La actual situación es insostenible porque los magistrados del TC carecen de límites normativos en el ejercicio de la jurisdicción constitucional. La Constitución no estableció controles porque confiaba –y era lógico- que la alta magistratura y responsabilidad que asumían estas personas les llevaría a autorregularse, lo que, por desgracia, no ha sucedido, como denuncia el grupo minoritario.
Es grave afirmar que el Tribunal Constitucional, si no se atiene estrictamente a su función, se constituye en un poder autónomo y sin límites que, por vía de los recursos de inconstitucionalidad de las leyes, puede imponerse al Parlamento y, por vía de los recursos de amparo, al Tribunal Supremo y a otros órganos jurisdiccionales. No lo afirmo yo -lo cual no tendría mayor importancia- sino algunos de los miembros de la instancia de garantías constitucionales verdaderamente alarmados ante lo que se denomina de forma técnica “exceso de jurisdicción”.
A propósito de la revocación del auto de la Sala del 61 del Supremo sobre las listas de la coalición Bildu, el magistrado José Hernando de Santiago, en su voto particular, afirmaba que “la competencia para ilegalizar a las formaciones políticas (…) está atribuida al Tribunal Supremo. Me parece oportuno insistir: la competencia es del Tribunal Supremo; y lo que al Tribunal Constitucional le corresponde es enjuiciar, en su caso, que el ejercicio de esa competencia no vulnere alguno de los derechos fundamentales susceptibles de recurso de amparo”, e insta al TC a asumir “con convicción” que su función “no es la de ejercer como órgano de segunda instancia que examina de nuevo los aspectos fácticos sobre los que versó el proceso judicial y que vuelve a valorar la prueba como si del propio órgano judicial se tratara”.
En este criterio abundó también el magistrado Manuel Aragón Reyes, según el cual “no se puede pretender de este Tribunal, en la función de control constitucional que le corresponde, la valoración individualizada y singular de cada una de las pruebas practicadas en el proceso sustanciado ante el Tribunal Supremo, pues en otro caso, con infracción del principio de exclusividad de la jurisdicción ordinaria, incurriríamos en un claro exceso de nuestra jurisdicción constitucional”. Francisco Pérez de los Cobos es aún más terminante: “La principal razón de mi discrepancia radica en que, a mi juicio, el Tribunal ha incurrido en la sentencia dictada en un exceso de jurisdicción, rebasando los límites que para el control de constitucionalidad, dimanan tanto del artículo 44.1. b), como del 54 de nuestra Ley reguladora”.
La mayoría -denominada “progresista”- del TC, sin embargo, se empleó a fondo en revisar hasta la última coma del auto del Supremo, humillándolo como cuando en 1999 revocó otra de sus más importantes decisiones y excarceló a la entonces Mesa Nacional de Herri Batasuna. Después del “caso Bildu” –Sortu será legalizado con una nueva humillación al TS-, todo apunta a que por vía de recurso de amparo, una exigua pero suficiente mayoría de magistrados estaría por revocar la denominada doctrina Parot –no de un plumazo, sino caso por caso-, doctrina que alarga –haciendo justicia material- las condenas de etarras sanguinarios condenados al amparo del Código Penal de 1973 que preveía exorbitantes beneficios penitenciarios. El viernes se conoció una nueva sentencia del Supremo ratificándose en la tal doctrina y advirtiendo del error que supondría revocarla.
¿Quién puede imponerse al TC? ¿Existe algún mecanismo para limitar la real y arbitraria voluntad de una eventual mayoría de magistrados que se saben absolutamente impunes?
La doctrina Parot fue elaborada por el Supremo con toda cautela y contraste, y no sin un debate largo y complejo. Si el TC la abrogase –bastaría una sentencia en un recurso de amparo para que prosperasen los demás interpuestos- estaríamos de nuevo ante un claro exceso de jurisdicción porque el vértice del Poder Judicial -uno de los tres del Estado- es el Tribunal Supremo, siendo el Constitucional una instancia de garantías constitucionales que no ha de entrar en cuestiones de aplicación de ley ordinaria. Pero ¿quién puede imponerse al TC? ¿Existe algún mecanismo para limitar la real y arbitraria voluntad de una eventual mayoría de magistrados que se saben absolutamente impunes?
Otro TC o su sustitución por el Supremo
No existe control alguno, de tal manera que en sus manos está declarar constitucional o no, por ejemplo, la ley del aborto, o la de los matrimonios homosexuales o cualquiera otra. Y revocar tantas cuantas sentencias desee por vía de amparo. Estamos ante un poder sin límites, profundamente politizado, que desequilibra el buen funcionamiento del Estado. ¿Cómo solucionarlo? A través de una modificación radical del Título IX de la Constitución.
Podría arbitrarse una modificación constitucional que garantizarse el carácter técnico y verdaderamente independiente del TC:
1) Elección vitalicia de los magistrados del TC a semejanza del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. De esa manera ninguno de ellos estaría pendiente de los deseos del partido que le propuso.
2) La mitad de los miembros del TC deberían proceder de la carrera judicial, es decir, habrían de ser profesionales de la magistratura, y la otra mitad, elegidos de entre personas de reconocido competencia jurídica, y en ambos casos por la actual mayoría de tres quintos de la Cámara.
3) Modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial para restringir y reglar el alcance de sus sentencias y establecer filtros a la admisión de recursos de amparo.
4) Supresión del voto de calidad del Presidente del TC, alterando el número de magistrados: trece en vez de doce.
Existe otra alternativa: la supresión del Tribunal Constitucional y la creación de una Sala especial y permanente del Supremo que se constituyese en instancia de garantías constitucionales de tal manera que se asegurase el respeto al ámbito propio jurisdiccional ordinario y la coherencia del conjunto del funcionamiento del Estado. Esta opción fue debatida por los constituyentes pero no llegó a prosperar. Ahora se perfila como la mejor de todas las posibles.
La actual situación es insostenible porque los magistrados del TC carecen de límites normativos en el ejercicio de la jurisdicción constitucional. La Constitución no estableció controles porque confiaba –y era lógico- que la alta magistratura y responsabilidad que asumían estas personas les llevaría a autorregularse, lo que, por desgracia, no ha sucedido, como denuncia el grupo minoritario.
Piénsese, en estas condiciones, y con una mayoría tan politizada como la que ahora existe en el TC, qué sucederá con las leyes que no gusten al PSOE en una eventual legislatura próxima bajo gobierno del PP. Por lo demás, resulta del todo incomprensible que Federico Trillo no haya hecho eficientemente sus deberes y una plaza vacante en el TC que correspondería cubrir a propuesta de los conservadores siga pendiente de acuerdo con el PSOE.
En un día de reflexión tan indignada y tras una penosa campaña electoral, al borde de unos comicios decisivos, hay que empezar a meditar seriamente sobre el cúmulo de disfunciones que nuestra Constitución presenta y que el TC ha agudizado ejerciendo un poder irresponsable y sin límites que irrita profundamente. Como han denunciado Manuel Aragón Reyes, José Hernando Santiago, Francisco Pérez de los Cobos, Javier Delgado Barrio y Ramón Rodríguez Arribas. O sea, gente solvente cuya alerta en sus votos particulares parece que quiere ser ocultada y silenciada. Las disfunciones del sistema político-constitucional no son sólo ni principalmente las impugnadas por los indignados de la Puerta de Sol –el bipartidismo, los sindicatos, la banca- sino también instituciones camufladas en un envoltorio de sacralidad opaca y destempladamente prepotente.
José Antonio Zarzalejos, EL CONFIDENCIAL, 21/5/2011