GUILLERMO DUPUY – LIBERTAD DIGITAL – 12/11/16
· Prefiero este incierto, contradictorio y excéntrico político como presidente del Gobierno de España antes que cualquiera de nuestros dirigentes políticos.
Para no ser confundido con esa legión de biempensantes que presenta el acceso de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos poco menos que como el fin de la democracia americana, creo que es suficiente si les digo que preferiría a este incierto, contradictorio y excéntrico político como presidente del Gobierno de España antes que a cualquiera de nuestros actuales dirigentes políticos.
Es más. Sin necesidad de entrar en estos términos comparativos, que no suponen, en realidad, elogio alguno por mi parte al magnate norteamericano, les diré que me parece estupendo que Trump quiera cosas tales como congelar la contratación de nuevos empleos federales, reducir en algunos aspectos la regulación económica, levantar las restricciones que en su día impuso Obama al sector energético, incluyendo petróleo, gas y carbón, así como suspender los miles de millones de dólares que, en principio, debería aportar EEUU a la lucha contra ese molino de viento llamado cambio climático. No menos plausible me parece su pretensión de introducir el cheque escolar para que los padres puedan decidir libremente a qué centros escolares envían a sus hijos, ya sean públicos o privados, laicos o religiosos.
Me parece un avance, respecto a la responsabilidad que implica la libertad, la pretensión de Trump de sustituir el polémico Obamacare por las llamadas Health Savings Accounts, unas cuentas de ahorro para gastos sanitarios con ventajas fiscales y condiciones flexibles que, además, pueden dejarse en herencia. También me parece positivo que quiera agilizar la aprobación y venta de nuevos fármacos mediante la eliminación de burocracia, así como impulsar el cuidado y atención de niños y ancianos mediante deducciones fiscales e incentivos a familias y empresas.
Pero quizá sea con su más plausible propuesta, como es su ambiciosísima y generalizada rebaja de impuestos, con la que, paradójicamente, debo empezar con lo que me parece negativo y preocupante del nuevo dirigente norteamericano, y que va mucho más allá de su esperpéntico flequillo, sus salidas de tono o su no siempre agradable incorrección política.
Y es que dicha propuesta, aun siendo un alivio para familia y empresas, así como un impulso en la creación de nuevos puestos de trabajo, tiene todos los boletos para implicar también un importante incremento del ya de por sí alarmante nivel de deuda publica estadounidense, al no ir acompañada de reducción alguna –en términos netos– del gasto público. Nadie confía en que Laffer y su famosa curva vayan a hacer posible que la Administración Trump recaude más gravando menos. Y en ese caso los controles y contrapesos que caracterizan a la democracia americana, y a los que tanto se apela de cara a moderar su populismo, serán puestos a prueba más pronto que tarde, puesto que el Congreso deberá autorizarle si levanta o no el techo de deuda.
No menos aversión a esta nula voluntad de reducción del gasto público y al asistencialismo mediante subvenciones me produce su demagógico proteccionismo arancelario, su simplismo a la hora de tratar un asunto tan complejo como el de la inmigración o un aislacionismo en política exterior que, pudiendo afectar negativamente a los europeos, no se lo podemos reprochar, pues hemos sido los primeros en desentendernos de nuestra propia defensa.
No se me pasa el peligro y el caballo de Troya que suponen, para las sociedades abiertas y mestizas, el multiculturalismo y una inmigración dedicada a delinquir o a depender pasivamente de los servicios sociales. Pero tampoco se me olvida que una de las cosas que hicieron grandes a los Estados Unidos de America fue su apertura a gente de todas las procedencias que sólo persiguen el poder labrarse un mejor futuro para sí y para sus hijos. Me preocupa que personas que huyen de la miseria y del terror no puedan contribuir a «hacer America grande de nuevo» por el hecho de que procedan de «regiones propensas al terrorismo», razón por la que Trump quiere rechazarlos. Nada que objetar a que los inmigrantes tengan que aceptar «los valores del país» si estos valores se limitan al acatamiento de la ley, al respeto a la convivencia y a la pluralidad de razas, credos y religiones que caracterizan a una sociedad tan mestiza y civilizada como la norteamericana.
Absolutamente demagógica me parece su pretensión de que los «puestos de trabajo disponibles» se ofrezcan primero a los estadounidenses, como si los estadounidenses ya no fueran a ser libres para contratar a quienes les venga en gana, como si los puestos de trabajo a ofrecer fuera una cantidad fija o como si no se fuera a conceder ningún permiso de trabajo mientras hubiera un solo estadounidense en paro.
Con todo, si por estas preocupantes pulsiones antiliberales que recelan de la globalización y del comercio internacional tuviésemos que entonar un canto fúnebre por la democracia americana, las democracias europeas estarían muertas desde los tiempos de Pericles.
GUILLERMO DUPUY – LIBERTAD DIGITAL – 12/11/16