ABC-IGNACIO CAMACHO
Hay hogueras políticas ante las que un presidente, en razón de su cargo, sólo puede ejercer de bombero o de incendiario
LA miel del poder, que Sánchez paladea con fruición patente, ofrece a veces la contrapartida de algún cáliz de acíbar en forma de problemas de Estado; está escrito que la dieta de toda autoridad consiste en desayunarse todos los días un sapo. El sapo inaugural de este presidente es el «caso Corinna», un asunto vidrioso y delicado que abre un conflicto entre su condición de primer ministro de una monarquía constitucional y su alma de republicano. Con el añadido de que sus socios de investidura quieren sin disimulo sacar tajada del escándalo. Los ingredientes tienen indiscutible morbo mediático: tejemanejes del CNI, grabaciones de policías de turbio pasado, traficantes de comisiones, damas de alto copete y un Rey en pleno declive con el periscopio moral bajo. Pero un gobernante que no respalde a sus servicios de inteligencia pone en peligro su propio cargo. No se trata de réditos electorales sino de que en la cúspide del mando existen ciertos armarios que no se pueden abrir sin riesgo de que se escapen demonios incontrolados.
Los separatistas y Podemos tienen desde hace tiempo a la Corona clavada en el centro de una diana. En concreto desde la insurrección de octubre, cuando ante un Ejecutivo que flaqueaba Felipe VI levantó un dique en defensa de la unidad de España. Enemigos declarados del «régimen del 78», como despectivamente lo llaman, saben que la monarquía es la viga maestra que sostiene el sistema y consideran su desguace una cuestión prioritaria. Como de momento no encuentran flanco débil por el que atacar al Monarca pretenden usar como ariete los presuntos negocios de su padre aireados por una amante despechada.
Y ahí empieza el aprieto de Sánchez, que cuenta incluso en su Gobierno con partidarios –o más bien partidarias– de echar leña a ese fuego y aprovechar que la abdicación retiró la inviolabilidad penal al emérito para sentarlo ante el Tribunal Supremo. Sus aliados parlamentarios también intentan criminalizar la institución organizando una pasarela de chismes en el Congreso. Toda una papeleta para un presidente emparedado entre la tradición estabilizadora del PSOE y su vocación diletante de agitador posmoderno. Eso no se soluciona con el habitual postureo ni parapetándose detrás del jefe de los servicios secretos. En esta gatera se va a tener que dejar algunos pelos.
Porque el lance no trata de la ejemplaridad, por desgracia muy relajada, de Don Juan Carlos. Trata de un asalto extremista a la cúpula del Estado utilizando los dosieres de un comisario fisgón para prender una hoguera a los pies del actual soberano. De minar la arquitectura básica de la Constitución en su cuadragésimo aniversario. Y ante eso el líder político de la nación no puede mirar para otro lado, ni eludir su responsabilidad, ni lavarse las manos. Cuando se ocupa una posición de su rango sólo se tiene una opción: ejercer de bombero o de incendiario.