EL MUNDO – 26/02/16 – EDITORIAL
· Si hay un mantra electoralista al que todos los partidos recurren gratuitamente para adornar sus programas es el de la Educación. Salvo las formaciones independentistas, que pretenden convertir las escuelas en centros de adoctrinamiento, no hay ningún político que aspire a gobernar que no reivindique un gran pacto de Estado por la Educación. Y sin embargo, tal cosa no se ha dado aún en nuestro país, sino todo lo contrario.
Las leyes educativas se cuentan en España casi por legislaturas y ningún ministro de Educación de cuantos se han sucedido parece que se haya sentido aludido por el hecho de que el índice de abandono escolar temprano (un 20%) sea el mayor de la UE. A eso hay que añadir los deficientes resultados que año tras año cosechan nuestros alumnos en los informes Pisa y que nuestras universidades se encuentran muy lejos de estar entre las mejores del mundo en los principales ránkings internacionales. De todo ello resulta un retrato de nuestra realidad educativa en la que los estudiantes presentan una falta de preparación que se convertirá en un verdadero lastre cuando quieran acceder a un mercado laboral globalizado. También ahí hay que buscar las razones por las que un país como el nuestro tiene tantas dificultades para disfrutar de una economía competitiva.
Consciente de que la Educación sigue siendo la asignatura pendiente de nuestro sistema político, y es una de las principales preocupaciones de la sociedad, especialmente de los padres, EL MUNDO recoge hoy el viejo debate que aún permanece candente entre los especialistas sobre la forma de entender la Educación. Una controversia muy oportuna ahora que los principales partidos políticos están configurando programas de mínimos sobre los problemas estructurales que urge solucionar. Sea cual sea la composición final del próximo gobierno, es indudable que deberá considerar éste como uno de los problemas en los que España se juega su futuro como país desarrollado en un entorno económico mundializado y altamente competitivo, ya que, junto con la Sanidad, la Educación es uno de los pilares sobre los que descansa el Estado de bienestar.
Desde estas páginas hemos diagnosticado varias veces los males endémicos de un sistema que se mantiene por inercia y que amenaza con perpetuarse por la falta de voluntad política. Además de la inoperante acumulación de leyes educativas (siete en 35 años de democracia), de que la descentralización administrativa haya creado de facto un sistema por comunidad autónoma y de la endogamia entre el profesorado, existen una serie de problemas que afectan fundamentalmente a los primeros niveles educativos.
Así, es inconcebible que siga vigente un sistema que permite a los alumnos pasar de curso sin haber aprobado todas las asignaturas. La promoción automática revela que la escuela es concebida por nuestros dirigentes más como un lugar de estancia obligatoria hasta los 16 años que de instrucción. Además, esta obligatoriedad impide que quienes no estén interesados en una formación académica puedan acceder a edades tempranas a ciclos de formación profesional, más acordes a sus intereses personales. De esta forma, al rebajar la edad de la educación obligatoria, podría ampliarse el bachillerato para convertirlo en un ciclo formativo más intenso y riguroso.
Por otra parte, una de las cuestiones que genera más debate es la forma en que deben impartirse los conocimientos. Algunos pedagogos denuncian la enseñanza memorística para proponer metodologías que fomenten la «creatividad» y la «motivación» del alumno, olvidando que la memoria es un elemento fundamental del aprendizaje y de la fijación del saber. Porque el conocimiento no se adquiere de forma lúdica, sino a través del esfuerzo, de la disciplina, la exigencia y la evaluación rigurosa de los resultados.
Estos valores, encarnados en la figura del profesor, al que habría que volver a dotar de la autoridad perdida en las aulas, deben ser los que vertebren el sistema educativo, olvidándose de propuestas bienintencionadas que ya han demostrado su ineficacia. Sorprende que haya aún profesionales educativos que consideran obsoletos los exámenes y las reválidas al final de cada ciclo. O que se pretenda que sea cada alumno el que marque el ritmo de su educación, hurtándole al profesor una de sus funciones principales.
Es necesario, por todo esto, que el gran pacto de Estado por la Educación al que todos dicen aspirar deje de ser un eslogan y nuestros representantes tomen conciencia de la trascendencia del problema ahora que aún estamos a tiempo.
EL MUNDO – 26/02/16 – EDITORIAL