LIBERTAD DIGITAL 19/11/15
CARMELO JORDÁ
Desde Boko Haram en Nigeria hasta el filipino Frente Moro de Liberación Islámica, unos 13.000 kilómetros más allá, docenas de grupos terroristas llenan el mundo de horror y destrucción. Algunos incluso controlan un territorio, como el Estado Islámico o Hamás; otros son tremendamente conocidos pese a no hacerlo, como Al Qaeda; y también los hay cuyo nombre rara vez se escucha en Occidente si no es de boca de algún experto, como los somalíes de Al Shabab.
Todos tienen, sin embargo, un elemento en común: son musulmanes. Y es una visión muy peculiar de esa fe –en ocasiones divergente, como entre los terroristas de Hezbolá, que son chiitas, y todos los demás que hemos mencionado, sunitas– lo que les convierte en las bestias pardas asesinas que son.
Porque no sólo es que sean musulmanes, es que matan en nombre del islam, algo que no ha pasado con otros tipos de terrorismo durante los últimos 150 años: el IRA o ETA, por ejemplo, eran cristianos, pero su actividad estaba –o está– motivada por otras razones. Ni siquiera en la Irlanda del Norte dividida entre católicos y protestantes los crímenes tenían que ver con la expansión de una forma de ver la religión, y sí con unos objetivos políticos. Incluso en el terrorismo palestino de los tiempos dorados de la OLP, el principal componente era más nacionalista que religioso, algo que también ha cambiado con el surgimiento de Hamás.
Por supuesto, esto no quiere decir que todos los musulmanes sean terroristas, eso sólo es una enorme estupidez, pero negar que el problema esté relacionado con la religión y tenga profundas raíces religiosas es igual de estúpido y disparatado que extender el mal a todos aquellos que viven una fe que nos puede gustar más o menos, pero que sólo en una versión enloquecida lleva a la gente al crimen masivo.
Además, hay un clasismo sutil pero evidente en esas explicaciones que hacen surgir el terrorismo de la marginalidad y la pobreza sin más, porque en ningún lugar ha habido –ni hay– más desesperación y hambre que en el África subsahariana, pero no aparecieron grupos terroristas así; o más cerca, en Europa, el terrorismo ha sido cuestión de países o regiones ricas –la Alemania de la Baader Meinhof, el País Vasco de ETA, la Cataluña de Terra Lliure…–, y al fin y al cabo el más famoso terrorista de todos los tiempos, Osama ben Laden, era millonario en una escala que para nosotros es difícil de comprender.
Sí, por supuesto, muchos de los terroristas que atentan en París o en Jerusalén llegan desde barrios marginales; pero no es la pobreza lo que les hace matar, sino el fanatismo que se sirve de esa pobreza, en la mayor parte de los casos muy relativa. Más vale, en suma, que dejemos de insultar a los pobres, porque ellos no han sido, no son y no van a ser terroristas.
Resumiendo: por supuesto que es la religión, o, mejor dicho, esa fanática mezcla de religión e ideología que es el islamismo, y por eso la principal respuesta –aparte de la imprescindible policial y militar– tiene que partir de las propias sociedades musulmanas, allí es donde podría y debería desactivarse el problema, en el seno mismo del mundo que lo engendra. No olvidemos, por coger el ejemplo que tenemos más cerca, que lo que estuvo a punto de derrotar a ETA por la vía rápida fue la respuesta airada de la sociedad vasca tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, que por eso mismo el PNV cortó de raíz. Pero eso ya es otra historia… aunque en el fondo se le parezca.