ocurrido a aquella niña que vio nacer y que más de una vez correteó por su casa.
El socialista Ernest Lluch, ex ministro de Sanidad con Felipe González, leyó aquel libro de Pagola y decidió indagar más en ese confuso y olvidado atentado ocurrido en el verano de 1960. Lluch, un enamorado de Euskadi, un intelectual que defendía la necesidad de «realizar contactos» entre el Gobierno y ETA para intentar poner fin al conflicto vasco, investigó aquella pista.
Fruto de sus indagaciones, Lluch publicó en El Correo del 19 de setiembre de 2000 un artículo, titulado La primera víctima de ETA, en el que daba cuenta de sus averiguaciones: «Consultada la biblioteca de los benedictinos de Lazkao, podemos añadir, según recoge la Oficina Prensa Euzkadi del Gobierno vasco en el exilio, que la agencia United Press International lo atribuyó al Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación. Ésta era una organización de existencia confusa, por lo que la OPE comenta en su nº 3.189, de 1 de julio de 1960, que ‘es difícil pronunciarse sobre su autenticidad’. La publicación del PNV Euzko Deya titula al acto de ‘estupidez criminal», explicaba el ex ministro socialista.
«No hemos encontrado ni en Lazkao ni en publicaciones que ETA se atribuyera la colocación de bombas en 1960. El esperable resultado de una muerte especialmente repugnante debió conducir a una discreción absoluta», agregaba Ernest Lluch antes de concluir su artículo así: «Indigno inicio en el pecado original de ETA».
«Yo puse en contacto a Lluch con la catequista que me había contado a mí lo de la niña Begoña», explica el ex vicario general Pagola. Sin duda, ésta enlazó al ex ministro con la familia Urroz, con la que mantuvo correspondencia. La última de las cartas escritas por él a la madre de la menor -reproducida en esta página- data del 15 de septiembre de 2000. «Gracias por su colaboración en conocer con más precisión algo que no debe ser olvidado», decía Lluch a Jesusa Urroz, a la vez que le anunciaba: «Paso temporadas en San Sebastián y me gustaría darle un abrazo a quien ha sufrido tanto». Jamás pudo cumplir ese deseo porque un comando etarra le mató a tiros, menos de dos meses después, en el garaje de su domicilio de Barcelona.
El periodista Florencio Domínguez y los profesores universitarios Rogelio Alonso y Marcos García Rey acaban de publicar un libro, Vidas rotas (Espasa) en el que señalan: «Durante mucho tiempo, el asesinato de Begoña Urroz Ibarrola, al igual que el resto de atentados de aquellos días, fue atribuido al anarquista Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación (DRIL). ETA nunca asumió la autoría de la colocación de la bomba de Amara, aunque el 29 de marzo de 1992, a raíz de la captura de la dirección de ETA en Bidart (Francia), en el ordenador del jefe del aparato político, José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, fue encontrada una cronología de diversos acontecimientos en la que figura la mención a ese atentado».
«Dos años más tarde», prosiguen los autores de Vidas rotas, «el Anuario del diario Egin correspondiente a 1994 y la obra Euskal Heria y la libertad (Txalaparta, 1994), ambos vinculados a la denominada izquierda abertzale, publicaron un texto similar: se trataba de una cronología de episodios relacionados con ETA en la que se incluía la muerte de Begoña Urroz, aunque no se mencionaba expresamente que hubiese sido obra de la banda terrorista».
La muerte de la pequeña Begoña no fue la única vez que los Urroz sufrieron los zarpazos del terrorismo a lo largo de los años. «Yo tenía una zapatería y dos veces me la destrozaron las bombas que estallaron en una sucursal del Banco Bilbao Vizcaya que había enfrente de mi local», rememora Jesusa.
Juan, Jesusa y sus hijos Begoña y Jon han cargado con su dolor en solitario. «Lo llevas y ya está. Los vascos somos así. Creemos que es algo que tienes que guardarte en tu intimidad», replica Jon, escueto y estoico cuando se le pregunta por qué han actuado así.
«Mis padres sufrían mucho. Hoy lo hablamos y no pasa nada, pero años atrás no se hablaba de estas cosas porque era como ponerte en contra de todo el mundo», remacha Begoña. «Cada vez que había un atentado, mis padres se acordaban de mi hermana… y era terrible», agrega. «En la sociedad en que vivían aquí no se podía hablar. Para mis padres era como un secreto, como una herida, como si encima ellos fueran culpables. Tanto es así, que yo tengo amigos y gente conocida que no sabían nada de lo que nos había pasado», explica.
Hay vecinos de la familia que han conocido este hecho cuando murió Juan Urroz, hace algo más de un año. Durante el funeral, el sacerdote oficiante pidió a los feligreses que dieran su respaldo y su apoyo incondicional a esa familia que tanto había sufrido. El cura explicó que decía eso no sólo por el fallecimiento del cabeza de familia, sino por el dolor que desde hace 50 años se habían visto obligados a arrostrar por la muerte de la pequeña Begoña por un bombazo de ETA. «Y citó a ETA públicamente en la iglesia», recalcan los Urroz.
El recuerdo de aquella niña de 22 meses que pereció abrasada por una mano criminal ha estado tan vivo, tan presente, en la existencia de esta familia que incluso decidieron incluir su nombre en la esquela que daba cuenta del fallecimiento de su padre. «Pusimos el nombre de su viuda y después el de sus hijos: Begoña, con una cruz entre paréntesis para indicar que estaba muerta; después el mío, que me llamo también Begoña, y el de mi hermano Jon. Al verla, mucha gente nos preguntó cómo era posible eso, que si no había un error en la esquela del periódico… Y así fue como se enteraron de lo que pasó hace cincuenta años», relata Begoña, funcionaria municipal.
¿Pero nunca hubo nadie que se prestara a ayudarles? ¿Jamás ninguna autoridad se dirigió a los Urroz Ibarrola? ¿Por qué éstos no reclamaron nada ni buscaron al menos el reconocimiento del Gobierno como víctimas del terrorismo? «Yo recuerdo que, hace unos años, mis padres contrataron a un abogado para que moviera el asunto, pero no consiguieron nada y se acabaron cansando. ¿No lo recuerdas, amá? ¿No tienes guardados los papeles que manejó aquel abogado?», pregunta Begoña a su madre. Pero ella responde que no recuerda nada, que ha pasado demasiado tiempo, que ya no tiene la memoria que tenía antes… La hija, entonces, rebusca por los cajones y solamente halla añejos recortes de periódicos y cartas amarilleadas por el transcurso de los años, pero no encuentra ningún escrito del abogado al que ha recordado durante la conversación.
Después de cinco décadas de silencio y olvido, la alcaldesa de Lasarte, la socialista Ana Urchueguía, tiene previsto celebrar el próximo 14 de febrero un acto de homenaje a las víctimas del terrorismo que vivían en este municipio o que tenían alguna vinculación con él.
«La iniciativa ha partido de una moción presentada por el grupo municipal del PSE-EE, considerando que es el calor que necesitan las víctimas, sus familias y personas más queridas, y el gobierno más cercano a ellos, su Ayuntamiento, es quien tiene que demostrarlo de una forma indeleble», ha explicado el consistorio.
La moción fue aprobada el 30 de diciembre pasado con los votos favorables del PSE-EE, PP y la Plataforma Ciudadana Lasarte-Oria y la abstención de Eusko Alkartasuna y Ezker Batua. Los ediles no adscritos y los del PNV no asistieron a la sesión. La alcaldesa criticó la ausencia de estos últimos: «Considero al PNV un partido democrático y quiero denunciar públicamente que no hayan venido a defender su postura, sea cual sea, máxime cuando ETA asesinó a un compañero de corporación», según consta en la web oficial. «A pesar del sufrimiento de la sociedad, el grupo municipal socialista de Lasarte-Oria cree que hoy día queda pendiente un reconocimiento claro y explícito a todos estos ciudadanos que dieron su vida en defensa de la libertad y la democracia».
El Ayuntamiento colocará en su sede una placa conmemorativa «como reconocimiento institucional del valor humano en su máxima expresión y por la dignidad con que han sufrido un mal inconmensurable en nombre de todos». Uno de los nombres que figurará en esa lápida será el de la pequeña Begoña, aquella niña muerta en 1960.
«Nos informaron de este acto en el Ayuntamiento y nos preguntaron si mi madre estaría dispuesta a asistir al mismo, teniendo en cuenta que es ya una mujer muy mayor», revelan los hermanos Urroz. «Claro que voy a ir. Por supuesto que voy a ir», tercia rápidamente Jesusa, que conserva una energía y un coraje revelador de la fuerza personal que tuvo que tener en su juventud.
La familia considera que ya es hora de que alguien, alguna autoridad, tenga un gesto hacia ellos. «No queremos dinero ni nada de eso, ¿eh? Nunca viene mal, claro, pero afortunadamente no lo necesitamos. Estamos hablando de otra cosa», remarca Jon. Incluso censuran la exhibición pública del dolor, rayano en la impudicia, con que se muestran algunos familiares de otras personas que han pasado por el mismo trance. Eso explica, por ejemplo, las reticencias de los Urroz a la hora de hablar. Pero al final han decidido romper el muro de silencio para honrar a su niña.
EL PAÍS, 31/1/2010