El ciudadano necesita saber el margen real de autonomía del poder político frente al poder de los mercados financieros y sentirse partícipe de lo que, dentro de ese margen, se tenga que hacer. Si hay que comer sapo, se come. Pero se explica… ¡Y se reparte!.
Desconozco la autoría del aforismo según el cual todo político debe estar dispuesto a desayunar un sapo cada mañana. Es posible que haga referencia a la lectura de los periódicos o a esos noticieros radiofónicos donde suministran reptil vivo y coleando desde primera hora. De todos modos, cuando las cosas van mal, el sapo no es solamente colación de políticos. Por el contrario, cuando la economía iba viento en popa todos disfrutamos de los placeres especulativos. Todos. Los grandes financieros y también las buenas gentes que compraban pisos sobre plano para vender meses más tarde obteniendo fabulosas plusvalías o los desaprensivos que se entrampaban hasta las cejas para pagar gigantescos automóviles, viajes exóticos, fiestas de comunión o sellos de improbable rentabilidad mientras a nuestras espaldas (¿o no tanto?) los verdaderamente poderosos engullían con la avariciosa técnica del Lazarillo de Tormes y en la prensa comenzaba a hablarse de surrealistas fórmulas salariales como las famosas stock options.
Pero como el sistema político, en toda Europa aunque singularmente en España, había optado por sustituir la pedagogía por la más rastrera demagogia, en esos años felices los gobernantes pugnaban por «ponerse la medalla» del bienestar inherente a las altas tasas de crecimiento económico a ciencia y conciencia de que su actividad no tenía la menor influencia en ello. Es comprensible su estupor cuando ahora les echan en cara las cifras del paro. ¿Cómo van a explicar lo que pasa si evidentemente no lo saben? Los gobiernos, en especial los gobiernos socialdemócratas, son los inocentes «niños de los azotes» que reciben el castigo en el que desahoga su rabia el electorado. Todos lo sabemos pero… si no se pudiera echar la culpa al Gobierno… ¿A quién podríamos castigar?… ¿A nosotros mismos?… ¿A los poderes financieros que escapan de todo control?… ¿Contra quién y contra qué podemos dirigir nuestra indignación?
La izquierda no se merece menos. Los tiempos de abundancia anestesiaron la capacidad crítica de la socialdemocracia. De la socialdemocracia, sí, pero también de la prensa, de la universidad, del sindicalismo de izquierdas… Las fuentes de opinión económica, desde el ámbito académico hasta los grandes centros de decisión institucionales se adhirieron, salvo contadísimas excepciones, a esa paraciencia llamada Economía Ortodoxa cuyos postulados no son otra cosa que ideología neoconservadora adobada en abstrusas matemáticas y que tiene tanta fiabilidad como las tesis creacionistas o la diabética… ¡y parecido origen!
Declaramos el fin de los ciclos económicos y dimos tres vueltas al candado del sepulcro de Keynes. Abandonamos el discurso de la igualdad y de la política transformadora. No había nada que transformar. Si acaso, en coherencia con el esplendor vigente, los cleavages políticos se trasladaron del siempre correoso entorno de la lucha de clases a otros más imprecisos y amables.
Pero, en fin, la fiesta terminó. La burbuja reventó y la verdadera situación se puso de manifiesto. Nadie es del todo inocente, aunque tampoco sería justo repartir las culpas por igual. Curiosamente, cuando la izquierda ha abandonado la bandera de la igualdad, los poderes fácticos imponen a los gobiernos una gestión verdaderamente socialista de sus problemas. La izquierda, noqueada, asiste al espectáculo del vaciamiento de las arcas públicas para el sostenimiento de un sistema financiero corrupto sin costes significativos para sus propietarios y ejecutivos que, ni siquiera entonces, han sido capaces de reprimir sus obscenas prácticas y la izquierda ha aceptado que el coste de la crisis sea sufragado mediante el sacrificio de los más pobres. Los financieros vuelven a sus bonus, las agencias de calificación tienen la osadía de relanzar su actividad de soporte especulativo y los gobernantes, huérfanos de toda idea política tras años de no necesitarla, quieren hacernos creer que este sapo que nos ofrecen no es una dieta repugnante, tal vez necesaria por razones terapéuticas, sino que quieren hacernos creer que no es sapo… ¡que es merluza de anzuelo!
Quieren hacernos creer, por ejemplo, que es necesario y conveniente que el Estado financie a costa del contribuyente el saneamiento del desmadrado sistema financiero español. Nótese que no estoy hablando de la imprescindible garantía de los depósitos de los ciudadanos, sino de la innecesaria supervivencia de una pléyade de entidades zombis (hace mucho que murieron como verdaderas cajas de ahorros) que simplemente deberían haber sido adquiridas por el valor real de sus activos netos en un proceso natural de reorganización del sector. Otra cosa es que para calcular ese valor real habría que auditarlas en serio, algo que produce vértigo de solo pensarlo y que amenazaría con emerger responsabilidades de diversa naturaleza: políticas, desde luego, pero también contables, civiles y quién sabe si penales sobre individuos y grupos poco acostumbrados a rendir cuenta de sus actos.
Rescate, por cierto, que es en todo caso inútil pues (no hace falta ser adivino para esto) la purga se producirá inevitablemente y más pronto que tarde. ¿Acaso a alguien, además de a los propios directivos, le importa un pimiento el nombre de la entidad en la que le ingresan la nómina y de cuyo cajero la va rebanando a lo largo del mes?
En fin, aunque estos años de feria de las vanidades económicas han consolidado una profunda incultura cívica, la ciudadanía podría aún cerrar filas tras un liderazgo político que plantee un escenario de sacrificios necesarios repartidos con justicia y objetivos de avance social. Lo que no puede tolerar es que desde un gobierno socialdemócrata se le tome colectivamente por idiota.
El ciudadano necesita saber el margen real de autonomía del poder político frente al poder de los mercados financieros y sentirse partícipe de lo que, dentro de ese margen, se tenga que hacer. Si hay que comer sapo, se come. Pero se explica… ¡Y se reparte!
Rafael Iturriaga, EL PAÍS, 21/5/2011