EL VICIO de mirar hacia el pasado con los ojos del presente impide comprender lo acontecido, que siempre es complejo y nunca se ajusta a la lógica binaria de los buenos contra los malos. Porque acercarse al ayer convirtiéndolo en objeto unidimensional, nunca poliédrico, sólo puede llevar al dogma, que manifiesta la simpleza del intolerante. Las protestas antimonárquicas durante el solemne acto que daba inicio a la nueva legislatura, el vídeo de Suárez en una antigua entrevista con Victoria Prego y el posterior programa de televisión que lo glosó no son más que nuevos hitos en el conocido relato de acoso y derribo contra la Transición. El dardo fue estrategia del PSOE de Zapatero, empeñado en dinamitar los puentes que a duras penas habían suturado las heridas de las viejas dos Españas. La polémica sobre las fosas y exhumaciones de la Guerra Civil transformó, en palabras de Santos Juliá, la memoria histórica en política de la historia, convirtiendo al pasado en arma arrojadiza con que aderezar mítines, inflamar ánimos, ganar votos y conquistar escaños. Vaya por delante mi máximo respeto y apoyo a todos los españoles que quieren saber dónde están sepultados sus familiares asesinados durante la guerra; y quede clara mi condena a todas las fosas del oprobio, pero la investigación sobre estos dramas no debería haber servido para poner en práctica aquél principio orwelliano de «quien controla el pasado controla el futuro, y quien controla el presente controla el pasado».
Había ya en el zapaterismo un afán, más o menos explícito, de «cambio de régimen», o al menos un relato que ponía en solfa aquel discurso legitimador del sistema surgido de la Transición, que tenía al consenso, la reconciliación y la concordia –véase el epitafio de Adolfo Suárez: «la concordia fue posible»– como elementos inspiradores de nuestra Constitución. La crisis económica vino a deslegitimar considerablemente la democracia del 78, pues la corrupción a izquierda y derecha, el creciente desencanto de la sociedad con sus representantes y los escándalos en que se vieron involucrados actores cruciales de aquel proceso de cambio –«lo siento, me he equivocado, no volverá a pasar», dijo Juan Carlos tras su cacería africana– convirtieron la inmaculada Transición, la casi sacralizada Transición, en el blanco de todas las iras, de todas las denuncias procedentes de quienes querían asaltar los cielos.
Asistimos a lo que simplemente es un relato legitimador nuevo que quiere arrumbar y derribar al anterior, porque cada vez que hay crisis de sistema político hay cruce de memorias y sustitución de legitimidades. La hubo en el paso del franquismo a la democracia –donde la victoria se sustituyó por la reconciliación–, y la habrá en esta profunda crisis donde, por lo pronto, ya se ha fracturado el sistema de partidos, mientras la vida política parece condenada a la inestabilidad, la bronca y las performances en el Hemiciclo. De la victoria a la reconciliación y, después de la reconciliación, quizá una vuelta a la república, con el morado en las banderas como trampolín hacia la feliz Arcadia…
Ante estos tiempos de evidente y profunda mudanza política, y quién sabe si institucional, la Historia se convierte en mercancía legitimadora, y todos quieren colonizarla para satisfacer anhelos políticos propios, cuando no para nutrir arsenales dialécticos contra sus adversarios. Y entre quienes más sufrimos los mandobles de los dos brutos goyescos que, a garrotazos, quieren imponer sus dogmas, nos encontramos aquellos que con «buena fe, sin ira y estudio» seguimos humildemente el oficio de Tácito, que consistía en explicar el pasado y hacerlo comprensible. Enrique Moradiellos comienza su obra Historia mínima de la Guerra Civil española (Turner, 2016) con una iluminadora cita de Enzo Traverso: «escribir libros de historia significa ofrecer la materia prima necesaria para un uso público del pasado. Aquélla no hace del historiador un guardián del patrimonio nacional –dejémosle esa ambición a otros– porque su intento consiste en interpretar el pasado, no en favorecer procesos de construcción de identidad o reconciliación nacional». Y ello no significa renunciar a la subjetividad, refugiándose en el búnker de una objetividad que no existe. Pero, como hiciera el barón Münchausen cuando cayó al charco de fango, el buen historiador debe tirar hacia arriba de sus cabellos, superando sus prejuicios, para sobrevolar la ciénaga de las circunstancias particulares que le rodean con el fin de buscar la verdad, escapando al relativismo. Puede que el gesto de Münchausen resulte tan absurdo como doloroso, pero sólo el ánimo de sobrevolarnos salvará el oficio de historiador en medio de tanta bronca.
Resulta preocupante tener que recordar lo obvio, lo ya descubierto y estudiado desde distintas perspectivas por la ciencia histórica. Y lo obvio es que la Transición no fue ni ruptura total ni conservación absoluta de la dictadura franquista, sino una mutación progresiva de la misma, una reforma que combinó continuidad y cambio para dar lugar a una democracia homologable al occidente europeo, bajo la forma de una monarquía parlamentaria que ni PSOE ni PCE cuestionaron profundamente durante el proceso de tránsito. Santiago Carrillo siempre afirmó –antes, durante y después de la Transición– que el PCE prefería la república, aunque la monarquía sería bienvenida siempre y cuando aceptara el ejercicio de las libertades en España, pues el debate no era «entre monarquía o república, sino entre dictadura o democracia». Consciente del ensordecedor ruido de sables que acuciaba a la reforma política gestionada por Suárez, Carrillo sabía que alimentar el fuego de la división en torno a la jefatura del Estado acabaría incendiando el precario edificio de las libertades democráticas. Y, asumiendo que los rencores debían dejarse al lado, pronunció las siguientes palabras en una rueda de prensa celebrada en París en 1974: «Nosotros estamos convencidos de que la solución para España es una solución democrática y con libertades políticas para todos, mediante la reconciliación entre unos y otros españoles. Cuando nosotros hablamos de la amnistía, no hablamos sólo de la amnistía para nosotros. Hablamos de la amnistía para los que han combatido en el otro lado. Y no solamente para los que han combatido en la guerra, sino para los que han combatido después y para los que nos han matado después. Hoy a nosotros nos consideran criminales, pero mañana los criminales serán ellos. Nuestra concepción de la amnistía es que esa amnistía debe ser para unos y para otros. Es decir, que no debe haber ningún espíritu de revancha, ni ninguna política de revancha».
EN ESTE proyecto, compartido por los reformistas del franquismo y por la oposición moderada, se basa la Transición, que fue pacto entre viejos enemigos para construir un foro –la sede parlamentaria– donde hubiera pugna dialéctica entre adversarios, la esencia de cualquier democracia. Hoy, cuando el sistema nacido en el 78 parece un invernadero cuya cúpula se resquebraja, conviene no faltar a la verdad convirtiendo a la Transición en cuadro tenebrista donde los claros y oscuros –como en los cuadros de Caravaggio– impiden ver los matices, esos leves destellos de complejidad que inspiran las decisiones y actitudes humanas.
Claro que hubo imperfecciones en la Transición, claro que conviene enarbolar siempre la crítica para mantenernos alerta ante los dogmas que nos lanzan desde uno u otro lado, pero santificar el pasado es tan peligroso como satanizarlo, pues las tablas rasas pueden servir para tranquilizar conciencias, y hasta para justificarlas, pero nunca para comprender el ayer, siempre poliédrico. Como la Transición fue reforma (cambio y continuidad), quienes la critican son los extremos reaccionarios y rupturistas, arietes enamorados de su propia utopía. Y así, cuando la extrema izquierda, hoy fuerza pujante fuera y dentro de la Carrera de San Jerónimo, silba al Rey, sólo ve continuidad franquista en la Corona. Este rechazo a la monarquía es compartido, aunque desde las antípodas ideológicas, por la minoritaria extrema derecha cuando considera a Juan Carlos I un traidor que abrió las puertas a la ruptura y derribo de la obra de Franco. Y también este juego de espejos se observa con respecto a la figura de Carrillo: traidor para la extrema izquierda, peligroso revolucionario bolchevique para la extrema derecha. Ello demuestra que no hay nada tan cercano como los extremos.
Se empieza simplificando las interpretaciones, convirtiendo argumentos en eslóganes, se continúa faltando a la verdad histórica y se termina aventando viejos espantajos para enfrentar de nuevo a una sociedad proclive a los garrotazos goyescos. Ojalá esta nueva política nos traiga más razones que pasiones, para evitar que «los labios pierdan la cabeza».