EL PAÍS 11/11/16
JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA
· Vuelve el marxismo clásico en pinza con el peor nacionalismo xenófobo
De punta a punta del planeta, el populismo celebra la victoria de Donald Trump. Se trata de Nigel Farage, el líder del partido UKIP, que ha definido la victoria de Trump como un “super-Brexit”, es decir, la reproducción a escala mundial del evento catastrófico ensayado a escala europea en el referéndum británico. Pero también está Marine Le Pen en Francia, que puede a la vez alabar a Vladímir Putin y a Trump porque ambos prometen Estados fuertes, naciones orgullosas, mano dura contra el inmigrante y recuperar la soberanía frente a cualquier compromiso impuesto desde el exterior.
Unos hablan en nombre de la democracia, otros del pueblo o la nación, pero todos apuntan a un mismo modelo: la tiranía de la mayoría bajo un líder clarividente y un enemigo común, exterior, interior o las dos cosas a la vez. Lo hemos visto antes, por la izquierda y por la derecha.
También celebran la victoria de Trump los nuevos populistas de izquierdas o la izquierda de siempre, en España o fuera de ella. Para ellos esa victoria confirma el inminente colapso del sistema, sometido a una última vuelta de tuerca autoritaria antes de sufrir su último estertor víctima de sus contradicciones estructurales. Pero también celebran la derrota de Hillary Clinton ya que las vías de reforma pragmática del sistema tienen que fracasar para que su alternativa radical se revele como la única posible. Vuelve pues el marxismo clásico, con su análisis simplista y reduccionista del mundo, la economía y el individuo, y lo hace en pinza con el peor nacionalismo xenófobo. Como si no hubiéramos aprendido nada de los años treinta y el fracaso de unas democracias asediadas por la izquierda y la derecha y ahogadas económicamente y en su seguridad desde el exterior.
El populismo no es una internacional, pues carece de estructuras orgánicas. Es más bien una amalgama en la que se mezclan izquierdas y derechas, nuevas y viejas, del norte y el sur, antiestatistas y anticapitalistas. No son capaces de construir nada juntos, pues en el fondo solo les une la pasión por destruir las estructuras fundamentales de lo existente, de todo aquello en lo que se basa nuestro modo de vida: la democracia representativa, la economía abierta de mercado, la igualdad de oportunidades, las instituciones internacionales, la apertura de fronteras, las identidades múltiples, la idea de una sociedad abierta.
Bajo su colorida diversidad, sus máximas y eslóganes son prácticamente idénticos: todos quieren y dicen hablar en nombre del pueblo, al que quieren devolver el poder hurtado por los poderes financieros, las instituciones supranacionales o los políticos de una vilipendiada capital (Washington, Bruselas, París o Roma) construida como arquetipo de la corrupción política, económica y moral. Pretenden la limpieza de todo aquello que dicen ha ensuciado la dignidad de la nación, restaurar su esplendor y expulsar de ella a todos los impuros, impropios y que no comulguen con su esencialismo.
Es el viejo nacionalismo, ahora disfrazado de revuelta del pueblo contra las élites pese a la evidencia de que todos esos movimientos están liderados por unas élites que bien poco tienen de pueblo, y mucho de pretensión de usar e inventar todo tipo de agravios para hacerse con el poder y permanecer en él. No son los pobres ni los perdedores los que se han revuelto contra el sistema, sino unas élites fanáticas que saben cómo manipular las emociones y manejar los medios para instalarse en el poder en el nombre del pueblo.