Debemos crear las condiciones para que las poblaciones de origen musulmán se sientan parte de las sociedades en las que viven y para que el salafismo no se desarrolle. Las políticas de integración son una necesidad. Como la vigilancia: sin ella tenemos un peligro que repercutirá también en nuestras sociedades.
Tres ataques distintos, pero con algo en común: el intento de matar al dibujante danés Kurt Westergaard, el atentado fallido en el avión y el tiroteo de Fort Hood (Tejas) fueron perpetrados por personas que viven en Occidente. Y que empezaron probablemente su proceso de radicalización en Internet. Se trata de personas con una trayectoria de vida ordinaria: el oficial de Fort Hood era un psiquiatra militar de origen palestino pero nacido en EE UU; el joven nigeriano había estudiado en una universidad inglesa y procede de una familia rica. Es en Occidente donde han traducido su malestar en radicalización. Ninguno sabía árabe, pero lo descubrieron a través de las prédicas de un imán de origen yemení nacido en EE UU: fue él quien les abrió la puerta de la radicalización.
Este fenómeno tiene dos características. Es muy difícil de prevenir: como los «agentes durmientes» de los años de la guerra fría, que conducían durante años vidas normales antes de ser llamados a la acción, estas personas viven de una manera del todo ordinaria. Cuando empieza la radicalización, en primer lugar se alejan lo más posible de la sociedad impía. El psiquiatra militar estadounidense, cuando no vestía el uniforme, llevaba una larga vestimenta blanca y el tocado que es símbolo de los salafistas. La segunda característica es que raramente logran alcanzar un nivel de eficacia comparable al del 11-S: en el caso de Fort Hood, el atacante logró su objetivo, pero era un oficial armado. El estudiante que quería volar el avión que viajaba hacia Detroit fracasó porque no estaba suficientemente preparado. El somalí de Dinamarca atacó con un hacha la puerta de una casa muy bien protegida: para él la cosa más importante era morir como un mártir. Es típico de los salafistas inyectar en las personas, sobre todo en las más frágiles, el deseo de martirio.
La mayor parte de estos incidentes han acontecido en países que apostaron por el multiculturalismo: los atentados del 7-J fueron perpetrados en Londres, el asesinato de Theo Van Gogh, en Ámsterdam. Y en ambos países la reacción del Gobierno y de la población ha cambiado radicalmente el marco: hoy Holanda es el país más radicalizado en contra de la población musulmana en Europa. Y en Reino Unido la política de Gordon Brown es completamente diferente de la de sus antecesores. Lo extraño para Estados Unidos es que estos dos incidentes tan graves hayan ocurrido después de la elección de Barack Obama y de su discurso de El Cairo, con el que tendió la mano al mundo árabe. Es quizá ésta la razón por la que el presidente estadounidense ha estado desaparecido durante tres días después del ataque de Navidad: el atentado ha dado muchos argumentos a los republicanos para criticarle.
Hoy el problema es crear las condiciones para que las poblaciones de origen musulmán se sientan parte de las sociedades en las que viven. Hace falta crear las condiciones culturales y sociales para que el salafismo no se desarrolle. Las políticas de integración son una necesidad muy importante. A la vez, la vigilancia es importantísima: sin ella nos hallamos frente a un peligro que repercutirá también contra nuestras sociedades. Estos fenómenos son, en efecto, nuevas vías abiertas para el racismo y para el auge de la extrema derecha, como algunas declaraciones de políticos en Italia ya han demostrado.
Concluyo volviendo a las viñetas danesas: en el mundo árabe estas caricaturas son el símbolo de la hostilidad de Occidente hacia el islam. Incluso para los no radicales. Creo que los daneses no entendieron lo que ocurría cuando decidieron publicarlas. Pensaban denunciar el uso de la violencia en nombre de la religión, pero la representación del Profeta -para los musulmanes, encarnación suprema de la virtud- con una bomba en la cabeza fue un insulto no sólo a su religión, sino también a su dignidad y humanidad. Las consecuencias se prolongarán mucho tiempo.
(Gilles Kepel es historiador, experto en el mundo islámico)
Gilles Kepel, El PAÍS, 4/1/2010