FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR – ABC – 25/11/15
· «La cosecha sangrienta de estos días debería llevar a poner punto final al estado de mendicidad cultural en que Occidente ha ido cayendo a lo largo de las últimas décadas. Somos herederos de una dilatada trayectoria que levantó, en siglos de progreso material y depuración espiritual, una idea del hombre y un concepto de la vida en comunidad»
En estas semanas de espanto, Occidente parece haber cruzado la línea de sombra que protege su singularidad. Desde el otro lado del espejo, el mundo en el que las cosas se conciben de modo inverso a los imperativos de nuestra moral ha irrumpido en nuestras calles. Nuestra existencia ha sido oscurecida por el interruptor que siempre tienen a mano los adversarios de la civilización occidental. Nuestro pavor lo han provocado quienes, en sus gritos de guerra y crimen, dicen no temer a nada ni a nadie, pero que solo son miserables instrumentos de una ideología fanática, sustentada en la desesperación terrenal y la voluntad sumisa. A otros corresponderá fijar las condiciones de seguridad física de nuestra comunidad.
Es uno de los derechos que ha de garantizar el Estado; un bien común al que deben someterse las pintorescas reticencias de los equidistantes de turno, fatuamente abrumados por la escalada del autoritarismo y la vulneración de las garantías cívicas. Y que responden, más bien, a esa estúpida debilidad de carácter, a ese blandengue destino que nos obliga a repetir la historia, o a esa pura y simple ignorancia de lo que toda civilización ha hecho consigo misma: defender su vigencia histórica.
Dejemos que los responsables políticos acuerden las particularidades del indispensable estado de alerta en el que sitúan las fuerzas y cuerpos de seguridad. Invitémosles a que manejen la información del mejor modo posible, y que asuman los riesgos que la solución radical de esta grave crisis nos ha arrojado a la cara, sumando al espectáculo insoportable de las atroces migraciones de seres indefensos que huyen de la barbarie la violencia ejercida por unos desalmados en nuestras ciudades. Como si no fuera ya bastante lo que nos han hecho sufrir en los lugares de su abyecta soberanía, destruyendo vidas humanas y cercenando el patrimonio universal de una cultura que desprecian en lo que refleja de conciencia de continuidad, progreso y genealogía del hombre en sociedad.
A quienes no tenemos responsabilidades en los ámbitos de la seguridad, nos incumbe abordar de nuevo las circunstancias de emergencia en las que se mueve Occidente. Situación prolongada ya demasiado y que corresponde a una inaudita capacidad para negar nuestras raíces en un proceso suicida de automutilación cultural que acaba por hacernos irreconocibles, despersonalizados y mínimos. Hoy se nos exige, firmemente, que salgamos en defensa de lo que Occidente aún significa como referencia de civilización. Porque, bajo las petulantes exhibiciones de cosmopolitismo nunca encontramos ni la dimensión universalista, ni la voluntad de aprendizaje ni la apertura a lo foráneo que durante siglos nos han caracterizado. Lo que sobresale, por el contrario, en ellas es la enfermiza predisposición a desdeñar los fundamentos en los que se sostiene nuestra generosa mirada al mundo, en los que se alimenta nuestra permanente voluntad de hacer de cada individuo del planeta una persona equivalente a todas las demás.
Nuestra singularidad, aquello que nos ha distinguido de las distintas culturas, a lo largo de los siglos, es esa contemplación del conjunto de la humanidad como algo que nos concierne, que forma parte de un gran diseño universal. Nuestra peculiaridad consiste en no habernos encerrado en la confortable exaltación de nuestro solitario perfil moral, sino en convertirlo en plataforma de liberación, camino de dignidad y mensaje de esperanza.
Otros han creído que debíamos abandonar todo concepto de civilización o promover que el encuentro entre diversas culturas se hiciera igualándolas y atribuyéndoles análogo protagonismo en el crecimiento y perfección de la persona. Que ese encuentro se realizara borrando lo que nos diferencia y resaltando, en un apocado mínimo común denominador ético, lo que nos hace idénticos. Que la conciliación de las sociedades posmodernas solo podría basarse en la quiebra de cada una de sus identidades, para encontrar en el ensamblaje de un apresurado multiculturalismo la perfecta confusión entre convivencia ciudadana y promiscuidad cultural. Lo que se ha logrado, en definitiva, no es el producto de una sana apertura a quienes comprenden la vida de otro modo y disponen de un linaje propio de acontecimientos y tradiciones.
Antes al contrario, estamos al límite de nuestra resistencia, de nuestra cohesión cultural, de la conciencia de nuestra identidad. Se ha confundido la convivencia con la homogeneidad y, lo que es más grave, ha llegado a considerarse que un proceso de influencia mutua acabaría por eliminar nuestras diferencias. El relativismo atroz de una élite de ignorantes y despreocupados ha hecho que la nuestra sea la única civilización que se ha considerado materia de desguace, mientras cualquier forma de identidad alternativa pasaba a convertirse en objeto de veneración, exenta de los de recortes culturales que aquí se han practicado.
La cosecha sangrienta de estos días debería llevar a poner punto final al estado de mendicidad cultural en que Occidente ha ido cayendo a lo largo de las últimas décadas. Somos herederos de una dilatada trayectoria que levantó, en siglos de progreso material y depuración espiritual, una idea del hombre y un concepto de la vida en comunidad. Cuando hablamos de la civilización cristiana no nos referimos a un espacio dogmático, que queda para aquellos que disponen de su fe, sino a un sistema de creencias sociales, principios arraigados en los orígenes de nuestro mundo, valores que iluminan nuestras decisiones. Cierto es que la nuestra no ha sido una sociedad cerrada al conocimiento de otras maneras de entender la vida.
Pero pongamos las cosas en su sitio. ¿Qué es exactamente, sin alusiones genéricas ni engreído paternalismo, lo que esta civilización debe a las que se reclaman como iguales? ¿En qué aspecto concreto, que se refiera a asuntos esenciales de nuestra visión de los derechos de la persona, de su proyección social, del orden legítimo, de la búsqueda del bien común, hemos dependido de una catequesis exterior? Seguimos preguntando en espera de respuestas precisas. ¿En qué terreno sustancial de nuestra experiencia humana somos lo que somos gracias a la labor de quienes se han formado en civilizaciones ajenas a la nuestra?
Lo que no debemos confundir es nuestra convivencia cordial entre vecinos de otras creencias con la abolición de lo que somos como depositarios de una compleja trama cultural, que no nos equipara ni nos iguala, sino que nos hace valerosamente diferentes, solidariamente distintos. Y además, y lo creo con firmeza, superiores en nuestra forma de vida material y espiritual. De no ser así, habríamos escogido, por supuesto, otra manera de constituir y organizar nuestra civilización, un medio más liberador de nuestra vida, un mejor camino de perfección y preparación para nuestra plenitud personal. No lo hemos hecho, y es evidente que no ha sido ni por simple pereza ni por el ciego fervor de la costumbre. No lo hemos hecho porque somos conscientes de esa diferencia, de esa superioridad de nuestra civilización, de ese destino que nos obliga a preservar lo que somos. Entre otras cosas, para que el mundo entero contenga en nosotros lo que quiere llegar a ser como proyecto universal.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR ES DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN VOCENTO – ABC – 25/11/15