JON JUARISTI-ABC 

¿Hace falta salvar a la sociedad?

LA ocurrencia de Iceta –pedir el indulto para los golpistas antes de ser éstos juzgados– constituye un síntoma extremo del entreguismo socialdemócrata a lo que podría denominarse, siguiendo a Ortega y Gasset, la invasión vertical en curso. A mí, esto de las invasiones verticales me lo recordó hace cosa de un mes la lectura de un magnífico ensayo de Mariano Zabía sobre los males de la patria, que el autor ha hecho circular sólo entre sus amigos y cuya publicación, creo yo, es, más que urgente, imprescindible. Zabía recuerda que el concepto se debe a Walter Rathenau, el gran empresario industrial y ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar, asesinado por un grupúsculo ultranacionalista el día de San Juan de 1922, poco después de la firma del tratado de Rapallo. De Rathenau lo tomó Ortega en La rebelión de las masas (1930). 

La invasión vertical que vio desatarse Rathenau en la Europa de entreguerras era la de los bárbaros interiores, o sea, el ascenso frenético de las revoluciones totalitarias que, «por debajo» (como apuntó Spengler) o desde arriba, iban a destruir en un par de décadas las formas crepusculares del Estado liberal surgido en el XIX. Como es sabido, resistió únicamente el más arcaico de los regímenes parlamentarios, el británico, al frente de cuyo gobierno figuró, en los años decisivos, un tránsfuga del partido liberal a las filas conservadoras por puro y lúcido pesimismo (y no por el oportunismo que había caracterizado su anterior trayectoria política). 

En la España de esa época no hubo nadie como Churchill. Lo más parecido, aunque de lejos, fue Ortega. Pero Ortega entraba y salía de la política con fastuosa rapidez. Lo hizo en su breve paso por el reformismo (1914-1916) y en su bienio a la cabeza de la Agrupación al Servicio de la República (1930-1932). Como José Lasaga observa en un reciente y profundo estudio escrito en colaboración con Antonio López Vega (Ortega y Marañón ante la crisis del liberalismo), ambos períodos de compromiso y militancia fueron consecuencia de sendos avatares de su filosofía, el fenomenológico y el raciovitalista, aplicados a la renovación del liberalismo político. 

El giro conservador de Ortega, iniciado en 1932 tras el fracaso de su opción centrista, se asemeja, en efecto, al de Churchill. En un ensayo de 1940, Del Imperio Romano, publicado en Argentina, recupera el filósofo el motivo de la invasión  vertical, reformulándolo en términos muy cercanos a la inveterada desconfianza tory respecto del concepto de sociedad y la correlativa defensa a ultranza de las instituciones (es decir, del Estado) en la tradición empirista y hobbesiana. La sociedad es el campo de la violencia criminal: «Lo más a lo que ha podido llegarse es a que las potencias mayores del crimen queden transitoriamente sojuzgadas, contenidas, a decir verdad, sólo ocultas en el subsuelo del cuerpo social, prontas siempre a irrumpir una vez más de profundis». 

Agitar por la reconciliación de la sociedad en detrimento de la institución judicial, como hace Iceta, puede avenirse muy bien con ese oxímoron de «la justicia social», tan caro a su socio Pedro Sánchez (como lo es y lo ha sido a todos los enemigos de la democracia liberal), pero supone un ataque al Estado de Derecho en la misma línea de la estrategia golpista. Lo importante, como bien sabía Ortega, no es «salvar a la sociedad», incapaz de garantizar «el triunfo de las fuerzas sociales sobre las antisociales», sino defender, contra las invasiones verticales de los bárbaros interiores, las instituciones que protegen a los ciudadanos de la violencia criminal y de la siempre posible (en realidad, inevitable) arbitrariedad de los gobernantes.