César Antonio Molina-El Mund0

El autor explica el avance del populismo por la renuncia de la socialdemocracia a proteger al individuo y en especial a las clases trabajadoras frente a las agresiones de la política, la economía y la tecnología.

 

QUIENES HEMOS vivido más años en el siglo XX que los que viviremos en este presente, pensamos a la caída del Muro de Berlín que el sistema democrático no solo se extendería por el resto de la Europa dividida tras la Segunda Guerra Mundial, sino también por Rusia y otros muchos países del mundo. Todo parecía marchar bien y solo había que dar tiempo al tiempo.

El siglo XX había sido terrible en violencia y totalitarismos, pero parecía que no iba a concluir mal. Así fue en apariencia. El siglo XXI, apenas nacido, empezó a dar síntomas de rebeldía, en muchos casos semejante, pero también distinta y diferente a la de su antecesor. La democracia no avanzó como debía. Por ejemplo, en Rusia, volvió a instalarse un nuevo zar, y tras esto llegaron los fracasos de las primaveras árabes. Europa comenzó a tener dudas sobre sí misma (¿hija del derecho romano, el cristianismo, la racionalidad, la democracia, el humanismo, el laicismo, el universalismo y cosmopolitismo de la Ilustración…?), la globalización inquietó a los ciudadanos, la crisis económica desestabilizó la sociedad del bienestar, y la incapacidad de los gobiernos para proteger los intereses de sus representados dio pábulo a la aparición de los populismos de ambos extremos. Lo recientemente acontecido en USA y la amenaza de instalar en el poder en otros países a personajes semejantes a través de las urnas, democráticamente, ha sido una manera de gritar ¡no! (¡quién nos lo iba a decir!) a la propia democracia.

La involución de los partidos (la corrupción, las peleas internas, la pérdida de valores que los definan y el desconocimiento de sus programas por parte de los electores), la desmovilización de los militantes, el descontento con la deslocalización de empresas, la irrupción de las nuevas tecnologías y de la inteligencia artificial que se proyecta como una gran sombra sobre el ya precario mundo laboral (sobre todo el de las clases medias profesionales) así como el odio difundido sobre las élites y expertos (políticos, periodistas, abogados, etc.) ha traído consigo ese descreimiento en un poder compartido por todos. Algo que para muchos se ha hecho insufriblemente débil, sintiendo la necesidad de que pase todo él a manos de personas fuertes, autoritarias y, supuestamente, resolutivas.

La democracia, para esas masas que votaron a los populistas, abandonó a sus ciudadanos, los arrojó a manos de grupos de empresas extranjeras, los dejó sin protección frente a los flujos de nuevas poblaciones incontrolables sean refugiados o inmigrantes. Los ciudadanos también tuvieron que pagar con la austeridad la crisis de los bancos y del sistema neoliberal extremo. Y por si todo esto no fuera poco, el desfase entre el desarrollo tecnológico y el ser humano creó y crea miedos, ansiedades, aprensiones, un sentimiento de pérdida de control sobre nuestras vidas, unos sentimientos de ineptitud e inservibilidad. ¿Qué haremos con nosotros mismos cuando los robots controlen nuestras vidas? ¿Viviremos dedicados al mundo virtual?

El ser humano siente negado su valor y dignidad y se considera marginado, excluido, un nuevo paria moderno al filo de los límites de su dignidad. La globalización económica y la información superabundante han creado también la sensación, en muchos casos verdadera, de la desaparición de la autoridad territorial.

La profesora de sociología en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en París, Eva Illouz, en el libro colectivo titulado El gran retroceso, hace el siguiente comentario: «El populismo avanza porque el mundo de las clases trabajadoras ha sido destruido por el capitalismo corporativo y devaluado por las élites culturales progresistas que, desde la década de 1980, han concentrado su energía intelectual y política en las minorías sexuales y étnicas generando unas violentas guerras culturales. Una vez que el mundo de las clases trabajadoras ha sido destruido y rechazado, es posible recuperarlo mediante la promesa de restitución de viejos privilegios raciales, religiosos y étnicos».

La democracia y, sobre todo, los partidos de la izquierda parlamentaria, deberían haberse preocupado por las vidas destrozadas por el capitalismo desbordado desde la desaparición de los estados comunistas que marcaban los límites. El populismo promete victorias a los derrotados y olvidados, denuncia los incumplimientos electorales que achaca al innecesario parlamentarismo.

Ivan Krastev califica a los populistas como perdedores mezquinos y como vencedores despiadados. Las elecciones siempre están en duda cuando las pierden. La revisión de la historia la llevan a cabo a su medida, de la misma manera que reinstalan los viejos pilares totalitarios: supresión de la libertad de expresión, de las libertades públicas y sometimiento a la propaganda, autarquía, etc. La socialdemocracia, tan vapuleada en los últimos tiempos, todavía tiene mucho que aportar. Generar una alternativa convincente capaz de recoger los deseos, temores y necesidades de una mayoría de la clase media y obrera humilde, educada y conectada en las redes.

A la socialdemocracia, que tendría que erigirse como muro de contención de los populismos de izquierdas, le queda por defender los derechos humanos, la igualdad de género, la libertad individual, los servicios públicos, el trabajo digno, el futuro de los jóvenes. Es decir: proteger al individuo frente a cualquier tipo de agresión política o económica y también tecnológica. Evitar la muerte civil a tantos de sus ciudadanos. El paro, las prejubilaciones, el trato de la persona como una mera mercancía, adelanta la muerte física e inevitable con otra anterior, terrible e injusta: la muerte social o civil.

Pero quienes se resisten por odio, venganza, resentimiento o necesidad, también pueden formar parte de ese populismo mesiánico en el que ya nada más se puede perder. La muerte civil es la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida. Se convierte a gente aún joven, productiva, preparada y dispuesta en póstuma de su tiempo. Están viviendo en otro siglo que no es el suyo y, además, sin futuro. No se les puede hacer perder su estatus material, cultural y social.

Perdidas sus viejas certidumbres, perdido su lugar en el mundo, así como sus vínculos con sus comunidades y sistemas de apoyo tradicionales, se entregarán a las promesas que se les ofrezcan. ¿Quién intercedió por ellos? Al individuo no se le puede dejar solo, indefenso, abatido frente a las coacciones sociales y los procesos de cambio que trastocan todo el ecosistema familiar y social. Al individuo no se le puede abandonar frente a los mercados y a la «violencia simbólica» a la que se refería el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Al individuo no se le puede dejar sin la solidaridad de su Estado, su Gobierno, en definitiva, sin la democracia protectora.

DE NO TOMAR medidas, el sistema en el que hemos vivido los mejores años de nuestras vidas, españoles y europeos, se irá resquebrajando. Las emociones y sentimientos (venganza, odio, resentimiento) bloquean muchas veces al pensamiento racional. Entonces surge el hombre del subsuelo dostoievskiano, el perdedor que no hace más que soñar con la venganza contra los triunfadores.

Los ideales igualitarios de la democracia han chocado con los neoliberales absolutistas de creación privada de la riqueza y con la cruel indiferencia de las corporaciones transnacionales. Es cuando los individuos desencantados se van separando del Estado–nación.

Ese hueco lo toman los populismos que surgen como una nación entre naciones (de ahí quizás esa nueva denominación de España) que se pone en marcha para expulsar por métodos expeditivos si hace falta al poder económico y a las élites arrogantes.

Los populismos ponen en riesgo no solo a la democracia sino también a la civilización. Encarnan algo parecido a una descivilización. Una regresión inquietante. Descivilización. El mundo, en vez de avanzar, vuelve a la barbarie. Y de esto ya fue testigo el siglo XX.

No confiemos tampoco en que internet es el nuevo parlamento. Internet es menos igualitario, abierto y democrático de lo que parece. Internet controla nuestras vidas. La privacidad será uno de nuestros bienes más escasos, y junto a ello, la libertad. Noticias falsas, insultos, engaños, un mundo alegal e incontrolado donde el usuario es él mismo un producto. Todo tiene que cambiar. Todo tiene que modificarse y el ser humano volver a estar en el centro. El mundo sin él carece de sentido. La política debe seguir siendo el cuidado y mejora de la vida de sus ciudadanos.

César Antonio Molina es escritor y ex ministro de Cultura.