EL MUNDO 19/11/15 – LUCÍA MÉNDEZ
· El 13 de diciembre del año pasado, una organización que se hacía llamar Movimiento Ciudadano se presentó en un teatro de Madrid. Había tres o cuatro periodistas cubriendo un acto en el que se estrenaba como orador principal un joven político catalán de nombre Albert Rivera. Aunque entró en escena rodeado de focos y aplausos de varios centenares de personas, el auténtico protagonista de las crónicas periodísticas de ese día fue Fernando Maura, eurodiputado entonces de UPyD, que levantó al auditorio con sus ácidas críticas hacia el egoísmo de Rosa Díez, que había rechazado meses antes un acuerdo con este Movimiento Ciudadano.
Albert Rivera ya dijo en aquella ocasión que él aspiraba a ser el Adolfo Suárez de los 70, el Felipe González de los 80 y el José María Aznar de los 90. Pero nadie le hizo ni puñetero caso porque entonces el político de moda se llamaba Pablo Iglesias, que también quería ser el González del siglo XXI. Rivera anunció que pensaba hacer un partido para presentarse a las elecciones municipales, autonómicas y generales. Tampoco nadie prestó demasiada atención a este anuncio del político catalán, porque el mando político, económico y mediático del país estaba ocupado en echar el freno a la revolución que había llegado en las elecciones europeas de la mano de Podemos. El fogonazo de la insurrección contra el sistema político vigente dejó fuera de foco a los dos eurodiputados de Ciudadanos.
En el año que ha transcurrido desde aquella convocatoria en la que un tal Maura le eclipsó, Albert Rivera se ha ido colando por la puerta que abrió Podemos. La Historia es así de caprichosa. Pablo Iglesias abrió senda en la selva con el cuchillo en la boca y ahora Albert Rivera transita por ese camino expedito en loor de santidad y con el aroma del triunfo. Albert Boadella recibió ayer con orgullo a las puertas del Teatro del Canal a la criatura que él mismo ayudó a nacer como antídoto contra el nacionalismo catalán. Boadella no escatima elogios. «Es un tiro, un crack, está tocado por los dioses. Sólo tiene un problema: va demasiado deprisa, como si su cabeza fuera a más velocidad que sus palabras».
Quienes le escuchaban ayer por vez primera en el Foro de este periódico no llegaron a la pasión que expresa el célebre director de teatro, pero sí reconocieron que Rivera es un orador de primera y un político capaz de enfrentarse a un interrogatorio sin pestañear ni dudar ni balbucear. Quizá su único riesgo sea acabar atropellándose a sí mismo a fuerza de ir a toda velocidad como líder hipermoderno perfectamente adaptado a los tiempos definidos en los estudios de Gilles Lipovetsky. Cultura de masas, fragilidad, hiperconsumo, televisión, exceso, pero también búsqueda del equilibrio y de algo o alguien en lo que creer. Rivera se ha convertido, sin buscarlo, en el político que muchos españoles estaban esperando.
El líder de Ciudadanos ha ido acompasando su discurso a las necesidades de los tiempos y al ritmo de los sondeos que le han ido aupando hasta situarlo en un lugar decisivo para la gobernabilidad de España después del 20-D. Sabe que, como dice Boadella, tiene el destino de su parte cuando falta poco más de un mes para las elecciones generales.
Desde hace unos días, Rivera le da vueltas a una frase que le repiten en todos los lugares que visita: «No nos falles». Fue lo mismo que le dijeron a Zapatero la noche electoral de 2004. El entonces líder socialista acabó fallando a sus fieles seis años después, en mayo de 2010, y Podemos empezó a nacer en ese momento. El presidente de Ciudadanos viaja por España con la pesada carga del «no nos falles» a la espalda y responde con la frase de Kennedy: «No me falléis vosotros a mí».
Quizá dentro de un mes los españoles pongan a prueba su inteligencia situándole como el árbitro decisivo del futuro Gobierno del país. Si eso sucediera, él sabe que ese «no nos falles» será definitivo a la hora de tomar la decisión de inclinarse a un lado o a otro. Podría fallar si permite que Rajoy sea presidente y podría fallar si permite que Sánchez sea presidente. De la respuesta a las preguntas que ayer se le formularon en el Foro de este periódico no es difícil concluir que este político catalán aspira a que la política española cambie mucho después del 20-D. Tanto, tanto como para no ponerle en la tesitura de ser él quien tenga que poner sus diputados al servicio de la investidura de un candidato a presidente del Gobierno del PP o del PSOE.
Tal vez alguien pueda creer que Rivera es un ingenuo y que tiene delirios de grandeza. Sin embargo, el repaso a los últimos dos años de la política española no permite hacer un pronóstico tan claro ni tan simple. Hace un año, nadie prestó la más mínima atención a su deseo de convertirse en el Suárez de los 70, el González de los 80 y el Aznar de los 90, y ahora el público le escucha, los medios le exigen concreción en su programa y se mira con lupa el currículum de sus colaboradores para ver si alguien encuentra dónde está el fallo. De momento, sin éxito.
EL MUNDO 19/11/15 – LUCÍA MÉNDEZ