Fernando García de Cortázar-El Mundo
Pocos han luchado con tanta pasión intelectual, y con tanto éxito de ventas, contra las leyendas que distorsionan la historia de España como Fernando García de Cortázar (Bilbao, 1942). Historiador vitalista, sacerdote jesuita, letraherido y dueño de un saludable espíritu crítico. Participó en la resistencia civil al nacionalismo en Cataluña y País Vasco cuando era una causa perdida.
Pregunta.– El socialista francés Manuel Valls insiste en que deberíamos respondernos qué significa ser español. ¿Usted tiene una respuesta?
Respuesta.– Ser español, como ser francés, implica un sentimiento de pertenencia a una misma comunidad, la conciencia de compartir valores y tradiciones semejantes y proyectar un mismo porvenir. Lamentablemente España es la única nación europea que sigue interrogándose sobre su existencia en vez de esforzarse por continuar construyéndose. Aunque nos incomode reconocerlo, vivimos en un país asustado que siempre ha sido algo extraño. Esta debilidad del sentimiento nacional nos diferencia de todas las naciones de nuestro entorno, donde la pertenencia a una comunidad se da por sentada y se recibe gozosamente como una herencia cívica.
P.–¿Y de dónde viene esa debilidad? R.– La verdad es que, por motivos que tienen que ver con las tribulaciones de nuestro siglo XX, se ha exagerado la cautela a la hora de ejercer el patriotismo, como si con éste se molestara a quienes no han dudado un segundo en propagar por la tierra, el mar y el aire de sus competencias autonómicas los argumentos de su independentismo disgregador. Nuestra crisis nacional parte de nuestros errores, no de las insidias de los nacionalistas, ni de su compañera de viaje, una izquierda desnaturalizada. Lo que resulta verdaderamente escandaloso, porque responde a una dejación de responsabilidades de los gobernantes, es que los españoles hayan carecido de una idea de nación que les garantice seguridad en momentos como éstos, y que permita enfrentar la ofensiva separatista desde una posición de superioridad intelectual, mayor eficacia política y mejores recursos de veracidad histórica.
P.–Está a punto de publicarse su Viaje sentimental por España. Ese adjetivo, sentimental, es muy problemático. ¿Debería España dotarse de un relato sentimental de su historia como han hecho sus nacionalismos periféricos?
R.– Luis Cernuda describe en uno de sus poemas de exilio más sobrecogedores el momento en que se dio de bruces con la amargura de un compatriota en una calle londinense: «¿España?», musitó el individuo, pasando de largo junto al poeta: «España es sólo un nombre». Pocas veces se habrá expresado de una forma tan adusta la insoportable sensación de una pérdida. Lo triste es que durante muchos años para muchos de nuestros compatriotas España ha sido un mero nombre, una pura institución administrativa, olvidándose de que las naciones se desarrollan no sólo a partir de decretos y normas políticas sino fundamentalmente a través de símbolos y valores culturales. A esa España de la Constitución de 1978 la dejamos reducida a una definición jurídica, la despojamos de las emociones que la constituyeron como nación libre en los años de la Transición. Temiendo dramatizar nuestro patriotismo, España dejó de ser una conciencia en tensión, para adquirir la forma de unas instituciones rutinarias. Dejó de ser sentida como nación, para sólo ser considerada como Estado. El patriotismo había sido propiedad de algunos y, al parecer, el remedio no fue nacionalizar de nuevo a los españoles, sino dejarnos a todos sin nación.
P.–Da la sensación de que no hay nada tan español como impugnar los triunfos propios. España ha vivido unas décadas prodigiosas, de superación de traumas históricos, de desarrollo económico, de extensión de las libertades… ¿Por qué esta permanente crisis de autoestima? R.– Aunque se pasaron los tiempos del pesimismo y del masoquismo intelectual, no pocos españoles creen vivir en una nación enferma, cuya historia es el relato de un inveterado atraso y de una interminable decadencia. La leyenda negra nos ha hecho mucho daño y hemos acabado interiorizando las maldades que desde el extranjero se han dicho de nosotros. Si Reino Unido es el país europeo al que menos le afectan las visiones que sobre él se dan desde el exterior, España es, por el contrario, la nación a la que más le influyen las opiniones que sobre ella se dan más allá de sus fronteras. De todas formas, la miopía que impide el reconocimiento de los logros de nuestro país y su posición en la cabecera del mundo tiene que ver con las turbulencias de España en su historia más reciente. Es el único país de su entorno que en pleno siglo XX ha tenido una guerra civil y una larga dictadura que han pulverizado el marco político, mientras en Europa convivían el liberalismo, la democracia cristiana y la socialdemocracia, con una misma idea de civilización, de cultura y de Estado nacional.
P.– Usted se ocupó de ello en Los mitos de la Historia de España.
R.– Todas las historias de todas las naciones están trufadas de mitos, muchos de ellos nacidos al calor de la falta de libertad, la obsesión étnica o la ausencia de conciencia crítica. Por ello el deseo que inspiró mi libro era el de afirmar una nación desnuda de fabulas y leyendas donde la razón predomine sobre la ingenuidad y el ciudadano suplante de una vez por todas a la tribu o a la aldea. El presente de cualquier nación lo definen sus ciudadanos, no las voces ancestrales de su tierra; la historia de la vida en común, no la memoria inventada de la teología nacionalista; la convivencia integradora, no la soledad del campanario. La historia en el siglo XXI no debería pasar por el mito ni por el saqueo nacionalista o regionalista sino por el ejercicio público de la razón y la metodología científica. La historiografía española goza en general de buena salud pero el problema se plantea con especial virulencia en comunidades autónomas cuyos gobiernos están embarcados en explícitos proyectos de construcción nacional, en cuyo caso la negación histórica de la nación española se convierte en objetivo prioritario y para ello se recurre al despliegue de toda una sarta de falsedades. Ellos, los nacionalistas, son los que traen sus símbolos harapientos, sus mitos de guardarropía, sus efectos especiales para el espectáculo de la confusión. «Nosotros somos quienes somos, basta de historia y de cuentos», ya lo dijo el poeta Gabriel Celaya empujando una movilización ciudadana que nos devolviera el orgullo de ser español.
P.–La burguesía catalana podía tener pulsiones regionalistas pero nunca como hasta ahora había atentado de una forma tan consciente contra sus propios intereses.
R.– En la cultura nacionalista, el pasado es sólo un arma de destrucción intelectual masiva. El sistema educativo en Cataluña ha sido durante estos años una forja de almas templadas en el discurso identitario. Todos los mecanismos de promoción social han sido empleados por el poder autonómico al servicio de la estrategia independentista. A la Iglesia catalana no ha tenido necesidad de comprarla por su querencia natural a la magia de la nación, a la sacralización del proyecto nacionalista y a la satanización de la inserción en España. Consumada esta estrategia sociocultural de normalización independentista, los nacionalistas catalanes han pasado a otro nivel más peligroso. Ha triunfado un nacionalismo de la cartera basado en la reivindicación de un bienestar económico que no ha sido saqueado por la crisis, sino por el expolio de los españoles. La liberación del pueblo adquiere una textura mucho menos lírica que hace 30 años: precisamente por ello ha conseguido triunfar. Porque ha conseguido relacionar el sufrimiento de la gente con la condición de sometimiento de la verdadera nación. Pero el nacionalismo independentista no hubiera llegado a donde llegó con su golpe de Estado desde las propias instituciones políticas si no hubiera sido acompañado en su viaje por la fuerza emocional y destructora del populismo.
P.–El mito de Cataluña como ejemplo de modernidad frente al arcaísmo castellano es uno de los más arraigados de nuestra prolija mitología.
R.– Ni Cataluña fue solo moderna y europea, ni la burguesía catalana fue progresista, ni el autoritarismo o el imperialismo de corte fascista fueron creados en la rural y decrépita Castilla como desean imaginar los nacionalistas catalanes del siglo XXI. Tras la Guerra Civil, media España ocupó a la otra media, lo que quiere decir también, muy a pesar de quienes han inventado una Cataluña exclusivamente republicana, que media Cataluña ocupó a la otra media. Porque la Guerra Civil, como en el resto de España, supuso el ensañamiento de catalanes contra catalanes. En Cataluña muchos sintieron con alivio la derrota republicana. Las historias de los nacionalistas catalanes olvidan que la Cataluña de Companys y el anarquismo armado aterró a la gran burguesía y a las clases medias; y que quienes militarmente terminaron por aplastar la utopía revolucionaria fueron recibidos con entusiasmo por muchos catalanes, alguno de los cuales, como Francesc Cambó, financió a Franco.
P.–Se suele señalar que las zonas de Cataluña donde el independentismo es hegemónico son aquellas de fuerte arraigo carlista, ¿es una coincidencia?
R.–En absoluto, el nacionalismo, como hijo del carlismo, prendió con fuerza en las zonas donde se atrincheraron las fuerzas contrarias a la España constitucional. El catolicismo fundamentalista, la demonización de un liberalismo progresivamente abierto a los sectores populares, el miedo a la modernización social y política que experimentaban los Estados europeos de la época, incluido España, constituyeron las principales señas de identidad de la ideología carlista, que se adueñó de una parte de la Cataluña rural. Donde hubo carlistas, hubo curas y hay independentistas. Alrededor de casi todos los nacionalismos conservadores se apiñan los curas en tal número y con tanta fogosidad que no pocos politólogos vienen destacando la importancia de la contribución cristiana a la propagación de dicha ideología. Se esgrimen distintos argumentos. El clima emocional que envuelve al comportamiento religioso prefiere antes las cálidas y piadosas abstracciones de la nación o pueblo que las frías y materiales reivindicaciones de la clase social.
P.–Barcelona siempre ha representado lo contrario a ese clima político del rural.
R.–Hay que destacar que este nacionalismo montaraz, tan feraz en zonas de Cataluña, ha pretendido asaltar Barcelona. La mítica y farsante caída de la ciudad patriótica en manos de los enemigos de Cataluña el 11 de septiembre de 1714 puede presentarse ahora de otro modo: Barcelona y su área metropolitana han sido los enemigos jurados del discurso nacionalista. Han sido el poder institucional y el espacio social que el pujolismo nunca soportó. La capital de Cataluña y el reguero de poblaciones que la envuelven han sostenido una ejemplar inmunidad a los berridos de sirena del nacionalismo.
P.– ¿Usted considera urgente la reforma de la Constitución?
R.– No me parece que haya urgencia alguna en la reforma de una Constitución que ha impulsado los mejores años de la historia de España. La que permitió que nuestro país se convirtiera en un Estado fuertemente descentralizado, sensible a la demanda democrática y atento a las peculiaridades de sus regiones. Y, por supuesto, me parecería suicida tratar de reformarla para contentar a quienes dentro del marco español nunca se sentirían contentos. Lo relevante no es el hecho diferencial sino la voluntad diferenciadora. Somos en España 46 millones de hechos diferenciales. Por eso a finales del siglo XVIII con la Revolución Francesa se inventó una fórmula útil: puesto que la naturaleza nos ha hecho distintos, establezcamos la obligación moral y jurídica de ser tratados igualmente. Y es eso justamente lo que dice la Constitución. A los que quieren reformar la Constitución vigente se les podría sugerir que empezaran eliminando la disposición adicional primera que ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales.
P.– Supongo que vio el discurso del Rey del pasado 3 de octubre. ¿Éste ha sido el 23F de Felipe VI? ¿Un hito, al menos, en su reinado?
R.– Me pareció un discurso magnífico, que sirvió para serenar los ánimos entristecidos de millones de españoles. Del mismo modo que un joven Juan Carlos I se enfrentó a graves problemas en los momentos iniciales de la democracia, un joven Felipe VI comprendió que su función no debía ser una vaga representación del Estado sino la de una España real que se encuentra en peligro de descomposición institucional y fractura territorial.