JON JUARISTI-ABC

Lourdes puede ser un buen destino veraniego. Depende para qué

UN tipo muy feo entra en una pescadería y pregunta a la encargada: «¿Puede ponerme bonito?». Ella le mira de arriba abajo, niega pesarosa con la cabeza y responde: «Imposible, majo. Eso, ni en Lourdes». Me he acordado de este chiste viejísimo al leer

Un libro pirenaico, de Kurt Tucholsky (1890-1935), publicado hace un mes, en traducción de Fernando Pérez de Laborda, por una editorial navarra de la izquierda abertzale. El libro, sin embargo, nada tiene de abertzale. Se trata de las impresiones de un viaje de Tucholsky a los Pirineos Occidentales franceses en 1927. El autor fue el periodista más leído en la Alemania de la República de Weimar, un talento satírico de la categoría del austriaco Karl Kraus o del irlandés Flann O’Brien. Como Pessoa, Antonio Machado y Max Aub, Tucholsky utilizó diversos heterónimos. Cruza brevemente por las páginas de Los árboles portátiles, mi novela ensayística (2017) sobre el exilio de los intelectuales antifascistas durante la Segunda Guerra Mundial. Me lo descubrió Germán Yanke, que se parecía, incluso físicamente, al gran periodista berlinés.

Como Tucholsky, Germán se interesó mucho en Lourdes, pero no en tanto fenómeno religioso ni de cultura de masas, sino como asunto literario. No hay que olvidar que sobre Lourdes, además de Tucholsky, escribieron Émile Zola y Joris-Karl Huysmans desde posiciones ideológicas enfrentadas. Y también Franz Werfel, cuya novela La canción

de Bernadette (1941) fue llevada al cine en 1943 bajo la dirección de Henry King y con Jennifer Jones en el papel protagonista. Werfel, judío como Tucholsky y como King, recorrió los Pirineos franceses en 1940 con su mujer, Alma Mahler, huyendo de los ocupantes nazis, hasta que consiguieron pasar a España gracias a la ayuda del famoso rescatador Varian Fry. En Lourdes los escondieron unas monjitas a las que Werfel prometió un libro sobre Bernadette Soubirous.

También Germán Yanke pensó en su día escribir una novela que transcurriera, en parte al menos, en Lourdes. Nunca lo hizo. Yo situé un par de capítulos de una mía, La caza salvaje (2007), en Lourdes y Betharram, hilvanando remembranzas infantiles de un viaje estival a Lourdes con mis padres. Los de Bilbao teníamos una curiosa querencia turística por Lourdes. Incluso Sabino Arana Goiri se fue allí, de viaje de novios, y pilló una disentería, aunque no está probado que fuera a causa del agua de la gruta. Me picó una avispa delante de las fuentes. Empecé a dar berridos y la gente se agolpó alrededor gritando: Un miracle, un miracle! Pero, en fin, no tengo mal recuerdo de la excursión. Recalamos en un hotel lleno de peregrinas bretonas que parecían sacadas de un cuadro de Gauguin y de innumerables irlandesas llamadas Bernadette con su cura al frente. Llovió como en Macondo. Volvimos a Bilbao con un cargamento de agua milagrosa, dulces guijarros de colores y figuritas marianas fosforescentes.

El pasado 12 de febrero, La Croix publicó una entrevista con Ruth Harris, una historiadora americana, autora del estudio más riguroso que conozco sobre el tema (Lourdes. Body and Spirit in the Secular Age. Penguin Books, 2000). Harris afirma que las curaciones siguen siendo muy numerosas, pero no en las fuentes ni en las piscinas, sino durante las procesiones nocturnas, en las que se canta el Ave Marie del abate vendeano Gaignet, que los de Bilbao trasladábamos a una letra ingenuamente volteriana: «Del cielo ha bajado/ la Madre de Dios/ en un aeroplano/ sistema Blériot». A lo mejor me doy una vuelta por allí este verano, como homenaje póstumo a Germán y a Tucholsky. No a que me pongan bonito, por supuesto. Ni a que me arreglen el país. Sospecho que eso, ni en Lourdes.