LIBERTAD DIGITAL – 01/06/16 – MIKEL BUESA
· El Gobierno vasco acaba de publicar un informe patrocinado por él mismo y realizado por el Instituto de Derechos Humanos Padre Arrupe de la Universidad de Deusto acerca de los ataques de ETA sobre la Ertzaintza y la correspondiente vulneración de los derechos humanos de sus miembros. El informe se construye sobre dos fundamentos: el primero lo constituye un conjunto de datos cuantitativos elaborados por el Departamento de Seguridad del Gobierno vasco –que los investigadores universitarios emplean como tales, sin el menor análisis crítico de su contenido– y el segundo lo forman los contenidos de un conjunto de entrevistas con quince personas a partir de un cuestionario planteado por esos investigadores.
La tesis central del informe es que, en el período 1990-2011, existió una «amenaza general» de ETA sobre la Ertzaintza que adquirió en determinados casos un nivel de hostigamiento y coacción (…) claramente incompatible con la convivencia (…) por vulnerar los derechos fundamentales y libertades públicas.
Aunque no tengo nada que objetar a la tesis central del trabajo, pues en efecto las acciones de ETA vulneraron los derechos humanos de los ertzainas y sus familias, que sufrieron sus ataques, sí creo que su contenido es claramente insuficiente y, en algunos casos, discutible, para establecer las dimensiones reales de la zozobra experimentada por esos servidores públicos, una zozobra en la que, además de ETA, ejerció una influencia secundaria, aunque en nada desdeñable, la orientación de la política policial del Gobierno vasco con respecto a la lucha antiterrorista. Es precisamente en este aspecto en el que el informe de la Universidad de Deusto lo calla todo, tal vez porque sus investigadores se han visto constreñidos por el hecho de que su trabajo fue encargado por la Secretaría General para la Paz y la Convivencia de la Administración regional, o acaso porque ignoran las fuentes disponibles existentes sobre el asunto.
Pero empecemos por la visión cuantitativa del tema. El informe se ciñe en esto a la reproducción de un material estadístico proporcionado por la dirección de la Ertzaintza. Ese material arranca de la cuantificación del número de sus agentes perseguidos por ETA, de la que se deduce que el de la policía autonómica fue «un colectivo amenazado en su totalidad», simplemente porque a ETA se le incautaron copias de los boletines oficiales en los que aparecían los nombramientos de los ertzainas.
No obstante, se reconoce inmediatamente que con un nivel de riesgo específico –derivado del hecho de que la organización terrorista disponía de una información elaborada– no hubo más allá de 48 agentes. También se relacionan los atentados terroristas –27 en total– en los que murieron ertzainas o que tuvieron como objetivo las instalaciones y medios de la institución policial. Se añaden a ello datos sobre los cambios en los números profesionales de los policías y en las matrículas de sus vehículos, adoptados como medidas de autoprotección. Y se completa este panorama con una estadística de los ataques de kale borroka sufridos por ellos o sus familiares.
Estos últimos son sorprendentemente elevados –1.335 en total–, sobre todo si se tiene en cuenta que no son para nada coincidentes con otras fuentes disponibles. En concreto, en los Balances que el Ministerio del Interior publicó entre 1999 y 2004 se señala que el número de esos ataques fue de 88, mientras que la estadística de la que se hace eco el informe los cuantifica en 418 para el mismo período. Es decir, la información oficial vasca multiplica caso por cinco las cifras disponibles en la fuente estatal. Digamos adicionalmente que esta es la primera vez en la que el Gobierno vasco hace pública una estadística sobre el terrorismo callejero; y que los investigadores de la Universidad de Deusto no han hecho el menor análisis crítico de ella.
Esos mismos investigadores han omitido otras fuentes cuantitativas y cualitativas que les habrían permitido profundizar sobre un panorama más completo de la incidencia que tuvo el terrorismo sobre la Ertzaintza. Por ejemplo, ahí están las estadísticas sobre el absentismo laboral en ese cuerpo policial que, elaboradas por el Departamento de Interior y dadas a conocer en el Parlamento vasco, permiten saber que, en la década que media entre 1998 y 2007, se perdieron 129.000 jornadas anuales de trabajo, con un absentismo que más que duplicó el de otros sectores de la economía. Un absentismo que redujo la eficacia del cuerpo policial y sobre el que incidieron varios factores, entre ellos, el terrorismo. Tampoco mencionan los informes del Servicio Médico de la Ertzaintza sobre la salud mental de los agentes y las bajas concedidas por causas psicológicas, que en la primera mitad la década de 2000 duplicaron y hasta triplicaron las correspondientes a otros cuerpos policiales.
Por no hablar de los resultados de la encuesta que, en 2005, realizaron Comisiones Obreras y Sigma Dos entre los agentes de la División de Seguridad Ciudadana, donde los investigadores de Deusto habrían podido comprobar la dimensión sociológica de la desmotivación policial y sus causas, entre las que no son menores las decisiones políticas de los mandos de la Consejería de Interior. Esas mismas decisiones fueron criticadas en numerosas ocasiones por los sindicatos policiales, los miembros individuales del cuerpo, cuando se atrevieron a hacerlo, e incluso los jueces encargados de la lucha antiterrorista, configurando un elenco de testimonios que debieran haberse tenido en cuenta en un estudio como el que aquí comento.
Y de la misma manera deberían haberse considerado los cambios organizativos de la Ertzaintza, que, en más de una ocasión, tuvieron como resultado una reducción de la eficacia policial contra el terrorismo, amén de nefastas consecuencias para sus agentes. Por ejemplo, a raíz del Pacto de Lizarra, en 1998 se disolvieron las unidades especializadas en ETA, lo que impidió conocer la preparación de los atentados que siguieron a la ruptura de ese acuerdo, en uno de los cuales fue asesinado el ertzaina Jorge Díez Elorza cuando acompañaba a mi hermano Fernando Buesa. En los meses previos, en los que se planificó la acción terrorista, no hubo ninguna actuación de seguimiento o de contravigilancia en torno a la figura de mi hermano, pese a ser una persona amenazada desde varios años antes.
Todas estas carencias –que podrían haber suplido con sólo consultar mi libro ETA, S.A., en el que se dedica un amplio espacio al tema– han impedido a los investigadores de Deusto valorar los aspectos organizativos y de operativa policial que potenciaron la negativa incidencia que el terrorismo tuvo sobre el sufrimiento de los ertzainas. Diré más: cuando se observa el cuestionario que esos investigadores han empleado para sus entrevistas con miembros del cuerpo o sus familiares, se comprueba que esos asuntos han estado completamente ausentes de su planteamiento, proporcionando así un relato incompleto de la realidad que pretendían estudiar. Es decepcionante, pero es así.
El terrorismo, como otros fenómenos totalitarios, tiene actores principales y actores secundarios. Entre éstos están los que jalean y los que callan; y también los que, ostentando el poder político, se adaptan a tal circunstancia procurando molestar lo menos posible, sin asumir el deber y el riesgo de oponerse con radicalidad. Son los apaciguadores. Es cierto que la responsabilidad principal de los daños causados por ETA –entre los que está la vulneración de los derechos humanos– corresponde a sus dirigentes y militantes; pero la verdad sobre ETA va más allá de ellos y, en este trabajo que comento, ha quedado desdibujada, al menos parcialmente, porque sus autores no han querido o no han sabido verla.
LIBERTAD DIGITAL – 01/06/16 – MIKEL BUESA