Lo difícil del doble reto es combinar firmeza y mesura: se necesitan ambas
Un golpe de Estado y una rebelión popular, encadenados, simultáneos, ambos iniciados, y ambos a media cocción. Eso es lo que sucede en Cataluña.
Lo primero ha sido la tentativa de culminar el golpe desencadenado el 6 y 8 de septiembre en el Parlament al imponerse las leyes de ruptura o “desconexión” que pretendieron derogar la legalidad democrática vigente abrogando antes su legitimidad.
La esencia de esta operación es la ruptura del Estatut. Más concretamente, algo tan detallista como la abrupta cancelación de su legítimo mecanismo de reforma: el artículo 222, que, para emprenderla, “requiere el voto favorable de las dos terceras partes de los miembros” de la Cámara y no una simple mayoría.
Ese propósito se fraguó ya en los preparativos de las elecciones “plebiscitarias” del 27-S de 2015. “Un fantasma se cierne sobre Cataluña, el de un golpe contra el Estatut, el de un golpe contra la legalidad catalana, el de un golpe contra los ciudadanos catalanes. Eso sí, paradójicamente ideado, planificado y a ejecutar por catalanes: se trata pues, propiamente, de un autogolpe”, radiografié dos meses antes (Un golpe contra Cataluña, EL PAÍS, 25/7/2015).
La operación “implica”, añadía, “la subversión del ordenamiento y la ocupación ilegítima de las instituciones, o su desnaturalización”. Para lo que no obstaba la ausencia de una violencia indiscriminada, como ilustra el del general Primo de Rivera, un “mero pronunciamiento”, y otros reseñados en Técnicas de golpe de Estado, de Curzio Malaparte (Planeta, 2009).
Como este desentrañó en el golpe de Bonaparte, lo esencial es “parecer que obedece las leyes, sus acciones deben conservar todas las apariencias de la legalidad”. Y “su objetivo táctico es el Parlamento: quieren conquistar el Estado mediante el Parlamento”, exactamente lo buscado en la bochornosa sesión del día 6 en el Parlament de la Ciutadella.
En un brillante artículo, el profesor Javier García Fernández apeló recientemente a Hans Kelsen cuando este indicaba que hay un golpe de Estado cuando “el orden jurídico de una comunidad es anulado y sustituido en forma ilegítima por un nuevo orden” (EL PAÍS, 31/8).
Y el notari de Catalunya, Juan-José López Burniol, precisó tras el parlamentazo que “ha sido un golpe de Estado porque lo hay siempre que se produce una subversión total del ordenamiento jurídico establecido con voluntad explícita de hacerse con el control absoluto del poder” (La Vanguardia, 16/9). También lo han dicho Joan Tapia (El Periódico, 17/9), y Mario Vargas Llosa y Josep Borrell, anteayer.
Ahora bien, cada caso es distinto, aunque todos exhiban rasgos comunes. Y el rasgo diferencial del caso catalán es la concatenación del golpe con el burbujeo de una rebelión popular de una parte notable de la ciudadanía catalana, con nostalgia de aromas de 14 de abril. La autoridad insubordinada apela a ella para tomar prestado algún grado de legitimidad. Y esta se la concede a gusto, contra su propio interés.
Así que al intento de toma y destrucción del Estado por el bloque de los indepes indesmayables se une parte del frente antiRajoy. Una porción de quienes —infinidad en Cataluña— detestan al PP. Y que no solo no posponen sino que colocan en primer plano su responsabilidad pasada en la gestación de la crisis: la campaña antiEstatut de 2006, la parálisis del Gobierno durante un lustro, sin plantear respuestas políticas. La confluencia de ambos afluentes da la calle reactiva a los registros y otras actuaciones judiciales de anteayer: y de próximas jornadas.
Muchos, los anticonservadores legalistas, anteponen con acierto la defensa del orden democrático a ese historicismo, y consideran que no hay que llorar sobre la leche derramada. Pero el ruido de la coyunda entre quienes practican el golpe y quienes lo aplauden como si no lo fuera, y como forma expeditiva y espúrea de echar a un Gobierno (en vez de la propia en democracia, convencer a la mayoría) es atronador. Y un cierto manejo mediático del mismo ofrece la imagen distorsionada del espejo cóncavo.
La dificultad del momento para la democracia y para las autoridades reside en combinar el recetario con que afrontar los dos males al mismo tiempo. Contra el golpismo, cualquier medida del ordenamiento constitucional puede convenir, si se encaja legalmente: el principio es la suficiencia, del que forma parte la rotundidad que resulte indispensable.
Y ante la rebelión popular es preciso extremar precisión y proporcionalidad, nunca estropear más de lo que se arregla. No porque el empleo de esos principios vaya a convencerla de entrada —ya hemos visto nutridas manifestaciones contra las primeras medidas judiciales, que eran notoriamente selectivas— sino, porque solo sobre el sentido de la mesura puede sembrarse para pronto la siempre aplazada vía política —–y explicarla bien desde ya; no basta con la justificación de la actuación coercitiva—: el diálogo normalizador, las propuestas, las reformas, la negociación… con quienes la prefieran, y la antepongan al caos.