La extravagante decisión de excluir al rey Juan Carlos de la conmemoración de las primeras elecciones democráticas ha excitado al populista. Ceño siempre fruncido, tonito solemne, Pablo Iglesias lleva cuatro días aprovechando el tirón para reclamar la restauración de los «valores republicanos» frente al régimen vigente. La contraposición es curiosa y merece una parada técnica en plena operación salida. Incluso un casto paréntesis en la bacanal del Orgullo Gay. Veamos.
Es verdad que la institución monárquica casa mal con la razón: lo reconocen hasta las marquesas mientras toman el té. Y también es cierto que los últimos años del rey Juan Carlos, y sobre todo los de su yerno, no fueron precisamente ejemplares. Ahí seguimos, pendientes de los vaivenes heráldicos de Corinna y judiciales de Urdangarin. Sin embargo, esta monarquía española se distingue de su genealogía y hasta de su propio concepto de un modo esencial: no sólo contribuyó, en primera persona, a la llegada de la democracia, sino que aceptó que la propia democracia la legitimara en las urnas. «Habla, pueblo, habla». Y así lo hizo. Abrumadoramente.
Juan Carlos I refunda la monarquía española. Y lo hace, queridos populistas, sobre valores republicanos. Sábete, Pablo, que un hombre no es más que otro si no hace más que otro. Y a partir de esa irreductible igualdad, todo lo demás. La libertad del ciudadano frente a cualquier imposición ideológica, identitaria o moral. La fraternidad como contrapunto luminoso de la guerra civil y como apoteosis –coronación– de la historia olvidada de las reconciliaciones españolas. Y, por supuesto, la ley, síntesis y garantía de la república. Todos los españoles, de las Alpujarras a Blanes, tienen hoy el derecho a decidir lo que afecta a su vida en común, literalmente hasta sus fronteras. Eso fue la reforma política de Juan Carlos I, Adolfo Suárez y Torcuato Fernández-Miranda. Este es el legado mayúsculo de la Transición y el valor diferencial de la Constitución de 1978. Esta es la razón, primera y última, para la defensa de la monarquía.
«¡¿La monarquía como garantía de igualdad?!». Los sobrinos de Maduro y tataranietos de Robespierre son gente torcida. Y primitiva y sorda. Así que habrá que repetirlo. La Constitución admite dos anacronismos: los derechos históricos de las comunidades autónomas y la monarquía. La diferencia es que uno se ha convertido en causa y síntoma de la epidemia segregacionista, y el otro en metáfora y garante del acuerdo civil. La corona no ha buscado nunca desbordar la función simbólica que le otorga la Constitución ni ha traicionado la letra o el espíritu de la Transición. El nacionalismo no ha hecho otra cosa. De forma empecinada, corrupta, ha convertido los derechos históricos que la Constitución reconoce a sus comunidades autónomas en pretexto y arma para la discriminación. Y lo ha hecho –lo hace– con el aliento fétido del populismo de izquierdas.
Iglesias, Junqueras, Garzón, Rufián, Colau… se proclaman republicanos. Son lo contrario. Anteponen la alucinación nacionalista a la moderna libertad individual. Prefieren el enfrentamiento a la fraternidad, entre contemporáneos y entre generaciones. Justifican los privilegios fiscales y exigen su ampliación. Promueven la división de los españoles en clases: una nobleza catalana, un vulgo manchego; una casta vasca, una plebe extremeña… Dinamarca y el Magreb. Aceptan, incluso exigen, que una parte del pueblo decida por el todo. Es decir, que unos españoles valgan más que otros. El populismo español es antimonárquico porque es radicalmente antirrepublicano. El sistema es la república. Ellos, la reacción.
Y de ahí nuestro estupor. La exclusión de don Juan Carlos del homenaje a la Transición es más que un desaire personal. Es una ocasión perdida para rehabilitar al último protagonista vivo de la más conmovedora hazaña política española. Y al capitán general de la noche febril del 23-F. Y, por cierto, al hombre que, harto de la agresiva verborrea populista antiespañola, mandó callar al padrino de Pablo Iglesias. Pero sobre todo es una concesión inútil a los falsos republicanos. A los que confunden el hombre con la institución para socavar, más que la institución, su suelo democrático: la voluntad soberana de los españoles, que en 1978 aprobaron –libres, iguales y fraternos– la monarquía parlamentaria como forma política del Estado.
Hay, además, en el destierro del rey viejo un efluvio pueril, impropio de un rey joven con una tendencia saludable a la gravedad. La monarquía es como la Transición: no puede reivindicarse de forma selectiva, parcial, a pedacitos. Unos querrían borrar de la foto a Santiago Carrillo. Otros a Manuel Fraga. Es un juego autodestructivo. La eficacia de la Transición –y no sólo su grandeza– deriva precisamente de su absorción de la complejidad. El pasado imperfecto de sus protagonistas se asumió e integró por responsabilidad con el presente y el futuro de los españoles. Y así, con todo, deberá asumirse e integrarse el pasado imperfecto del emérito.
Tampoco es posible enmendar la monarquía como quien enmienda una ley. En circunstancias menos sectarias, más benignas, incluso podríamos enmendar la Constitución. Abolir los fueros, resaca de tiempos atávicos. Cerrar el título VIII, obra de ingenuos y grieta de desleales. Y por supuesto eliminar la prelación del varón sobre la mujer en la sucesión a la corona. Pero esta monarquía no permite reforma. Ni retrospectiva ni como salida de una crisis política. Pretender una monarquía sin la memoria de Juan Carlos es como pretender una democracia española sin institución monárquica: hoy por hoy, una distopía revolucionaria. El debate sobre la corona es, en realidad, un debate crucial sobre nuestra ciudadanía.
Las palabras de Felipe VI en las Cortes fueron hondas, firmes y esperanzadoras. Un necesario alegato republicano contra el populismo. «Fuera de la ley, nos enseña la historia, sólo hay arbitrariedad, imposición, inseguridad y, en último extremo, la negación misma de la libertad». Así es. Y por eso mismo había que evitar el vacío. De la ley a la ley. Y del rey al rey.