ABC 13/12/16
SERAFÍN FANJUL , MIEMBRO DE LA REAL ACADEMIA DE HISTORIA
· España ya no es un país de prosperidad incipiente: tenemos un nivel de vida medio superior al de potencias mayores, de modo desigual e irregular, pero lo tenemos, en sanidad, servicios, comunicaciones, vivienda. Pero también vemos un agujero horripilante en nuestra educación, en verdad catastrófica
SI hablamos de la España actual el cuerpo no me da para sinécdoques, parábolas y artificios literarios. Nos afecta demasiado y demasiado cerca. Sin embargo, inhibirse o callar sería aceptar la innoble filosofía del mal menor. En 1975, España era un país cohesionado y de prosperidad incipiente pero firme. No había libertades políticas pero tampoco una abrumadora mayoría de españoles las reclamaba. Y no sólo por la represión policial: las legiones de demócratas y luchadores antifranquistas, en riguroso silencio cuando no solícita colaboración, debieron sufrir de modo horrible hasta 1983, cuando ya se vio que no habría marcha atrás y sólo se obtendrían medallas, sabrosas o de floripondio, manifestando desprecio por los tiempos pretéritos, entonces muy recientes. Mas dejemos tales inconsecuencias y piruetas.
Tenemos una policía aperreada y temerosa de los delincuentes, no por cobardía o incapacidad profesional, sino por hallarse abandonada de sus mandos políticos y acosada por jueces entusiastas del uso alternativo de la Justicia; zarrapastrosos y filoterroristas juran o prometen sus cargos (ya empezamos mal, con esa broma de la «promesa») con las fórmulas que les da la gana, o exhiben una bandera de la II República durante el discurso del Rey, sin que nadie ponga coto al pitorreo, pues de eso se trata, más allá de la mala educación (que también) y en una estrategia global de socavamiento de las instituciones. En tanto el partido del gobierno sigue la gallarda actitud del avestruz (Cando mexan por
riba de nos decimos que chove), ¿qué pasó con el tal Puigdemont, que juró su jugoso puesto sin mencionar al Rey, ni a la Constitución ni a España?¿En qué quedó el campanudo anuncio de la Sra. Sáenz de que «se cumpliría la ley»? ¿Cuál ley? Y no ignoro que el Tribunal Constitucional, supongo que también en procura del mal menor, aportó su granito de rechifla cuando sancionó favorablemente la salida de tono de un proetarra. Nadie se atreve a pararlo «por evitar males mayores», multiplicando los casos y el grado de agresividad de los salvajes al saberse impunes. En un país con los niveles cultural y cívico del nuestro la acumulación de despropósitos ha formado callo y ya va tiempo que es difícil sorprender o escandalizar a los españoles, cada vez más distanciados de la política y los políticos: ahí nos las den todas. «No habrá referéndum en Cataluña…». Y lo hubo, si bien en este caso los tecnicismos leguleyos sí fueron cruciales para negar su existencia. Rodríguez no inventó la rendición preventiva, sólo patentó la marca de productos mimosamente cultivados y bien difundidos entre nuestra gente: indiferencia y escapismo. Mientras se alarga ad infinitum el asalto contra instituciones, símbolos, creencias arraigadas y que se intentan erradicar mediante la ridiculización continua, la liquidación por el descrédito, mucho más eficaz que los ataques frontales, se quita el nombre de Cervantes (o de otros similares) de las calles para sustituirlo por el del gran poeta Zubizarreta, de Amorebieta, que todo lo hizo añicos con unos versicos pero que mu’ majicos.
Y el colmo: en Cataluña no se puede estudiar en español, si no vas a un colegio privado, ni utilizar la lengua con normalidad en cualquier ámbito; y en Baleares, Valencia y Galicia ya comienza la misma vaina, con normativas del PP. Los políticos profesionales dejan correr los años –el tiempo juega a favor del separatismo y lo saben– y simulan discutir si son galgos o podencos desde que empezó esta mamarrachada irracional, hacia 1980; aprueban nuevas leyes de educación que, con seguridad, no se aplicarán jamás. Y también lo saben: con las ocurrencias de Maravall-Rubalcaba ya nos llega. En esta página adelanté –no había que ser profeta para verlo– que la ley Wert sería saboteada a fondo y arrinconada por sus conmilitones con mucho mayor ahínco que por los progres vociferantes o los gamberretes callejeros no menos chillones. Antes de iniciarse la legislatura ya está en ofrenda y almoneda la cabeza del Bautista. Y como aperitivo, allá van las Reválidas. Y, por cierto, no recuerdo que los españoles que, por nuestra edad, sí tuvimos la suerte de cursarlas, padeciéramos horribles traumas ni carencias afectivas, insomnio ni pelagra; ni, siendo niños, por los deberes de casa. Pero hasta numerosos padres se adhieren peleones a esta ridícula reedición del Motín de Esquilache contra las mejoras, la seriedad y el trabajo: no a las Reválidas y no a los deberes (a ninguno), que los nenes no sufran ni tengan que esforzarse en nada. Y de camino que disfruten de más tiempo para jugar al móvil, ver la tele y dejar tranquilos a los papás para que estos puedan jugar al móvil y ver la tele. Y que los nenes aprueben y no vengan profesores malasombra a complicarnos las fechas de las vacaciones.
España ya no es un país de prosperidad incipiente: tenemos un nivel de vida medio superior al de potencias mayores, de modo desigual e irregular, pero lo tenemos, en sanidad, servicios, comunicaciones, vivienda. Pero también vemos un agujero horripilante en nuestra educación, en verdad catastrófica. Y que la izquierda se niega a modificar (es su feudo intocable y el de los separatistas), ahora con el concurso de Ciudadanos, partido obsesionado con la idea de distanciarse formalmente del PP: si perseveran por ese camino, lo pagarán más pronto que tarde, aunque sus votantes se queden en la abstención. Porque muchos españoles no se sienten identificados con ninguno de los partidos visibles, ni amparados por ellos, con su indiferencia ante el desmerengamiento general, aunque no cesan de cantar «Somos una gran nación».
Yel denominador común de tanta permisividad huidiza es siempre la búsqueda del «mal menor»: para que los separatistas no se enfaden; para eludir la ira islámica; para conseguir contratos en Arabia; para que las feministas de izquierda no les tilden de fachas… Y un largo etcétera. El resultado de todo ello es el mal mayor, que ha medrado feliz y galano, ante la incomparecencia del Estado: la desafección, el despego por cualquier proyecto común español, aparte del fútbol; la exacerbación del individualismo y la cretinez escapista en el finde, la electrónica y las birritas al sol. La sociedad falla por la base, incapaz de mantener nada de manera permanente y seria: el 2 de noviembre de 2012 este periódico denunciaba con justicia y espíritu cívico el estado cochambroso en que se encontraba la estatua de Vasco Núñez de Balboa, con el centenario del descubrimiento de la Mar del Sur (o Pacífico) a las puertas, al año siguiente; lo adecentaron para la efeméride, pero dense ahorita una vuelta por ese rumbo y verán hasta qué extremo y rapidez han sido eficaces la Universidad Complutense y el Ayuntamiento de Madrid para devolver el lugar a su prístino estado de asquerosidad. Pero el próximo centenario cae lejos y tampoco sabemos qué habrá por aquí dentro de un siglo, parafraseando a José Saramago («se Lisboa houver ainda e portugueses nela»).
Que rece quien sepa.