ROGELIO ALONSO – EL CONFIDENCIAL – 16/11/15
· Es persistente la búsqueda de innovaciones por parte de los terroristas, que recurren a la combinación de diversas tácticas con las que incrementar la sorpresa entre diferentes audiencias y sus víctimas.
“Jóvenes valerosos que lograron cambiar la Historia”. Así fueron elogiados en la propaganda yihadista los terroristas responsables de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos. La magnitud de tan audaz y brutal acción generó un deseo de emulación y superación entre quienes propugnan el terrorismo en el nombre del Islam. Desde entonces, numerosos han sido los intentos de cometer atentados que alcanzasen similar espectacularidad. Es persistente también la búsqueda de innovaciones por parte de los terroristas que con frecuencia recurren a la combinación de diversas tácticas con las que incrementar la sorpresa entre diferentes audiencias y sus víctimas. La matanza de París obedece a esa lógica: ascender un peldaño más en su desafío contra sociedades democráticas, intensificar su capacidad de conmocionar mediante el terror indiscriminado y altamente letal, obtener un éxito propagandístico que permita a sus responsables erigirse en poderosos adversarios, en una suerte de vanguardia que les facilite una mayor movilización.
El triunfo de esa lógica terrorista no depende exclusivamente de los asesinos, sino de los estados y de las sociedades víctimas de su violencia y de la respuesta que reciba por parte de estos. Así ocurre porque el terrorismo es un conflicto asimétrico basado en una asimetría de legitimidades, fuerzas, estrategias y procedimientos: el terrorista carece del monopolio de la violencia legítima que distingue al estado, de fuerzas policiales y armadas organizadas símbolo también de la legitimidad estatal. Las acciones de unos y otros se ubican necesariamente en planos morales y tácticos diferenciados. De ahí que actores no estatales recurran al terrorismo para enfrentarse a estados fuertes dotados de sólidas organizaciones políticas, sociales y militares. Lo hacen con la intención de quebrar la voluntad de gobiernos y sociedades que, a pesar de la sensación de debilidad que provocan atentados como los del viernes, poseen una fortaleza sin parangón con la de los terroristas.
El miedo es el arma que el terrorismo esgrime en su conflicto asimétrico, la baza con la que pretende equilibrar un combate desigual.
Por ello el terrorista recurre a esa “guerra de fantasía”, término acuñado por el académico Franco Ferracutti hace décadas, que redefine sus crímenes como actos de guerra, y a los criminales como soldados. Esa “guerra de fantasía” le permite racionalizar su violencia absolutamente ilegítima, pero también colocar en un nivel diferente atentados como los del viernes. A pesar del impacto provocado deben encontrar como respuesta la resistencia y la fortaleza de sociedades democráticas preparadas para encajar golpes como este y otros que le sucederán y que las pondrán a prueba. Yerran por tanto quienes desde la democracia asumen esta retórica, perjudicando una acción comunicativa también esencial en el combate contra el terrorismo islamista.
El miedo es el arma que el terrorismo esgrime en su conflicto asimétrico, la baza con la que pretende equilibrar un combate desigual, pues una sociedad democrática cuenta con recursos suficientes para hacer frente a atentados como los que hemos presenciado y otros con los que intentará seguir subiendo otro peldaño más en su espiral de brutalidad. Frente al miedo, el estado puede desplegar un amplio arsenal de instrumentos políticos, policiales, militares, penales, sociales e ideológicos. Dispone de capacidades condicionadas por voluntades que a menudo merman la respuesta frente al terror. El presidente francés François Hollande lo expresó con una contundente declaración mientras se sucedían los atentados: “Frente al terror, Francia debe ser, sobre todo, fuerte. Todos y cada uno de nosotros tenemos una responsabilidad”.
Esa responsabilidad, convenientemente ejercida, es la que determinará la mayor o menor eficacia de una violencia que persigue asesinar a cientos para aterrorizar a miles. Esa responsabilidad es la que puede limitar el innegable impacto psicológico y político que el terrorista persigue con una matanza como la que acabamos de presenciar. Para ello conviene subrayar algunos rasgos del fenómeno al que nos enfrentamos y consecuencias que se derivan de los mismos.
En primer lugar, la autoría de los atentados. En el momento de escribir estas líneas el autodenominado Estado Islámico se ha atribuido ya la responsabilidad. A expensas de que se confirme fidedignamente, debe destacarse que ya diversos medios atribuyeron los atentados de enero en París a dicho grupo y a Al Qaeda. Durante varios días ambos grupos terroristas recibieron una beneficiosa publicidad para sus intereses a pesar de que todavía hoy no se ha podido vincular inequívocamente a los terroristas con órdenes directas de dichas organizaciones. Si finalmente se confirma la autoría del Estado Islámico, evidenciará unas determinadas capacidades que tampoco deben ser sobrevaloradas aunque sí correctamente evaluadas a la luz de otros precedentes.
En diciembre de 2008, diez terroristas llevaron a cabo atentados coordinados en diez escenarios diferentes de Bombay que mantuvieron durante cuatro días. La indiscriminada violencia de los asaltantes se cobró la vida de 200 personas, finalizando la operación cuando la mayor parte de los terroristas murieron después de haber resistido varios de ellos el asedio de soldados de élite, que intentaban poner fin a la toma de rehenes que también acometieron en varios enclaves. Las terribles imágenes fueron retransmitidas al mundo entero ante la sorpresa generalizada de las audiencias internacionales.
Las sociedades democráticas y sus regímenes de libertades ofrecen vulnerabilidades que los terroristas convierten en oportunidades.
Fue precisamente la abrumadora magnitud de la violencia perpetrada la que confería a este atentado su principal rasgo novedoso, pues no era la primera vez que el terrorismo seleccionaba como objetivo una serie de infraestructuras turísticas y grupos de turistas extranjeros, con la intención de dañar la economía del país blanco del terrorismo y de internacionalizar la causa de los perpetradores. Tampoco resultaba novedosa la utilización de armamento convencional, aunque sí el modo y la eficacia con la que los terroristas actuaron, como si se tratara de un comando militarmente adiestrado. Lo hicieron además recurriendo a innovaciones tecnológicas como el empleo de GPS para orientarse en la capital india y comunicación a través de BlackBerry y teléfono satélite. El recurso a la toma de rehenes introducía una originalidad respecto a las pautas más tradicionales de esta táctica, pues en ningún momento se apreció que los terroristas tuvieran intención alguna de negociar su liberación.
Los islamistas que acaban de asesinar en París han combinado también procedimientos (armas automáticas con explosivos), y atentados simultáneos en diferentes ubicaciones por parte de diferentes terroristas, esta vez en una capital europea, lo que les ha garantizado una impresionante atención mediática. La destreza mostrada no debe distorsionar la realidad, pues nuestras sociedades abiertas y democráticas son precisamente por su carácter abierto y democrático vulnerables ante un terrorismo con tan alto grado de fanatización. Las sociedades democráticas y sus amplios regímenes de libertades ofrecen vulnerabilidades que los terroristas convierten en oportunidades.
Tampoco debe engrandecerse todavía más las capacidades de una organización terrorista como el Estado Islámico que ha convertido en una productiva marca los logros que su violencia le está reportando. Logros que en una importante medida son resultado de las debilidades de quienes deben combatir a este grupo: renuencia de las naciones occidentales a intervenir sobre el terreno, dificultades para que los países que se impliquen en el escenario militar lo hagan con la determinación y recursos precisos, y el delicado equilibrio de intereses por parte de un heterogéneo grupo de socios entre los que se encuentran países musulmanes responsables de haber favorecido el fortalecimiento del Estado Islámico. Así ha podido erigirse en la organización con supremacía en el complejo de grupos y redes que conforman la amenaza del terrorismo islamista. Sin subestimar la magnitud del reto, debemos ser conscientes de que actores individuales sin los recursos que brinda la pertenencia a una organización terrorista también fueron capaces de una elevada letalidad e indiscriminación en el corazón de Europa, como evidencia, por ejemplo, el asesinato en masa perpetrado por Anders Breivik en 2011 en Noruega.
La amenaza yihadista es hoy multiforme y diversificada, sin que se limite a una sola organización terrorista. Conviene no olvidar que Al Qaeda, a pesar de su debilitamiento, tampoco ha desaparecido y que ambas siguen inspirando a grupos e individuos en la persecución de objetivos políticos y religiosos que desean imponer mediante el terror. Los indicadores que sustentan la amenaza y los actores amenazantes son múltiples y diversos: actores individuales y autoradicalizados motivados por la dimensión de una violencia que el Estado Islámico ha elevado a su máxima potencia, células pertenecientes a las organizaciones ya mencionadas o con relación con miembros de estas, terroristas retornados de Siria e Irak, radicales frustrados por no haber podido viajar a dichas zonas, e islamistas excarcelados en nuestro país y otros del entorno. Este carácter multiforme acrecienta la complejidad de la amenaza y también de las respuestas, obligando también a una adecuada contextualización.
Tan solo un 7% de los atentados terroristas y el 5% de las muertes registradas desde 2000 tuvieron lugar en países de la OCDE, según el Global Terrorism Index
De acuerdo con el Global Terrorism Index, en los últimos años la violencia terrorista se ha concentrado en un elevado porcentaje en contextos como Irak, Afganistán, Pakistán, Nigeria y Siria –donde se aglutinó el 82% de las muertes por ataques terroristas en 2013-. Tan solo un 7% de todos los atentados terroristas y el 5% de las muertes registradas desde 2000 tuvieron lugar en países de la OCDE, sin que toda esa violencia pueda relacionarse con el terrorismo en el nombre de la yihad. Todo ello permite una más rigurosa evaluación de la amenaza que en términos cuantitativos el terrorismo yihadista comporta para nuestro país. No obstante, esta medida tampoco debe inducir a subestimar las características de la amenaza en términos cualitativos, como muestra con crudeza la matanza de París. Esta amenaza polifacética, la que comportan tanto el Estado Islámico como Al Qaeda y sus organizaciones afines, los individuos -en solitario o en células- seducidos por ellas e interesados en emular sus tácticas terroristas, posee una dimensión tanto endógena como exógena. En consecuencia, nuestra respuesta también debe dirigirse tanto al interior como al exterior, doble responsabilidad que los gobiernos no siempre están dispuestos a asumir y que plantea un preocupante interrogante cuando el terrorismo islamista desea escalar su violencia como está intentando en los últimos meses -París ha ido precedido de otros atentados frustrados-.
Nuestras elites políticas deben contemplar las terribles imágenes de las víctimas y conmoverse. Quizás así se obliguen a reflexionar sobre respuestas reactivas que tan a menudo renuncian a aplicar estrategias antiterroristas integrales que requieren mucho más que meros anuncios propagandísticos. Estas estrategias deben ser aplicadas y no meramente anunciadas, exigiendo amplios recursos humanos y materiales, y una verdadera voluntad y liderazgo político para aplicar con determinación y constancia mecanismos que no deben estar supeditados a intereses políticos ajenos a la seguridad.
La comunidad musulmana no debe escudarse en una inexistente criminalización para eludir su implicación en la deslegitimación del terrorismo.
En este punto conviene apelar también a la responsabilidad de las comunidades musulmanas. “Soy musulmán. Condeno los ataques de París. Más de 1500 millones de musulmanes también. Por favor, recuerda esto”. Este ‘tweet’ repetido en las últimas horas evidencia una condición necesaria pero insuficiente. La imprescindible condena debe ir acompañada de una contundente deslegitimación del terrorismo en el nombre de esa ideología compartida. Precisamente porque esa minoría que perpetra la violencia comparte preceptos ideológicos con la mayoría que dice condenarla es por lo que recae sobre ella una mayor responsabilidad para deslegitimar este tipo de terrorismo. Sin duda la reproducción del islamismo radical es la raíz de uno de los principales potenciadores de riesgo para sociedades como la francesa y nuestro propio país, donde se aprecian ya inquietantes focos de radicalidad en segmentos de la población musulmana. La comunidad musulmana no debe escudarse en una inexistente criminalización para eludir su implicación en la verdadera y total deslegitimación de este terrorismo, como exigió este verano el primer ministro británico, David Cameron, en un discurso sin precedentes entre los líderes europeos.
Ciertamente Al Qaeda no ha conseguido la ambición de Bin Laden: “agitar, incitar y movilizar a la nación islámica” hasta que alcance su “punto de ignición”. El Estado Islámico persigue ahora ese objetivo y lo hace después de haber logrado convertirse, como escribió Rafael Bardají en septiembre de 2014, en algo “más que un grupo terrorista”, pues ha logrado conformar “un ejército” y “cuenta con una población afiliada por convicción o por miedo” que complementa el decisivo control del territorio que en este momento ejerce. La inspiración que aporta a otros radicales es otro indicador de su potencial. De nuestros gobiernos y sociedades depende que su fanatismo deje de obtener triunfos.
*Rogelio Alonso es director del Máster en Análisis y Prevención del Terrorismo en Universidad Rey Juan Carlos.