Arcadi Espada-El Mundo
Mi liberada:
Lo recordarás vivamente. Sucedió el 12 de diciembre de 1989, en sede parlamentaria: «El Parlamento de Cataluña declara solemnemente que Cataluña forma parte de una realidad nacional diferenciada en el conjunto del Estado (…) Manifiesta que el acatamiento del marco institucional vigente, resultado del proceso de transición política desde la dictadura a la democracia, no significa la renuncia del pueblo catalán al derecho a la autodeterminación (…) Afirma, como consecuencia, que en el momento que lo crea oportuno y a través de las actuaciones previstas en el propio ordenamiento constitucional, podrá incrementar las cotas de autogobierno hasta donde lo crea conveniente y, en general, adecuar la regulación de los derechos nacionales a las circunstancias de cada momento histórico».
El muro de Berlín había caído un mes antes y en la gigantesca caída de la gran ilusión comunista se vislumbraba la constitución en cadena de nuevos estados. El entonces dirigente de Esquerra Republicana Àngel Colom [Paloma] i Colom (lógicamente llamado el sis ales), aquel consecuente pacifista que dijo que la independencia no valía una sola vida humana, trató de poner simbólicamente a Cataluña en ese mapa. Le ayudó otro independentista, Max Cahneri Garcia, coeditor de la Gran Enciclopèdia Catalana y fundador de Convergència. Juntos redactaron esa proposición no de ley que introdujo por primera vez la autodeterminación en sede parlamentaria, aunque fuera en comisión. Los socialistas votaron en contra.
Vale la pena fijarse en dos asuntos. El primero es la modalidad del acatamiento a la Constitución: una decisión transitoria, estrictamente vinculada a la circunstancia histórica que supuso el paso de la dictadura a la democracia. Se habla a veces de la traición de los nacionalistas al pacto constitucional. Casi hay aquí un fundamento fáctico: para el nacionalismo el pacto solo estuvo vigente mientras la democracia se consolidaba. Las circunstancias son, por definición, cambiantes; pero los derechos nacionales, inmutables. No es que una nueva generación de nacionalistas se haya planteado ahora objetivos distintos y más extremos: ya estaban escritos en los años 80. El otro asunto es la ambigüedad de la propuesta, que proclama el derecho a la autodeterminación y que lo vincula luego, transitoriamente, al ordenamiento constitucional para dejarlo, finalmente, al albur de cada momento histórico. A la ambigüedad del texto correspondió la ambigüedad de la justificación política. Jordi Pujol, entonces presidente, dijo imperturbable que no se había enterado de la iniciativa de su grupo parlamentario hasta que la vio aprobada. Así lo apuntaron con buena letra los periodistas catalanes, oxímoron. Ninguna instancia judicial reaccionó de modo manifiesto ante el texto. Lo considerarían, como luego sería fama, la simple expresión de una aspiración. Entonces gobernaba Felipe González en España.
El 1 de octubre de 1998 el parlamento catalán ratificó en la solemnidad del plenario lo aprobado en comisión nueve años antes. Esta vez el marco no fue la caída del imperio comunista sino el medio siglo de la Declaración de Derechos Humanos. Lo formidable es que la Declaración no incluye entre sus derechos el de la autodeterminación. Pero estas cosas han sido y son habituales en la Cataluña nacionalista. Decía el texto, mucho más breve que su precursor: «El Parlamento de Cataluña, en el marco de la celebración del 50 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ratifica una vez más el derecho del pueblo catalán a determinar libremente su futuro como pueblo, en paz, democracia y solidaridad». Los socialistas se abstuvieron. Ninguna instancia judicial reaccionó de modo manifiesto ante la ratificación de la autodeterminación. Entonces gobernaba José María Aznar en España. Por lo demás la ambigüedad proseguía, aunque esta vez fuera externa a la declaración. Al tiempo que apoyaba la resolución autodeterminista, Convergència rechazó en la misma sesión parlamentaria esta otra propuesta de Esquerra: «El Parlamento de Cataluña declara la necesidad de reformar el actual marco legal para permitir la igualdad de derechos y deberes de todas las naciones que conforman actualmente el Estado español y el reconocimiento del futuro nacional que libremente decidan».
La otra tarde el presidente Carles Puigdemont declaró la independencia y luego propuso al parlamento que suspendiera sus efectos. Sus efectos y no la declaración, por cierto. La fiebre y no la enfermedad. Se observará que el carácter ambiguo de su maniobra tiene nítidos y antiguos precedentes. Puigdemont declaró la independencia, pero propuso la suspensión al igual que Pujol proclamaba el derecho de Cataluña a la autodeterminación, pero luego rechazaba su aplicación inmediata. El problema inmenso, decisivo, del Estado español y de su mainstream intelectual, económico y político, es que prefirió siempre fijarse en la última cláusula de las sucesivas oraciones adversativas que le escribió el nacionalismo. Al Estado le faltó gramática. La conjunción pero restringe ¡pero! no niega el significado de la primera cláusula. Entenderá perfectamente lo que estoy diciendo todo aquel que amó pero no fue correspondido.
Durante cuarenta años, y mediante la política de las dos cláusulas, el nacionalismo catalán ha sido capaz de construir un estado. Por el contrario es extremadamente interesante constatar cómo ha fracasado en su intento de construir una nación. El estado catalán lo traza una inextricable burocracia, lo cohesiona el fanático activismo nacionalista de los medios de comunicación (la radiotelevisión pública se ha pasado ya tres colinas) y lo amparan dieciséis mil policías. Cataluña no alcanzará la independencia real porque su base social es insuficiente y su poder político débil, pero el desafío de la revolución nacionalista no se sustenta en el presunto poder de la calle –plástico, pero frágil y disputado ya por la otra mitad catalana–, sino en la complejidad de un aparato estatal pacientemente construido a la luz y a la sombra, cuya actividad criminal obligará al Estado democrático a una actuación larga, precisa y enérgica.
Hasta el inicio del Proceso, Cataluña vivía en la independencia tranquila, un sintagma que acuñó aquel periodista excelente y nacionalista radical que fue Ramon Barnils, que también incluía el plácido nivel de corrupción de cuya extensión y profundidad da cuenta la implicación nuclear del Líder Máximo. La emoción romántica y xenófoba de cualquier nacionalismo, al fin irresistible, ha acabado con la tranquilidad y ha tratado de dejar el sustantivo ondeando independiente al aire libre. En vano Carles Puigdemont, criado hasta muy alta edad en la mama pujolista, quiso mantener a última hora vivas las dos cláusulas. Pero ya era tarde. El lunes acaba para el nacionalismo una gran época. La época fértil de la ambigüedad. Vivieron cuatro décadas en un sí es no es y por su infectada cabeza, que no por la presión del Gobierno, ¡que bien que lo siente!, han de contestar ahora al requerimiento binario y final.
Sigue ciega tu camino.
A.